La cúspide del aire. Sergio Milán-Jerez

La cúspide del aire - Sergio Milán-Jerez


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colgó, Cedrik Weinman aceleró el paso.

      Unos metros más arriba de la cuesta, Aina Fernández y Joan Sabater se miraron y decidieron caminar más rápido, para no perder a su objetivo. Después de recorrer ciento cincuenta metros, vieron cómo Cedrik Weinman cruzaba el paso de peatones.

      ―¿Adónde coño irá con tanta prisa? ―se preguntó Joan Sabater en voz alta.

      Aina no dijo nada. Aunque vio un coche negro demasiado solitario, un Chrysler 300C, con unas impactantes llantas oscuras.

      Cedrik Weinman iba directo hacia el vehículo.

      Mientras cruzaban la calle, Aina sacó el móvil de su bolsillo y lo encendió. Sin tiempo que perder, y con cierto disimulo, comenzó a hacer fotos sin parar.

      En efecto, Cedrik Weinman subió al coche.

      Cuando el Chrysler aceleró, Joan Sabater miró a su compañera. Estaba trasteando su teléfono móvil.

      ―¿Has conseguido fotografiar la matrícula?

      Ella asintió sin levantar la vista de la pantalla.

      ―Sí, ¡y no creerás quién era el conductor!

      Joan Sabater quería saberlo. ¿A qué esperaba para decírselo?

      ―¿Lo conocemos?

      Ella amplió la fotografía que había en la pantalla y se la mostró.

      ―Claro que lo conocemos. Era Lucas Heredia, el abogado de Ángel De Marco.

      Joan Sabater se quedó perplejo, mientras observaba con detenimiento la imagen.

      Diez días después del incidente, Xavi García volvió al trabajo. Todavía tenía el cuerpo dolorido, pero los nervios estaban pudiendo con él. Necesitaba entrar en la mensajería y ver que todo iba sobre ruedas. Por supuesto, confiaba en que Artur estaría haciendo bien su trabajo y no dejaría que los mensajeros hicieran de las suyas, como un tiempo atrás.

      En cuanto entró por la puerta, el recepcionista se levantó de su asiento y se le acercó para saludarlo y estrecharle la mano. Había dos clientes esperando, sentados en los sillones de la sala de espera.

      Xavi le preguntó si Artur estaba en el despacho. El recepcionista le respondió afirmativamente y, luego, se puso a atender a los clientes. Entonces, él cruzó la sala, abrió la puerta y pasó al otro lado; subió las escaleras, caminó por el pasillo y entró en el despacho. Artur estaba sentado a la mesa, escribiendo en el portátil.

      Cuando cerró la puerta tras de sí, Artur levantó la mirada.

      ―¡Dichosos los ojos! No te esperaba hasta mañana.

      ―Hola, Artur.

      ―¿Cómo te encuentras?

      Xavi caminó unos pocos pasos y se sentó en la silla que estaba vacía, delante de él.

      ―Como si me hubieran dado una paliza ―contestó.

      Artur sonrió.

      ―Es que te han dado una paliza.

      Xavi también sonrió.

      ―Por eso mismo lo digo.

      Luego, comenzaron a hablar de temas más serios y, cuando llevaban media hora de conversación, Artur sacó a colación la visita de Mar del otro día.

      ―¿Cómo que ha estado en tu casa? ―preguntó Xavi.

      ―Se presentó el mismo día que tú te fuiste a Francia.

      Xavi se mostró incrédulo.

      ―¿Y qué cojones le has dicho?

      ―La conozco desde que era pequeña. Siempre me he llevado bien con ella.

      ―¡Artur, no me jodas!

      ―No soy gilipollas ―se apresuró a decir―. No le he dicho que tú participaste en el secuestro de John Everton. Pero creo que, tarde o temprano, lo averiguará.

      Xavi tragó saliva. Artur prosiguió:

      ―Tenías razón: está obsesionada.

      Xavi dejó aflorar su inquietud.

      ―Obsesionada y armada… Eso es una mala combinación.

      Artur se encendió un cigarrillo.

      ―Siéntate a hablar con ella y explícale lo que pasó. ―Le dio una calada y exhaló el humo―. Recuerda que no tuviste elección.

      ―No estoy seguro de que pueda llegar a entenderlo.

      ―Si no lo intentas…

      Xavi enarcó las cejas y guardó silencio durante unos segundos.

      ―Nuestra madre pondría el grito en el cielo si levantara la cabeza ―dijo―. Creo que se pondría de su lado, y en el fondo, yo también lo haría.

      ―Xavi…

      ―La he decepcionado, Artur.

      Él se terminó el cigarrillo y lo tiró al cenicero.

      ―Hemos trabajado duro para llegar hasta aquí; ¿o no te acuerdas? Pasamos momentos muy jodidos. Como aquella vez que estuvieron a punto de lincharnos. El sirio nos estafó y tuvimos que vender toda su mercancía. Aquella mierda parecía una rueda de camión. No sé ni cómo no nos dimos cuenta.

      Xavi asintió.

      ―Nos lo tragamos.

      ―¡Vaya si lo hicimos! ―afirmó Artur―. Pero ahora ese malnacido se lo piensa dos veces antes de intentar jodernos.

      ―Nos respeta.

      ―Exacto. Si quieres que Mar vuelva a respetarte, entonces tendrás que convencerla de que te obligaron.

      Xavi no lo veía tan simple como eso.

      ―Me da miedo cómo pueda reaccionar.

      ―Pues… si se entera por otra persona, me parece que el impacto será todavía mayor.

      Xavi no hizo ningún comentario. Entonces se impuso un incómodo silencio. Artur tenía que darle una mala noticia y no podía esperar más, así que dijo:

      ―Hay otra cosa que tienes que saber: Barack Alabi ha sido detenido.

      Xavi desvió la mirada hacia el suelo y pensó en lo que se le venía encima.

      A las once menos cuarto de la noche, Mar García decidió dar una vuelta en coche por Cuatro Plantas, el barrio chabolista castigado por la droga, donde la policía se resistía a entrar. Cuando pasó por delante de unos niños, éstos empezaron a gritarle y a tirarle piedras; ella subió las ventanillas y contuvo la respiración. Más adelante, se detuvo frente a un edificio rojo de cuatro plantas. Encima de la acera, había estacionados varios coches de alta gama.

      “Parece el cuartel general de un narcotraficante”, pensó.

      Y razón no le faltaba, era, ni más ni menos, que la casa de Marek Sokolof, aunque ella no lo sabía. Aun así, Mar era consciente de que su hermano trapicheaba hachís con tipos que vivían en ese barrio, y como las malas lenguas daban cuenta de que algunos de esos indeseables podrían estar metidos en el “negocio de los secuestros”, creyó conveniente que era hora de investigar por su cuenta. Por suerte para ella, trajo una libreta y un bolígrafo.

      No se atrevió a hacer ninguna foto, pero sí apuntó el modelo y el número de la matrícula de los vehículos que tenía enfrente. Después, maniobró para dar la vuelta, antes de que alguien se percatara de su presencia, y condujo despacio, a sabiendas de que volvería a ver a esos renacuajos. Respiró tranquila; ellos seguían allí, pero también sus mayores, y no permitieron que la agredieran de nuevo.

      Regresó a la carretera y puso la radio. En ese momento, empezaba


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