La cúspide del aire. Sergio Milán-Jerez

La cúspide del aire - Sergio Milán-Jerez


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dice que estuvo? ―preguntó Cristian Cardona.

      ―En Winner Pass ―contestó―. Aunque también sabe que el visionado de las grabaciones se destruyen pasados quince días. Aunque quisiéramos, no podríamos comprobarlo.

      ―¿Y los trabajadores de la casa de apuestas? ―preguntó Aina Fernández―. Me imagino que algo tendrán qué decir…

      El cabo Alberti asintió.

      ―Se supone que ellos son su coartada. Llamaré a la cabo Morales. Espero que sigan allí. ―Se llevó la mano al bolsillo y cogió el teléfono móvil; acto seguido, se alejó un poco e intentó ponerse en contacto con ella; afortunadamente, tardó un par de tonos en contestar.

      Fue entonces cuando el cabo Alberti le explicó cómo había ido el interrogatorio con Cedrik Weinman. Ella escuchaba sin perder detalle, apoyada en su coche. Joan Sabater y Eudald Gutiérrez aguardaban de pie en la acera, a pocos metros, hablando entre ellos.

      ―Volveré a entrar a Winner Pass ―dijo Irene Morales tras permanecer un rato callada―. Aprovechando que estamos en la ciudad, pediré a los chicos que localicen a los testigos.

      ―Me parece bien ―dijo Lluís Alberti al otro lado de la línea.

      Unos instantes después, colgaron el teléfono.

      Alrededor de las dos menos cuarto del mediodía, Mar García atravesó la Ronda de Dalt, en dirección a Barcelona, y se desvió en la salida 7, que daba entrada a Sant Gervasi-La Bonanova, un barrio modernista de clase acomodada que se extendía hasta la colina de la montaña del Tibidabo. Como buena conductora, esperó a que el semáforo cambiase de color y bordeó la glorieta que se encontró de frente.

      Al cabo de unos minutos, había estacionado el vehículo y caminaba hacia la entrada del cementerio, con un ramo de flores en la mano. En ese momento, el corazón le latía con más fuerza de lo habitual.

      Cuando llegó a la lápida de Brian Everton, un intenso sofoco recorrió todo su cuerpo. Sobre ella, había un ramo de rosas azules, que tenía una nota que rezaba: Para el mejor sobrino del mundo”. Se notaba que lo habían colocado recientemente, puesto que la lápida estaba limpia y aseada.

      Se sentó frente a la lápida y, con la mano que tenía libre, acarició la inscripción grabada con su nombre. Luego, estuvo mirándola unos diez minutos en completo silencio, hasta que empezó a desahogarse en voz alta:

      ―Oh, Brian. Nos han quedado tantas cosas por hacer, tantas cosas por compartir, que… ―Tragó saliva―. Lo encuentro tan injusto. Todavía no entiendo por qué estás aquí y no conmigo. No logro comprenderlo, pequeño. ―Hizo una pausa―. Lo nuestro fue un amor intenso, ¿verdad? Recuerdo que al principio estabas a la defensiva, porque decías que no querías enamorarte. Tiene gracia, ¿no crees? En el amor no hay reglas impuestas, uno siente lo que siente y se deja llevar; así es cómo yo lo veo. ―Unas lágrimas brotaron de sus ojos―. Lo peor es que tengo que seguir con mi vida, y a veces no sé cómo hacerlo. Siento que estoy perdida. ―Respiró profundamente―. Creo que no podré pasar página hasta que sepa la verdad. ¡Necesito saberla!

      Mar dejó el ramo de flores sobre la enorme lápida y se levantó.

      ―Te lo prometo ―dijo―: Haré todo lo que esté en mi mano para honrar tu memoria. ―Se pasó las manos por la cara y se secó las lágrimas―. Y ahora, he de irme, pero no creas que no volveré a verte.

      Hizo otra respiración profunda.

      Acto seguido, tocó la lápida por última vez y susurró:

      ―Cuídate mucho.

      Joan Sabater y Eudald Gutiérrez recorrieron la calle de Lepanto y siguieron su camino por la calle de Aragón. Al volante estaba el agente Sabater, que no apartaba la mirada de la carretera. Cuando traspasaron el cruce de la Avenida Diagonal, Sabater le preguntó a su compañero:

      ―¿Te acuerdas de dónde vivía la pareja?

      ―Me parece que cerca de la Plaza Tetuán. Creo que tengo el número de teléfono de ella.

      ―¿Vas a llamarla?

      Eudald Gutiérrez permaneció unos segundos en silencio mientras buscaba el número en la agenda; cuando lo encontró, levantó la cabeza y miró a su compañero.

      ―Creo que será lo mejor ―respondió.

      Continuaron por el Paseo de San Juan y se detuvieron en una calle aledaña a la plaza. Cuando se apearon del vehículo, Eudald llamó por teléfono.

      ―¿La señora Sandra Laguna? ―preguntó al escuchar una voz de mujer al otro lado de la línea―. Soy el agente Gutiérrez, del Grupo de Homicidios de la Región Policial Metropolitana Sur. ―Se oyó unos golpecitos y luego una voz masculina, que se elevaba como si estuviese conversando con ella―. ¿Me oye?

      De repente, la voz masculina se calló y el teléfono se quedó sin línea.

      Joan Sabater vio la cara de sorpresa de Eudald, y le hizo un gesto para que le explicara qué estaba pasando.

      ―Qué extraño ―dijo él―. Se ha cortado.

      ―Prueba otra vez.

      Eudald asintió. Entendía que aquello no era normal. Así que llamó por segunda vez… pero el teléfono estaba apagado o fuera de cobertura.

      ―Vamos a hacerles una visita a su casa. Tengo la sensación de que no quieren hablar con nosotros.

      Se pusieron en marcha, sin pestañear.

      Unos minutos después, se detuvieron ante un edificio que tenía unos ventanales de cristal en forma de cilindro, que sobresalían un poco de la pared exterior.

      ―Tiene que ser aquí ―dijo Eudald.

      Joan Sabater se alejó unos metros y miró hacia los balcones, para ver si alguien se asomaba. Eudald Gutiérrez llamó al timbre.

      La pareja vivía en un segundo piso. Cuando Eudald llamó por tercera vez, Sandra Laguna se asomó con mucho sigilo, para no ser descubierta, pero ya había sido vista por el agente Sabater. Ella vio que éste le hacía un gesto con la mano para que abriese la puerta de la calle.

      No le quedaba más remedio que colaborar.

      Se dio la vuelta, entró dentro y segundos después la puerta se abrió.

      Ambos subieron deprisa por las escaleras hasta el segundo piso, donde aguardaba Sandra Laguna con la puerta abierta.

      ―Buenas tardes, agentes ―saludó.

      ―Buenas tardes ―saludaron ellos al unísono.

      A continuación, Eudald le preguntó:

      ―¿Va todo bien?

      Ella asintió con cierto nerviosismo.

      ―Sí, muy bien. ¿Les apetece pasar?

      ―En realidad, venimos a hablar con ustedes ―dijo Joan Sabater con seriedad.

      En silencio, ella se apartó y los dos policías accedieron a la vivienda. Luego, cerró la puerta y los tres caminaron hacia el comedor.

      ―¿Dónde está su marido? ―preguntó Eudald Gutiérrez.

      ―Está en el lavabo; ahora saldrá. ¿Quieren sentarse?

      Joan Sabater echó una mirada rápida al pasillo. Eudald Gutiérrez respondió por los dos:

      ―Estamos bien, esperaremos de pie a que salga.

      Un minuto después, Asier Iriondo apareció en el comedor, vestido con una camiseta negra del grupo Mägo de Oz. Llevaba una venda en el brazo derecho, algo que no pasó desapercibido para ellos.

      ―Hola, señores ―dijo―. ¿Qué podemos hacer por ustedes?

      ―¿Qué le ha pasado? ―respondió


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