La cúspide del aire. Sergio Milán-Jerez

La cúspide del aire - Sergio Milán-Jerez


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se mostró pensativa.

      ―Tendría que preguntárselo a ella.

      ―¿Está…?

      ―Sí, está viendo la tele en la sala de estar. ¿Quieren pasar a verla?

      Irene Morales era un poco reacia.

      ―¿De verdad podemos? No queremos molestarla.

      La mujer asintió y les pidió que la siguieran.

      Cuando entraron en la habitación, Irene y Cristian vieron a una mujer de alrededor de sesenta y cinco años, sentada en una silla de ruedas basculante. En efecto, la televisión estaba encendida.

      La mujer se acercó hasta su madre, se puso frente a ella para que pudiera verle la cara y se agachó.

      ―Mamá, unos policías han venido a verte.

      ―Ah, ¿sí? ―dijo Ángela Darriba.

      La mujer les hizo un gesto para que se acercasen y apareciesen en su campo de visión.

      ―Hola ―saludó Ángela Darriba, al verlos.

      ―Hola ―dijeron Irene y Cristian al unísono.

      A punto de caer la tarde, aunque el cielo seguía estando azul, Mar García y su amiga Rebeca Méndez charlaban mientras paseaban por el embarcadero del parque de La Solidaritat. De pronto, Mar se detuvo y fijó la mirada en el agua; luego, la miró.

      ―¿Y el Departamento de Informática? ―preguntó.

      Rebeca Méndez sonrió, pero no dijo nada.

      ―¿Qué ocurre? ―dijo Mar.

      ―¿No te lo conté?

      Mar negó con la cabeza.

      ―Una de las primeras medidas que tomó Óliver Segarra fue deshacerse de los tres “intocables” y eliminar el departamento. Ahora se encarga de todo una empresa externa.

      Mar no podía creerse lo que estaba escuchando, ya que, cuando ella trabajaba en Everton Quality, hacían lo que les daba la gana, sin rendir cuentas a nadie.

      ―Eso sí que no me lo esperaba.

      Se produjo un silencio que duró más de lo necesario; entonces Rebeca Méndez lo rompió:

      ―¿Y tú cómo estás? Porque no creo que hayamos quedado para hablar exclusivamente de Everton Quality.

      ―Encontrándome a mí misma ―contestó con una sincera sonrisa.

      Rebeca Méndez no sabía muy bien cómo tomarse esa respuesta.

      ―El trabajo me va bien para no pensar ―prosiguió―. Pero, cuando llego a casa y me quedo sola, los recuerdos florecen, como si volviera a vivir todo lo que pasó por primera vez.

      ―Necesitas tiempo para sanar las heridas.

      A Mar le vino a la mente la última conversación que tuvo con su hermano Xavi.

      ―No sé si eso es lo único que necesito ―repuso.

      Dieron media vuelta y anduvieron lentamente de regreso a casa.

      Eran las ocho de la tarde y el Grupo de Homicidios se encontraba en la sala común de la comisaría de San Feliú.

      Antes de entrar en materia y hablar sobre la declaración de Ismael Muñoz, la cabo Irene Morales les informó de lo que les había contado Ángela Darriba: el edificio había sido comprado por la constructora Lenyr, y lo mejor de todo era que tenían en su poder la fotocopia del contrato de compraventa. Aquella revelación confirmaba, no solo la participación de Ángel De Marco para hacerse con esos edificios, sino un patrón establecido, al menos en dos de ellos.

      Después de que Irene terminase de hablar, el sargento Ruiz explicó cómo le había ido y contó cuáles eran sus impresiones, entre ellas que sería absolutamente necesario localizar a Barack Alabi, antes de que fuera demasiado tarde.

      ―¿Qué sabemos de él? ―preguntó.

      ―Barack Alabi es el cabecilla de una banda criminal que opera en el distrito de Sants-Montjuic ―respondió el agente Eudald Gutiérrez―. Alabi es el mayor de seis hermanos: todos están metidos en el negocio; se dedican al robo de vehículos de alta gama y a su posterior venta en el mercado negro. Tienen fama de ser unos tipos muy duros.

      Aitor Ruiz arqueó las cejas.

      ―¿Antecedentes?

      ―Aunque parezca mentira ―prosiguió Eudald―, todos menos él; y la lista es larga: agresión, atentado contra la autoridad, robo a mano armada, estafa, simulación de delito… El hermano pequeño es boxeador: un mastodonte de casi dos metros de altura llamado Samir, conocido por su mal genio.

      ―¿Se reúnen en algún sitio? ―intervino la cabo Morales.

      Eudald asintió.

      ―Tienen un taller mecánico, desde donde blanquean el dinero de los robos.

      ―¿Por qué no les han cerrado el negocio? ―preguntó el cabo Alberti.

      ―Porque han tenido mucha suerte ―contestó―. Las pruebas no han sido concluyentes, y, además, su abogado cobra cuatro cifras la hora.

      Hubo un silencio.

      ―Bueno, en principio solo iremos a por Barack Alabi ―dijo el sargento Ruiz―. Sus hermanos no nos interesan.

      La última media hora, el Grupo de Homicidios la dedicó para perfilar todos los pormenores del operativo. Gracias a Ismael Muñoz, sabían que Barack Alabi vivía en una calle muy cercana a la estación de autobuses de Sants, y era evidente que en algún momento saldría a la calle para reunirse con sus hermanos. Eso quería decir que también deberían tener vigilado el taller mecánico. Según Ismael Muñoz, Barack Alabi era un tipo de costumbres y no había ni un solo día que no se hubiera pasado por el local; le gustaba tener controlados a sus hermanos, sobre todo al más pequeño, que estaba continuamente metido en peleas.

      El sargento Ruiz consideraba prioritaria la detención de Alabi, y no dudó en repetirlo varias veces durante el transcurso de la reunión. Cuando se quedó solo, estando en su despacho, llamó a la subinspectora Pacheco y le informó debidamente de sus avances. Estaba claro que necesitarían contar con más efectivos. Antes de colgar, ella le dijo que haría las gestiones pertinentes, para que pudiesen recibir el apoyo de sus compañeros del Área Básica Policial de Sants-Montjuic.

      Aitor Ruiz permaneció pensativo un instante. Luego consultó su reloj. Eran las nueve y cuarto. Suspiró, y entonces se acordó de que había quedado con Mónica; se le había ido el santo al cielo. Seguramente estuviera en el restaurante, esperando su llegada.

      Pensó en llamarla, pero, antes de que le diera tiempo, empezó a sonar su móvil.

      ―Hola, Mónica ―contestó rápidamente.

      ―Hemos quedado para cenar, ¿te acuerdas? ―dijo ella.

      Aitor Ruiz recogió sus cosas de la mesa.

      ―Llegaré en unos minutos.

      ―¿Todavía sigues ahí?

      Aitor Ruiz soltó una risita.

      ―Lo siento. Acabo de salir de una reunión.

      Ella se rió.

      ―Pues date prisa o empezaré sin ti.

      Aitor Ruiz le prometió que llegaría enseguida y colgó; luego apagó la luz del despacho, cerró la puerta y se marchó rápidamente de allí. Necesitaba relajarse.

      El jueves por la mañana, tres días más tarde de iniciarse el operativo, el Grupo de Homicidios seguía sin tener noticias de Barack Alabi.

      Aitor Ruiz empezaba a desesperarse. Había agentes controlando el taller mecánico,


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