La cúspide del aire. Sergio Milán-Jerez

La cúspide del aire - Sergio Milán-Jerez


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minutos más tarde, el sargento Aitor Ruiz entró por la puerta con una carpeta bajo el brazo. Tenía una expresión sosegada, pero, a la vez, denotaba una gran concentración.

      Tomó asiento y le dijo:

      ―Volvemos a encontrarnos, señor Muñoz.

      Él se puso serio.

      ―Pensaba que no tendría que volver a pasar por esto ―manifestó con exasperación.

      ―Como le dije la otra vez, cabía la posibilidad de que volviese a ser citado para hablar con nosotros, y así ha sido.

      Él asintió con la cabeza sin decir una sola palabra.

      Aitor Ruiz lo analizó con la mirada.

      ―Muy bien, voy a tomarle declaración ―dijo al fin.

      Ismael Muñoz sintió una punzada en la boca del estómago.

      ―De acuerdo.

      El sargento Ruiz fue directo al grano.

      ―¿Conoce a Jósef Sokolof?

      ―No. Conozco a mucha gente, pero nunca había oído hablar de ese nombre.

      “Empiezas mal”, pensó Aitor Ruiz.

      ―¿No? Entonces, ¿puede explicarme qué hacía con él en Colliure, un pueblo del sureste de Francia?

      Ismael Muñoz estuvo a punto de atragantarse.

      ―¿Cómo dice?

      El sargento abrió la carpeta, sacó un puñado de fotografías y las fue extendiendo sobre la mesa, de manera que Ismael Muñoz pudiera verlas con claridad.

      ―Como ve, no hay ninguna duda.

      Ismael Muñoz se pasó la mano por la frente, dando síntomas de nerviosismo.

      ―Ya lo veo. Pero…

      ―¿Qué tiene que decirme ahora?

      ―No… no puedo ayudarle.

      ―Mire, Ismael, sabemos que Jósef Sokolof es un importante narcotraficante, que actualmente está cumpliendo una larga condena en prisión. Sus principales operaciones están relacionadas con el tráfico de hachís, la extorsión y el secuestro.

      Ismael Muñoz volvió a mirar las fotografías, luego dejó escapar un largo suspiro.

      ―Hemos hablado con su jefa ―le hizo saber el sargento―, y nos ha confirmado que no dispone de ningún inmueble en Francia, por lo que deducimos que su encuentro no fue casual ni tampoco para cerrar un acuerdo comercial.

      Ismael Muñoz se mostró dubitativo.

      ―Quizá nos equivoquemos ―prosiguió―, pero sospechamos que usted alquiló un edificio a Jósef Sokolof, concretamente el edificio donde encontraron muerto a John Everton. ¿Se acuerda? Eso le convertiría en cómplice de asesinato.

      ―Vamos a ver…

      ―Explíqueme qué relación guarda con él.

      Ismael Muñoz se levantó.

      ―Si se enteran de que estoy hablando con la policía… si se enteran de que estoy aquí… me matarán.

      Aitor Ruiz se sorprendió al escuchar esas palabras.

      ―Haga el favor de sentarse.

      Ismael Muñoz respiró hondo y volvió a su asiento.

      ―¿De quién habla? ―preguntó el sargento Ruiz.

      Ismael Muñoz no sabía qué decir.

      ―¿Alquiló ese edificio a Jósef Sokolof?

      Ismael Muñoz meneó la cabeza en señal de negación.

      ―No. A él lo conocí poco después.

      ―Entonces, ¿a quién se lo alquiló?

      ―A veces me gano un sobresueldo, dejando que otros ocupen los inmuebles que tenemos libres, durante un corto período de tiempo. Pensaba que era un buen negocio… Yo no sabía que iban a matar a nadie.

      ―¿A quién se lo alquiló? ―repitió.

      ―No lo sé.

      Aitor Ruiz soltó un bufido irónico.

      ―¿No lo sabe?

      ―Siempre actúo a través de un intermediario. No quiero saber nada de nombres.

      ―O sea que, lo que pase en esos inmuebles, no es de su incumbencia.

      ―Así es. Yo proporciono un servicio. Lo único que me interesa es cobrar mi parte del dinero.

      ―Ya… ―Aitor Ruiz comprendió lo miserable que podía llegar a ser una persona. El tipo que tenía enfrente había demostrado que su escala de valores estaba por los suelos―. Dígame el nombre de ese intermediario.

      ―¿Quiere que me maten?

      ―Quiero saber la verdad. Por lo que a mí respecta, lo único cierto es que una persona murió a balazos en un edificio que fue alquilado por usted, a escondidas de su jefa.

      ―Le repito que yo no sabía…

      ―Pase lo que pase ―le cortó―, será acusado de cómplice de asesinato.

      Ismael Muñoz estaba muy tenso.

      ―Está bien, está bien. ―Tragó saliva―. Se llama Barack Alabi. Vive en Sants, cerca de la estación de autobuses.

      Aitor Ruiz cogió el bolígrafo y apuntó ese nombre en la libreta, después lo miró fijamente.

      ―Y ahora volvamos a Jósef Sokolof. ¿Cómo se conocieron?

      Ismael Muñoz le aguantó la mirada, bajo una extraña sensación pesarosa, como si hubiese sabido desde siempre el destino que le aguardaba.

      Irene Morales y Cristian Cardona se habían desplazado hasta unos apartamentos de alquiler de Gavá, situados en primera línea de playa. Estaban sentados en un sofá mientras escuchaban atentamente a la mujer de unos cuarenta y cinco años y pelo corto que se sentaba frente a ellos.

      ―Será difícil que mi madre pueda hablar con ustedes. Su situación es… complicada.

      Los dos investigadores mostraron sorpresa.

      ―¿Por qué? ―preguntó la cabo Morales.

      ―Mi madre tiene ELA: Esclerosis Lateral Amiotrófica.

      ―Vaya, lo siento ―dijo Irene, visiblemente afligida.

      ―Hace tres años que vive conmigo ―continuó hablando la mujer―. Yo me encargo de cuidarla, y un fisioterapeuta viene dos veces por semana.

      ―¿Cuándo fue diagnosticada de… de ELA? ―preguntó Irene con prudencia.

      La mujer respiró hondo y suspiró resignada.

      ―Hace tres años y medio, a mediados de diciembre de 2008. Hoy por hoy, mi madre se encuentra en una fase de desarrollo de la enfermedad. No tiene movilidad en las piernas, el habla empieza a verse afectada y hemos tenido algún caso aislado de atragantamiento.

      Irene Morales asintió.

      ―Sabemos que su madre fue una de las modistas más importantes de la década de los ochenta en Cataluña. ¿Cómo vivió la desgracia de tener que cerrar el taller?

      ―Imagínese… la alta costura era su vida. Recuerdo sus lágrimas, sus noches en vela… Fue muy duro para ella tener que desprenderse de una parte tan importante de su vida. ―La mujer hizo una pausa corta―. Pero bueno, así fueron las cosas.

      Irene asintió de nuevo.

      ―El edificio era de su propiedad, ¿verdad?

      ―Sí ―respondió la mujer.

      ―¿Recuerda


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