La cúspide del aire. Sergio Milán-Jerez

La cúspide del aire - Sergio Milán-Jerez


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por su preocupación. ―A continuación, añadió tímidamente―: Ya me las arreglaré.

      Él asintió.

      ―Claro. ―El doctor recogió sus cosas y volvió a dirigirse a Xavi―. Recuerde lo que le he dicho: reposo absoluto. Y nada de celebraciones locas con los amigos. ―Bromeó intentando quitar hierro al asunto―. Ya sabemos todos como acaba eso.

      Xavi no sabía si reír o llorar; el dolor era insoportable cada vez que respiraba.

      ―Lo tendré en cuenta, doctor.

      Él volvió a asentir, y entonces Raquel lo acompañó hasta la puerta.

      ―Gracias por todo, doctor.

      ―Llámeme para lo que necesiten ―dijo. Abandonó la vivienda silenciosamente y se encaminó hacia el ascensor.

      Raquel cerró la puerta y regresó con Xavi, que tenía mala cara.

      ―Ya has oído al doctor ―dijo―. Esta semana toca estar en casa. No hay nada más que hablar.

      Xavi hizo una mueca. Aún no había hablado con Marek Sokolof acerca de lo ocurrido, y tampoco tenía el ánimo suficiente para enfrentarse a él, porque seguramente que se enfadaría, y mucho. Aunque, en esos momentos, pensándolo fríamente, le daba igual.

      Marek solo pensaba en enriquecerse y en expandir su imperio criminal. Ni siquiera hablaba de su hermano Jósef en las reuniones, si no era para sacar a relucir la despreciable figura de la rata”. Era un hombre difícil y apático, y parecía como si no tuviera un corazón latiéndole dentro de su pecho.

      ―¿Puedes acercarme el móvil? ―le pidió―. Me gustaría hablar con Artur.

      Raquel lo cogió ―estaba encima de un pequeño mueble de almacenaje― y se lo entregó.

      ―Voy a ver cómo está la pequeña ―dijo.

      Xavi asintió con una sonrisa y, con cuidado, marcó el número de su amigo. Raquel se dio la vuelta y abandonó la habitación.

      El cabo Lluís Alberti aguardó pacientemente en la minúscula sala donde se iba a llevar a cabo la toma de declaración del detenido, Cedrik Weinman, mientras repasaba unos apuntes de su libreta. En ese momento, el detenido entró en la sala, acompañado de dos policías uniformados, y tomó asiento. En cuanto se quedaron solos, Lluís Alberti le informó por escrito sobre los motivos de su arresto ―por una parte, era sospechoso de haber matado a dos agentes de la autoridad; por la otra, había intentado agredir a la agente Aina Fernández― y, posteriormente, se dispuso a empezar el interrogatorio.

      Como el tiempo apremiaba, no se anduvo con rodeos.

      ―¿Dónde está el doctor Abdul Abbas? ―preguntó.

      Cedrik Weinman se rascó la cabeza.

      ―No conozco a ese hombre.

      ―Sabemos que usted alquiló el todoterreno que fue usado para interceptar el vehículo policial que custodiaba al doctor Abdul Abbas. Esa noche, dos compañeros nuestros fueron asesinados a sangre fría a manos de dos hombres que portaban sendos fusiles AK-47.

      Cedrik Weinman se mostró impasible.

      ―¿Es un delito alquilar un coche? Creo recordar que me lo robaron.

      Lluís Alberti soltó una risita irónica.

      ―¿Se piensa que voy a creerme que fue víctima de un robo?

      ―Usted es libre de pensar lo que quiera.

      ―Tampoco le sonará la empresa “Credit Galiley”, de la que usted es administrador, ¿verdad?

      ―Veo que me han investigado.

      Lluís Alberti asintió.

      ―Hemos intentado localizar su oficina, pero nos ha resultado imposible encontrarla.

      ―Me gusta moverme de aquí para allá. Soy una persona muy inquieta.

      El cabo Alberti se lo quedó mirando fijamente.

      ―Por curiosidad, ¿puede explicarme cómo funciona su empresa? Tengo entendido que ha recibido varias denuncias de clientes descontentos.

      ―Yo no diría eso.

      ―Ah, ¿no? Todos ellos coinciden en lo mismo: al principio, ustedes son muy serviciales, resolviendo todas las dudas que uno pueda tener. Pero, en cuanto reciben la transferencia por sus supuestos servicios de gestoría, misteriosamente dejan de responder a los correos electrónicos.

      Cedrik Weinman no vaciló.

      ―¿Y esto tiene relevancia por…?

      ―Por su credibilidad ―señaló Lluís Alberti.

      ―Me están acusando de haber participado en el asesinato de dos agentes de los Mossos d’Esquadra por el simple hecho de haber alquilado un todoterreno. ¿Sabe cuántos robos de coches se producen al año en Barcelona?

      Lluís Alberti meneó la cabeza sin poder creer lo que estaba escuchando.

      ―¿Y por qué no lo denunció? Tenemos constancia de que tampoco avisó a la empresa que alquiló el coche.

      Cedrik Weinman hizo una mueca.

      ―Tenía que haberlo hecho, pero no lo hice. Supongo que se me pasaría.

      De repente, Lluís Alberti endureció el rostro.

      ―¿Dónde estuvo esa noche, señor Weinman?

      ―¿Y cómo quiere que me acuerde? Han pasado varios meses de aquello.

      ―Entonces, ¿no tiene una coartada para ese día?

      ―Yo no he dicho eso. ―Se quedó pensando unos segundos y luego dijo―: Sí, ahora me acuerdo. Estuve toda la noche jugando al póquer en Winner Pass.

      ―¿La casa de apuestas?

      ―Sí.

      ―¿Alguien puede corroborarlo?

      ―Todos los trabajadores ―contestó con tono tajante.

      Lluís Alberti hizo unas anotaciones en su libreta.

      ―¿Y qué puede decirme de los nueve mil setecientos cincuenta euros que hemos encontrado en su bolsa? ―preguntó―. Es una cantidad importante de dinero para llevar encima.

      ―¿Usted nunca ha dejado dinero a un amigo?

      ―Sí ―contestó―. Pero no casi diez mil euros.

      ―Yo soy muy generoso, cabo Alberti.

      Hubo un silencio.

      Alberti apuntó esa última frase; le pareció ingeniosa.

      ―Dice que esa noche estuvo en Winner Pass.

      ―Hasta que cerró el local.

      ―Tenemos dos testigos que afirman haber visto a tres hombres montados en el Volvo que usted alquiló: el conductor y otros dos que, como le he dicho antes, abrieron fuego contra nuestros compañeros.

      ―Ya le he dicho que yo no estuve allí.

      ―Entonces, ¿no le importaría pasar por una rueda de reconocimiento?

      ―En absoluto. Aunque dudo que sus testigos hayan podido ver el rostro de esos hombres con claridad.

      Lluís Alberti arrugó el entrecejo, irritado.

      ―¿Cómo puede estar tan seguro?

      ―Según usted, ese desgraciado crimen ocurrió de noche. Podrían haber visto a cualquiera.

      ―Ya veremos ―repuso el cabo Alberti; luego se levantó y salió de la sala.

      Aina Fernández y Cristian Cardona aguardaban en la sala común de Homicidios.


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