La cúspide del aire. Sergio Milán-Jerez

La cúspide del aire - Sergio Milán-Jerez


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largas y el teléfono pegado al oído. Incluso el horario de cierre, del martes al miércoles, se alargó hasta pasadas las doce de la noche. Evidentemente, no era normal. Algo estaba pasando. Por otro lado, ninguno de ellos se había acercado a su casa, para comprobar que estuviese bien.

      Aquí hay gato encerrado, pensó el sargento Ruiz.

      Reunió a parte de su equipo ―Lluís Alberti y los agentes Eudald Gutiérrez y Aina Fernández, que se acababa de incorporar; el resto estaba apostado cerca del taller― y les comentó que ya estaba bien de esperar y que volverían a llamar al timbre de su puerta. La primera vez no dio resultado, pero quizá ahora tuvieran más suerte. Así pues, acompañados de media docena de agentes uniformados, se dirigieron hacía su casa: un espacioso ático, desde donde se podía ver la Estación de Sants.

      En el portal, un vecino advirtió su presencia y los dejó pasar. Rápidamente, iniciaron la subida por las escaleras, mientras que Aina Fernández y otros dos agentes se quedaron abajo, en la retaguardia. Cuando llegaron arriba, frente a la puerta, el sargento Ruiz y los demás se pusieron en posición.

      Repentinamente, escucharon un ruido de cristales rotos en el interior del piso; todos se sobresaltaron.

      Unos segundos después, uno de los agentes comprobó que la puerta no estaba cerrada del todo; miró al sargento Ruiz y éste hizo un gesto de asentimiento. Acto seguido, entraron en el piso empuñando las armas y, cuando llegaron al comedor, vieron a un hombre de espaldas. Iba vestido únicamente con una camiseta y unos calzoncillos, y llevaba un cinturón en la mano. Se dio la vuelta y los miró con gesto hostil.

      ―¿Qué coño hacen en mi casa? ―vociferó. Parecía estar colocado.

      Todos apuntaban su pistola directamente hacia él. Aitor Ruiz tomó la palabra.

      ―Soy el sargento Ruiz, del Grupo de Homicidios de los Mossos d’Esquadra. ¿Es usted Barack Alabi?

      ―Sí, soy yo ―respondió algo confuso.

      Aitor Ruiz echó un vistazo a su alrededor. Encima de la mesa había restos de cocaína y un poco de marihuana, junto a un vaso de tubo repleto de lo que se presuponía que era alcohol; además, vio una botella rota de whisky tirada en el suelo. Ahora ya sabía qué se había roto.

      ―Tenemos que hablar con usted ―dijo.

      ―Ahora no puedo hablar ―repuso con la voz entrecortada.

      Aitor Ruiz arrugó el entrecejo.

      ―¿Dice que no puede? Suelte el cinturón ahora mismo.

      Barack Alabi meneaba la cabeza mientras trataba de mantener el equilibrio.

      ―Ustedes no lo entienden. ¡Es una puta!

      Todos los allí presentes se miraron entre ellos, sin saber a qué se estaba refiriendo. Entonces, oyeron un grito ahogado, que provenía de una de las habitaciones que estaba al otro lado de la vivienda.

      ―¿Quién hay con usted? ―preguntó Aitor Ruiz con apremio.

      Barack Alabi se tambaleó hacia un lado y hacia el otro y, finalmente, cayó al suelo. Los agentes aprovecharon rápidamente el momento, lo redujeron y le quitaron el cinturón; luego lo esposaron. Aun así, desde el suelo, Barack dijo:

      ―Todavía no le he dado su merecido. ¡Ya verás cuando te coja!

      El sargento Ruiz y el cabo Alberti corrieron hacia el otro extremo de la casa y, cuando se asomaron a la habitación, no podían dar crédito a lo que estaban viendo: había una mujer semidesnuda estirada en la cama, con las manos y los pies atados. Tenía todo el cuerpo lleno de moratones y no paraba de temblar entre sollozos. Entraron, la pusieron a salvo y llamaron a Emergencias.

      ―Muchas gracias ―dijo ella casi en un susurro.

      Aitor Ruiz la ayudó a incorporarse y el cabo Alberti le acercó su vestido, que estaba en los pies de la cama. Después, le dieron un poco de espacio para que pudiera vestirse.

      Una hora más tarde, el Grupo de Homicidios se había llevado detenido a Barack Alabi y había tomado declaración a la mujer que tenía retenida en su casa. Se llamaba Dunia y era su exnovia. Según sus palabras, Barack era un “celoso compulsivo al que tenía un miedo atroz”. Ella dijo que hacía unos meses que habían dejado la relación, pero que él no lo aceptaba. Que llevaba tiempo siguiéndola y que, hacía tres días, apareció por sorpresa por la puerta de un bar musical y se la llevó a la fuerza. También dijo que esperaba que se pudriera en la cárcel, y les pidió que hicieran todo lo posible para no volver a verlo nunca más.

      Cuando el sargento Ruiz le explicó que eran de Homicidios y que no habían venido por ella, se quedó anonadada. Aunque sabía que los negocios de Barack “no eran del todo legales”.

      Después, los técnicos sanitarios la transportaron en una camilla y la metieron en la ambulancia. Aina Fernández decidió subir al vehículo y la acompañó hasta el hospital, para que no estuviera sola.

      Menudo elemento, pensó Aitor Ruiz mientras veía cómo se alejaba la ambulancia.

      El asunto se había complicado de mala manera. A los posibles cargos de cómplice de asesinato por la muerte de John Everton, ahora tendrían que añadir los delitos de secuestro, tortura e intento de asesinato.

      Para colmo, el estado de Barack Alabi no era el más adecuado para tomarle declaración. Pese a que intentó que lo metieran en un calabozo vacío, el agente uniformado que lo custodió no le hizo ni caso. Su compañero, un chaval de dieciocho años, había sido detenido, junto a otras dos personas, por reventar los retrovisores de una treintena de vehículos que estaban estacionados en un aparcamiento. El joven intentó mantener una conversación con Barack Alabi, pero éste no quiso saber nada. En ese momento, su cuerpo parecía haber dado un tremendo bajón, puesto que se había estirado en el colchón y se había quedado dormido.

      El sargento Aitor Ruiz y los cabos Alberti y Morales se quedaron conversando en el despacho del primero, a la espera de nuevos acontecimientos. Aitor Ruiz estaba sentado en su asiento. Alberti y Morales se encontraban frente a él, sentados uno al lado de otro.

      ―Encima tenemos que aguantar que el “señorito” duerma la mona ―dijo Aitor Ruiz irritado.

      ―Pues creo que tiene para un buen rato ―opinó Lluís Alberti.

      ―Si por mí fuera ―empezó a decir Irene Morales―, le mojaría la cabeza con agua fría, le daría un antiinflamatorio y lo sentaría en una sala; no perdería ni un minuto más. Si no llegáis a aparecer, quizá estaríamos hablando de otro cadáver.

      Los dos la miraron, pues tenía mucha razón. Ese hombre había perdido totalmente la perspectiva, y se lo podía considerar un peligro andante.

      ―Volveremos a hablar con él en un par de horas ―dijo el sargento―. Mientras tanto, revisaremos el material que hemos encontrado en su casa. Con suerte, hallemos algo que lo relacione con Óliver Segarra.

      El cabo Alberti miró la hora en su reloj: era casi la una del mediodía.

      ―¿Podemos comer antes? ―preguntó.

      Aitor Ruiz se aclaró la garganta.

      ―Por supuesto. Reunid a todos y nos vemos abajo en diez minutos.

      Irene Morales y Lluís Alberti asintieron con la cabeza, se dieron la vuelta y salieron del despacho.

      A las dos del mediodía, Xavi García se reunió con Marek Sokolof en un reservado de El Mosquetero, un restaurante situado cerca del Puerto Olímpico, una de las zonas de mayor interés turístico en Barcelona. El establecimiento, especializado en pescados y mariscos, tenía una terraza con vistas al mar y estaba decorado con elegancia y un toque informal digno de agradecer, dando a entender que todo el mundo estaba invitado y que no hacía distinciones.

      Cuando terminaron los postres, empezaron a hablar de cosas importantes.

      ―Mi hermano


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