La cúspide del aire. Sergio Milán-Jerez

La cúspide del aire - Sergio Milán-Jerez


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un par de días antes de que localizaran el paradero del doctor Abbas. El alquiler se contrató para seis meses y se pagó en su totalidad, a través de un ingreso en efectivo al número de cuenta facilitado por el empresario. Al investigar a la empresa, el Grupo de Homicidios descubrió que estaba inactiva desde el año 2009 y que tampoco había cumplido con sus obligaciones con la Agencia Tributaria.

      El agente Cristian Cardona buscó la empresa por Internet y no tardó mucho en encontrarla. La web todavía seguía activa. Cuando buceó por los distintos apartados de su contenido, Cristian encontró una dirección y un número de teléfono móvil. La oficina estaba supuestamente en un edificio de alquiler temporal para empresas, radicada en Barcelona. El teléfono parecían tenerlo de adorno, ya que, después de incontables llamadas, jamás pudo contactar con ellos: casi siempre estaba apagado o sonaba una voz femenina que indicaba que el buzón de la persona a la que llama está lleno”. Luego, Cristian llamó al edificio de oficinas y el telefonista le informó de que no existía ninguna empresa con el nombre de “Credit Galiley”, trabajando allí en esos momentos.

      Todo era muy extraño. Se encontraban ante una empresa fantasma, que se había cuidado muy bien las espaldas, para intentar no dejar rastro. Aunque había algo con lo que esa organización quizá no contaba: el dinero siempre deja una huella.

      Otra cosa sería que la susodicha entidad bancaria les pusiera trabas para colaborar con ellos, algo con lo que, desafortunadamente, solían toparse muchas veces, escudándose en la Ley de Protección de Datos. La realidad era que, si no tenían apoyo judicial, difícilmente podrían seguir hacia adelante, y eso les exasperaba, ya que podría ralentizar el curso de la investigación.

      Mientras la cabo Morales hablaba, el sargento Ruiz estuvo pensando en cómo era posible que el todoterreno apareciese quince días antes en un polígono industrial. ¿El doctor Abbas ha estado en Badalona? ―se preguntó―. ¿Estará allí en estos momentos o simplemente ha sido una casualidad que una patrulla encontrase el vehículo?

      Tragó saliva.

      La imagen de sus dos compañeros muertos lo teletransportó a aquella fatídica noche. Si algo había aprendido de ese día era que nunca se podía dar nada por hecho, y mucho menos cuando detrás de toda esa trama había gente tan poderosa, protegida por una parte de las altas esferas.

      Para Aitor Ruiz, lo peor de todo fue tener que presentarse en casa de aquellas dos mujeres y decirles a la cara que no volverían a ver a sus maridos. Que habían sido asesinados en acto de servicio por cumplir con su deber. Que harían todo lo posible por encontrar a los culpables. Nada de lo que dijo él y el sargento Armengol pudo aliviar su dolor, y cuando salieron de su domicilio y cerraron la puerta, el sentimiento de culpa de Aitor Ruiz lo embargó sin que pudiera remediarlo. La operación estaba bajo su mando y, en cuestión de unos segundos, todo se fue al traste.

      Soltó un suspiro.

      Ahora, más que nunca, era primordial descubrir quién había realizado el ingreso en aquel banco. Era evidente que habría tenido que mostrar su documento de identidad.

      Aitor Ruiz se pasó la mano por el pelo y, después de estar un rato escuchando a su equipo, dijo:

      ―Informaré a la fiscal Mera para que podamos acceder cuanto antes a los datos personales del titular que hizo el ingreso.

      Todos asintieron.

      ―Quien quiera que sea ―prosiguió―, tiene mucho que contarnos.

      El fin de semana, como si de turismo se tratara, el Grupo de Homicidios se dedicó a visitar las direcciones que aparecían en los documentos que Óliver Segarra había facilitado al sargento Ruiz. Para ser eficientes, se dividieron en tres equipos: Aitor Ruiz y el agente Cristian Cardona, la cabo Morales y Eudald Gutiérrez y, por último, el cabo Lluís Alberti y el agente Joan Sabater. Los primeros se encargaron de ir a la ciudad de Tarragona, donde se encontraban dos de las cinco direcciones; los segundos condujeron hasta un municipio de Lérida llamado Mollerusa, donde había una de ellas; por su parte, Lluís Alberti y Joan Sabater recorrieron dos municipios de Gerona: Palafrugell y La Escala.

      Cuando llegaron a la primera dirección, un poco antes de las once de la mañana, Aitor Ruiz y Cristian Cardona se dieron cuenta de que el edificio se encontraba en las inmediaciones de la Catedral de Tarragona. Se trataba de una edificación moderna, de no más de cinco años de construcción, que constaba de cuatro plantas, con balcones de escaso tamaño, que daban al exterior. Estaba rodeado de bares y establecimientos varios, de modo que dieron una vuelta de reconocimiento y se metieron en el bar que había justo enfrente.

      El interior del local estaba vacío y disponía de varias mesas en la terraza, que en ese momento tampoco estaban ocupadas. Ambos pidieron dos botellas de agua, una fría y la otra natural, y se sentaron en una de las mesas de fuera. Al cabo de un minuto, el camarero les trajo la bebida y un par de vasos de cristal; luego regresó dentro y se puso a limpiar la barra.

      Mientras bebían y discutían sobre el motivo de su visita, familias hogareñas y grupos de turistas, ataviados con gorras y cámaras de fotos, caminaban de un lado a otro, con la luz del sol golpeándoles en la cara.

      Pasados unos minutos, en medio de la conversación, el camarero se colocó al lado de los policías.

      ―Perdonen mi atrevimiento, señores ―dijo―. Me he dado cuenta de que no paran de mirar ese edificio.

      ―Sí ―reconoció el sargento con una sonrisa―. El contraste es brutal.

      ―¿Lo dice por el resto de los edificios?

      Él asintió.

      ―No digo que no estén bien cuidados, pero se nota mucho la mano de obra nueva en ese inmueble. Los vecinos deben de estar contentos.

      ―Tiene razón ―admitió―. Pero no siempre ha sido así.

      ―Ah, ¿no? ―intervino Cristian.

      El camarero negó con la cabeza.

      ―Durante muchos años, ese edificio estuvo abandonado.

      Los dos policías mostraron un interés mayor. El hombre continuó hablando:

      ―Antes de convertirse en una edificación de viviendas, fue un taller de alta costura. El más importante de Tarragona, en realidad.

      ―¿Y qué le pasó? ―preguntó Aitor Ruiz.

      ―La crisis del 93 se lo llevó por delante, como tantos otros negocios de la zona. ―Hizo una pausa― Hasta mi padre estuvo a punto de cerrar el bar, pero, ya ven, aquí sigo, al pie del cañón…

      Los dos policías se miraron y luego el sargento Ruiz le preguntó:

      ―¿Y los dueños abandonaron el local, así, sin más?

      ―Por lo que yo sé, lo vendieron, pero, como les he dicho, estuvo muchos años vacío, sin que nadie mostrase interés. Aunque…

      ―¿Qué? ―dijo Cristian con el ceño fruncido.

      ―Bueno, tampoco quiero asustarles.

      Aitor Ruiz sonrió.

      ―No se preocupe, nos gusta escuchar buenas historias.

      El camarero se rascó la nariz.

      ―Lo cierto es que siempre había movimiento ―dijo bajando el tono de voz―, sobre todo de noche.

      ―¿Qué quiere decir? ―preguntó el sargento, intrigado.

      ―Yo no sé lo que montarían allí dentro ―siguió hablando con el mismo tono―, pero, de vez en cuando, se formaba un trajín de vehículos que aparcaba por los alrededores. Gente rara entrando y saliendo del edificio.

      Aitor Ruiz y Cristian Cardona volvieron a mirarse.

      ―Algunos parecían okupas, pero otros matones de mucho cuidado ―El camarero soltó un suspiro de alivio―. En fin, eso forma parte del pasado. Ahora se puede caminar tranquilamente


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