La cúspide del aire. Sergio Milán-Jerez
y quiera debilitarnos.
―Loco o no, voy a seguir investigándolo hasta que averigüe quién es. Todo esto no me cuadra. La detención de Jósef se produjo en unas condiciones muy extrañas. La policía sabía perfectamente que el coche iba cargado de droga. ¿Cómo podía saberlo? Solo hay una manera: alguien dio el chivatazo. Estoy seguro de que fue la misma persona que habló con Óliver Segarra.
El ritmo cardíaco de Xavi se aceleró, aunque por fuera no diera esa impresión.
―Marek… no te precipites. No tenemos pruebas.
―Pero las tendremos ―repuso―. Y tú me ayudarás a conseguirlas.
La preocupación de Xavi aumentó de forma considerable. Asintió con aire reflexivo.
―Bien ―dijo Marek Sokolof―. Ahora hablemos de “nuestros amigos franceses”.
―Tú dirás.
―Tengo un cliente que no quiere pagar.
―¿Y qué puedo hacer yo para que cambie de opinión?
―Quiero que le hagas entender qué es lo que más le conviene. En otras circunstancias, enviaría a mi hermano. Pero ya sabes que eso es imposible. El hecho de que él esté en la cárcel no debe repercutir negativamente en el negocio. No me lo puedo permitir.
―¿Y cuándo tendría que hablar con él?
―Lleva un par de meses dándome largas. Y no voy a aguantar más: quiero mi dinero esta misma semana.
Xavi seguía preocupado. Nunca había hecho de matón. Las otras veces, siempre le habían pagado sin oponer resistencia. Llegaba al punto acordado, recogía su bolsa o maletín y se largaba por donde había venido, sin más complicaciones.
―Tranquilo ―dijo Marek―, no irás solo.
Eso no lo tranquilizaba.
―¿Quién me acompañará?
Marek Sokolof se rió, sin venir a cuento.
―Es un conductor de primera. Seguro que os lleváis bien.
―¿Lo conozco?
Extrañamente, Marek continuó sin dar más detalles sobre su identidad.
―Esta noche pasará a recogerte a las diez y media. Procura estar preparado. Odia la impuntualidad.
Eran las tres menos cuarto, cuando el sargento Ruiz recibió una llamada proveniente de la comisaría. Aitor Ruiz y su equipo hacía un rato que habían vuelto al trabajo y, en esos momentos, se encontraban en la sala común, buscando pruebas contra Barack Alabi.
―Soy el agente Vázquez ―dijo la voz al otro lado de la línea.
―¿Podemos hablar con Alabi? ―preguntó Aitor Ruiz, esperanzado.
―No exactamente ―respondió.
La esperanza se esfumó de golpe.
―¿Qué ha pasado?
―Su estado ha empeorado.
―¿Cómo?
―Ha empezado a vomitar y, poco después, se ha desmayado.
―¡Mierda!
―Hemos tenido que llamar a Emergencias. Se lo han llevado hace cinco minutos. Los sanitarios nos han dicho que seguramente tengan que hacerle un lavado de estómago.
―¿Por qué me avisas ahora?
―Lo he llamado dos veces, sargento, pero me ha salido el contestador.
Aitor Ruiz apartó el teléfono de su oído y comprobó que fuera cierto. En efecto, decía la verdad.
―Vale ―dijo al cabo de unos segundos―. ¿A dónde lo llevan?
―A Sant Joan Despí.
―Vale ―repitió, intentando mantener la calma―. Supongo que irá acompañado.
―Sí. Un agente iba con él dentro de la ambulancia, y una patrulla los seguía justo detrás. ―Hizo una pausa y añadió―: Lo tendrá difícil si intenta escapar.
Aitor Ruiz dio un suspiro.
―No cantemos victoria antes de tiempo.
―¿Sargento?
―Que no lo pierdan de vista en ningún momento ―contestó―. No sabemos si es una estratagema para darse a la fuga.
El agente mostró su conformidad y colgó.
Aitor Ruiz se levantó de la silla y se volvió hacia la cabo Morales.
―Irene, nos vamos al hospital.
Ella lo miró sorprendida.
―¿Malas noticias?
―Lo sabré cuando lleguemos.
El hospital, en funcionamiento a principios del año 2010, estaba situado a menos de cuatro kilómetros de la comisaría, de manera que el camino se hizo relativamente rápido y llegaron allí en unos veinte minutos. Estacionaron en el aparcamiento público de pago y entraron en el hospital, donde vieron a los tres agentes uniformados que custodiaban a Barack Alabi.
Entonces, se acercaron con paso decidido.
―¿Habéis hablado con alguien? ―preguntó Aitor Ruiz.
―De momento no ―contestó uno de ellos―. Nos han dicho que nos informarían en cuanto pudieran.
―¿Cómo lo habéis visto?
―La verdad es que estaba bastante mal ―dijo otro―. No creo que estuviera fingiendo.
El sargento Ruiz e Irene Morales intercambiaron una mirada.
―Gracias, chicos ―dijo él―. Podéis iros; ya nos encargamos nosotros.
Unos veinte minutos después, mientras aguardaban en la sala de espera, un hombre de mediana edad y regordete, vestido con un traje azul oscuro, entró y caminó directo hacia ellos, como si supiera exactamente con quién debía hablar.
―Soy el abogado de Barack Alabi.
Ellos se identificaron.
―Qué rápido ha venido ―le dijo Aitor Ruiz, mostrándose desconfiado.
Él sonrió.
―Quiero comprobar si la detención de mi cliente se ha realizado con todas las garantías.
―Pues claro que sí ―respondió Aitor Ruiz.
―Su detención se produjo a las diez de la mañana, y no ha sido trasladado a un hospital hasta bien entradas las tres del mediodía. ¿Estoy en lo cierto, sargento?
―Sí, pero…
―O sea que, durante unas cinco horas, a mi cliente se le ha denegado su derecho a tener asistencia médica. Me parece excesivo, sargento.
―¡No ha pasado de esa manera!
―¿Puede decirme por qué han tardado tanto en traerlo hasta aquí?
―No ha habido ninguna irregularidad ―contestó, entre el asombro y la vergüenza―. Como a todos los detenidos, se le informó de que tenía derecho a visitarse con un médico, si lo deseaba, pero se negó en redondo.
―Quizá mi cliente no estaba en sus cabales para decidir por él mismo, ¿no lo ha pensado?
―¿Eso va a decir en el juicio? ―replicó el sargento Ruiz, visiblemente molesto. Acto seguido, se acercó a él y le dijo en voz baja al oído―: Su cliente secuestró, golpeó y torturó a una mujer durante tres días. Así que no me venga con tecnicismos.
Irene Morales le puso la mano en el hombro a Aitor Ruiz, para que la cosa no pasara a mayores.
―Bueno,