La cúspide del aire. Sergio Milán-Jerez
el que disfrutaba. Además, le venía bien hacerlo, se apuntaba la talla y, cuando llegaba a casa, se metía en internet y hacía uso de la tarjeta.
Aunque ese día tenía otra idea en la cabeza.
Cuando dejó a su amiga en las escaleras de la parada del metro de Plaza Cataluña, delante del Café Zurich, Mar caminó calle arriba, se metió en un aparcamiento y, poco después, salió conduciendo su coche, con las ventanillas bajadas.
Tardó un rato en llegar a la Avenida Diagonal, y unos cinco minutos más en atravesarla, para llegar hasta Les Corts. Condujo por las callejuelas adyacentes del Parque de Cervantes y, cuando consiguió estacionar el coche, anduvo decidida unos cientos de metros y se detuvo delante de un edificio de alto standing. Contuvo la respiración; luego, cruzó el paso de peatones y se metió en el portal, aprovechando que la puerta estaba medio abierta.
El recibidor estaba desierto, así que, sin pensarlo demasiado, atravesó el amplio vestíbulo y subió al ascensor; pulsó la quinta planta y, escasos segundos después, ya se encontraba fuera, en el pasillo, donde había únicamente dos puertas.
Antes de dar un paso, se mantuvo pensativa, como si no estuviera muy segura de lo que estaba a punto de hacer.
Echó un último vistazo al ascensor y caminó hasta plantarse en la puerta del fondo del pasillo; llamó una sola vez y aguardó; poco después, se abrió y apareció ante sus ojos Artur Capdevila, realmente sorprendido, tanto que no articuló ninguna palabra.
―Hola, Artur ―dijo ella, con una extraña sonrisa dibujada en su rostro.
Capítulo 6
El sábado por la mañana, el Grupo de Homicidios ―excepto el sargento Ruiz, que cuidaba de su hija― aguardó fuera de una casa de apuestas de Gracia. El día anterior, Eudald Gutiérrez recibió un soplo, informándole de que Cedrik Weinman, de veintiocho años, la persona que había alquilado el todoterreno, un Volvo CX60, se pasaría por allí, como venía haciendo cada semana desde hacía un par de años.
Según el confidente, Weinman nunca faltaba a la cita. Entraba, saludaba en español con su marcado acento alemán, se metía en el despacho del dueño del establecimiento y salía por la parte de atrás con una bolsa cargada de dinero. No había que ser muy listo para darse cuenta de que, una de dos, el dueño y Cedrik Weinman hacían tratos de dudosa legalidad, o directamente estaba siendo extorsionado por él.
Por suerte para los investigadores, las dos salidas estaban cubiertas. En el interior, una treintena de personas, en su mayoría hombres, jugaba a la ruleta y al póker, así como otras probaban suerte en las apuestas deportivas. Los agentes Eudald Gutiérrez y Joan Sabater entraron y se mezclaron con la multitud, para disimular; se sentaron delante de unas máquinas tragaperras y se mantuvieron expectantes.
La cabo Morales se encontraba en el portal que estaba justo al lado de la puerta principal, con el teléfono móvil en la mano, por si acaso tenía que pedir refuerzos. Cristian Cardona estaba de pie, frente a la puerta, haciendo como si estuviera hablando por teléfono.
En la parte posterior, Lluís Alberti miraba con atención los movimientos que se iban produciendo en el otro acceso. Sin embargo, en el rato que llevaba, solo había visto un par de veces a un chico salir y tirar la basura en el contenedor. Aina Fernández observaba al cabo desde la distancia. Alguna que otra vez intercambiaron una mirada. A ella le parecía que el cabo Alberti hubiera preferido estar en otro sitio: su cara era todo un poema; y eso que todavía no llevaban ni una hora.
Durante los siguientes cuarenta minutos todo permaneció igual. Pasaron otros veinticinco minutos y el reloj marcó las once y media en punto.
Entonces, cuando todo parecía entrar en una inoportuna fase de anquilosamiento, un hombre con gorra y gafas de sol entró por la puerta principal.
Irene Morales llamó al cabo Alberti, advirtiéndole de que el posible objetivo acababa de entrar; éste, a su vez, se volvió hacia Aina Fernández y le hizo un gesto con la cabeza; ella entendió su significado y tomó posiciones, quedándose a una distancia prudencial de la puerta trasera.
Dentro de la casa de apuestas, Eudald Gutiérrez y Joan Sabater se pusieron de pie.El hombre pasó por su lado y saludó al camarero. Indudablemente era Cedrik Weinman.
Ambos escrutaron sus pasos para ver qué haría a continuación. Y en realidad, fue todo muy previsible: caminó hacia el final de la sala, dobló la esquina y desapareció de su campo de visión.
Los agentes Gutiérrez y Sabater caminaron hacia donde se encontraba Weinman, y se escondieron en el baño de caballeros, que, casualmente, estaba al principio del pasillo. Desde su posición, observaron que el tipo abría una puerta que había a mitad del pasillo y cerraba con rapidez.
Joan Sabater llamó a la cabo Morales.
―Weinman acaba de entrar en una sala. ¿Qué hacemos?
―Dadle tiempo. Si sale por detrás, lo detendremos.
―Vale.
Tras unos minutos, Cedrik Weinman salió al pasillo con una bolsa de deporte en la mano y caminó a paso ligero hacia el otro lado sin mirar atrás. Allí había una puerta que daba al exterior.
En cuanto salió, anduvo hacia el lado izquierdo de la calle. Entonces escuchó una voz que dijo en voz alta:
―¿Cedrik Weinman?
Él hizo caso omiso y aceleró la marcha.
―¿Cedrik Weinman? ―repitió el cabo Alberti, esta vez con un tono de voz más grave―. ¡Mossos d’Esquadra! ¡Deténgase!
Él se volvió un momento para mirarlo.
Aina Fernández, que estaba en el otro lado, caminó a paso rápido, con el arma reglamentaria en la mano, y se interpuso en su camino. Weinman intentó forcejear con ella, pero Aina se lo impidió. Lo tiró al suelo y le inmovilizó un brazo. Luego, Lluís Alberti corrió para ayudarla y, juntos, le quitaron la bolsa y lo esposaron. Sin perder tiempo, lo levantaron, lo llevaron hasta el coche y le metieron en el asiento posterior. Poco después, el Grupo de Homicidios se reunió alrededor del coche.
Lluís Alberti abrió la bolsa y, en efecto, vio que había dinero, mucho dinero.
―Por lo menos hay diez mil euros ―dijo, mirando al agente Gutiérrez.
Él esbozó una ligera sonrisa.
―Puede que a veces mi fuente se equivoque, pero esta vez ha dado en el clavo.
La cabo Morales miró al detenido y luego dijo:
―Tenemos que tomar declaración al dueño de la casa de apuestas, y al resto de trabajadores.
Lluís Alberti hizo un gesto de aprobación.
―Bien, nosotros llevaremos al detenido a comisaría. En cuanto llegue, informaré al sargento.
Ella asintió.
Posteriormente, se separaron. El cabo Alberti y los agentes Aina Fernández y Cristian Cardona se montaron en el coche y se alejaron; el resto del grupo cruzó al otro lado de la calle y se dirigió de nuevo a la casa de apuestas.
Raquel estaba muy enfadada. Finalmente, aquello que tanto temía acabó sucediendo. Se suponía que Xavi se había convertido en el número dos dentro de la organización. ¿Por qué no podía encargarse alguien de rango más bajo? Y, además, ¿cómo podía habérsele ocurrido a Marek la brillante idea de que fuera acompañado por Ánder Bas? No comprendía el modo en que estaba tomando las decisiones.
“Por poco me lo matan”, pensó mientras el doctor examinaba a Xavi, que estaba estirado sobre una camilla.
Los tres se encontraban en una habitación de la casa. El doctor hacía veinte minutos que había llegado. La pequeña Nora estaba durmiendo en la habitación contigua.
Verdaderamente, Raquel quería que Xavi dejara atrás esa mala vida y se dedicase en cuerpo y alma a la mensajería. Ése era su mayor