La cúspide del aire. Sergio Milán-Jerez

La cúspide del aire - Sergio Milán-Jerez


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      ―¡Cómo olvidarlo! Ángela Darriba.

      Ambos asintieron. En ese instante, una mujer entró por la puerta.

      ―Siento haberles molestado ―dijo el camarero―. A veces, hablo más de la cuenta. ―Se dio la vuelta y caminó hacia el interior del bar.

      Los dos policías no hicieron ningún comentario. Cuando el camarero volvió, le pidieron la cuenta, pagaron y se alejaron de allí. Mientras caminaban, Aitor Ruiz sacó su móvil del pantalón, lo encendió y empezó a ojear los nombres de la agenda; luego se volvió hacia atrás y pensó: En ese lugar tuvieron que pasar cosas terribles.

      Más adelante, después de varios minutos caminando calle abajo, Aitor Ruiz y Cristian Cardona llegaron a la Plaza de la Fuente, donde podía verse el Ayuntamiento de Tarragona al fondo. Sin pausa, se adentraron por el centro del paseo pavimentado, envuelto en un ambiente bullicioso y distendido, y el sargento Ruiz llamó a Irene Morales, que tardó un poco en contestar.

      ―¿Qué habéis descubierto? ―preguntó.

      ―La dirección nos ha llevado a un solar con un edificio en construcción.

      ―¿Y bien?

      ―La constructora encargada de las obras es la empresa Lenyr.

      ―Es decir, la empresa de Ángel De Marco.

      ―Así es. La obra llevaba cuatro años parada. A principios de enero, reanudaron su actividad.

      Él asintió en silencio mientras caminaba. El agente Cardona lo miraba.

      ―Nosotros nos hemos encontrado con un pequeño bloque de viviendas ―dijo Aitor Ruiz―. Un vecino nos ha contado que ese edificio, años atrás, fue un hervidero de personas, algunas de dudosa reputación.

      ―¿Te cuadra con la historia de Emma González? Ella dijo que el edificio donde la violaron estaba en un polígono industrial, situado a las afueras de Valencia.

      Él se mostró pensativo antes de responder.

      ―Tal como yo lo veo, esta organización compra edificios o solares en desuso. Antes de llevar a cabo la correspondiente rehabilitación, y durante un tiempo indeterminado, las mujeres, que previamente han sido secuestradas, son llevadas allí, para acabar siendo violadas por esos ricachones. ―Se aclaró la voz―. Si se les puede llamar así. ―Esto último lo dijo con ironía.

      Irene Morales reflexionó.

      ―Entonces, por esa regla de tres, el edificio que se encuentra en Valencia tendría que haber sido comprado por uno de ellos.

      ―Eso creo. Pero, para poder saberlo, es probable que en un futuro tengamos que pedir ayuda a Madrid.

      ―Eso significa…

      ―Lo que ya hemos hablado otras veces: colaborar con la Policía Nacional.

      Irene Morales guardó silencio.

      ―Yo ya me he hecho a la idea ―comentó él―. Pero antes de que llegue ese momento, deberemos tener clara toda la información. La subinspectora Pacheco nos ha dado un poco de margen, aunque no me fiaría demasiado. ―Miró al agente Cardona y concluyó―: Siento que el tiempo se nos agota.

      El lunes por la tarde, después de finalizar su jornada de prácticas en la comisaría de los Mossos d’Esquadra de Gavá, Mar García cogió la bolsa de deporte y se metió en su coche, rumbo a El Prat. La mañana había sido bastante movida y su compañero, el agente Recasens, con nueve años de servicio a sus espaldas, tuvo que esmerarse a fondo, para hacer entrar en razón a un tipo que había entrado a robar en una gasolinera, mientras llegaban los refuerzos. El ladrón era un viejo conocido de la policía autonómica y, para más inri, era la tercera vez que robaba en el mismo establecimiento; además, siempre actuaba con la misma indumentaria: ropa de chándal, capucha y cuchillo de cocina. Cuando registraron su vehículo, que estaba a pocos metros del lugar de los hechos, encontraron cerca de seiscientos euros, una caja de chicles y preservativos. Inmediatamente, pasó a disposición judicial y el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción número 1 de Gavá decretó su ingreso en prisión.

      Mar se sintió entusiasmada durante todo el camino, sabiendo que había colaborado en la detención de aquel delincuente. En cuanto estacionó en el aparcamiento Cal Gana, apagó el motor y sacó un papel doblado de uno de los bolsillos de la bolsa. Se trataba de la portada de un periódico de tirada nacional y decía lo siguiente:

       ÓLIVER SEGARRA, PRINCIPAL SOSPECHOSO DEL ASESINATO DE JOHN EVERTON

      Los Mossos d’Esquadra detienen al exitoso empresario en la sede de Everton Quality, en un momento clave para el futuro de la compañía

      Mar se quedó mirando el papel: la fotografía en color de Óliver Segarra ocupaba el resto de la página; luego le dio la vuelta y continuó leyendo. Se interesó por las preguntas que el periodista se hacía en el último párrafo:

       ¿ Qué motivo llevaría al exitoso empresario a, supuestamente, matar a su antiguo socio? ¿Es casualidad que también haya muerto el resto de la cúpula o nos encontramos ante una conspiración?

      ¿Casualidad? ―pensó―. Nada más lejos de la realidad.

      Volvió a doblar el papel y lo dejó donde estaba; después recogió las cosas y salió del vehículo. Como siempre, uno de los chicos que trabajaba para su hermano, la vigilaba. Mar contó hasta diez. Estaba cansada del mismo numerito, día tras día, pero tampoco tenía ganas de discutir con nadie. Al fin y al cabo, se limitaban a observarla y no decían una sola palabra, aunque, claro, le resultaba extraño. A su modo de ver las cosas, su hermano Xavi no se daba por vencido en su afán por protegerla, quizá se pensaba que claudicaría. Pero de ninguna de las maneras, Mar había tomado una decisión y no pensaba echarse atrás.

      Salió del aparcamiento y cruzó la calle.

      Su amiga Rebeca Méndez la esperaba en el parque de La Solidaritat. Rebeca y ella se conocieron en Everton Quality; de hecho, todavía trabajaba allí. Mar quería saber de primera mano cómo estaban los ánimos en la que “había estado su antigua casa”. Además, sabía que con Rebeca podía desahogarse y hablar con absoluta confianza. Era de las pocas personas que, aunque llevasen mucho tiempo sin verse, siempre estaba ahí para ayudarla.

      Ismael Muñoz se sentía frustrado.

      Un poco antes de las cinco de la tarde, tuvo que abandonar su puesto de trabajo en la inmobiliaria Gloria House, bajo la penetrante mirada de odio de su jefa, y coger el transporte público, para dirigirse a San Feliú de Llobregat; casualmente, su vehículo no arrancaba.

      Gritó para sus adentros.

      Odiaba tener que compartir espacio reducido junto a otras personas. El mero hecho de montarse en un autobús, para cruzar Barcelona, ya le ponía nervioso. Hubo un momento en que estuvo a punto de bajarse a mitad de camino. Después pensó que quizá no sería una buena idea y aguardó en su sitio, sentado con las piernas juntas, impregnado de sudor, agobiado por los chillidos de la mujer que tenía a su lado. Si hubiera estado un par de paradas más con esa gritona… le hubiese cogido el móvil y lo hubiera destrozado, estampándolo contra el suelo.

      Pero no conseguiría nada peleándose con una desconocida. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse.

      El sargento Ruiz le había citado en la comisaría a las seis de la tarde.

      “¿Qué quiere de mí esta vez? ―pensó―. ¡Joder!”

      En cuanto entró en la comisaría, sintió una desagradable sensación.

      Uno de los dos policías uniformados que en ese momento estaba en el


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