Obra negra. Gonzalo Arango
cultura solitaria, desvinculada de los intereses universales, es imposible de concebir. Nadie puede evadirse, ni eludir el papel que representa en el mundo moderno. Todo se relaciona de una manera profunda en esta época en que el simple hombre encarna una misión en la historia: su acción o su indiferencia implican una conducta de inmensas responsabilidades éticas, y al aceptarla o negarla, se salva o se condena.
Ya no podemos aceptar como sentido moral de la existencia, aquel pensamiento agonista de Kierkegaard: “Sea como sea el mundo, yo me quedo con una naturalidad original que no pienso cambiar en aras del bienestar del mundo”.
VIII
Hemos renunciado a la esperanza de trascender bajo las promesas de cualquier religión o idealismo filosófico. Para nosotros éste es el mundo y éste es el hombre. Otras hermenéuticas sobre estas verdades evidentes carecen de sentido humano. Las abstracciones y las entelequias sobre el Ser del hombre, caen en el dominio de la especulación pura y del simbolismo metafísico, producto natural del anhelo del hombre por trascender su entidad concreta, y fijarla en una forma ideal, más allá de todo límite espacial y temporal. Este anhelo corresponde a su naturaleza idealista y poética que quiere cristalizar la esencia del Ser en lo Absoluto, en lo Eterno. Proponer esa ilusión para después de la muerte es la misión de las religiones.
Nosotros creemos que el destino del hombre es terrestre y temporal, se realiza en planos concretos, y sólo un dinamismo creador sobre la materia del mundo da la medida de su misión espiritual, fijando su pensamiento en la historia de la cultura humana.
El hombre es lo Absoluto en la medida casual y no necesaria entre el accidente de su principio y de su fin. Este criterio excluye toda posibilidad de trascendencia. El hombre elige sobre sus posibilidades inmediatas esta tierra: la inmanencia.
La metafísica es una investigación sobre la muerte y sobre las posibilidades trascendentes de la existencia. O mejor dicho, es una evasión del Ser hacia el mismo Ser que se conoce. Es por eso la creación de un mundo para sí, completamente ajeno al devenir histórico, que es terreno privativo de la política, que significa compartir el mundo con los otros.
Por consiguiente, la única “utilidad” de la metafísica es el pensar sobre la muerte, porque el pensar sobre la vida es, precisamente, la política.
Por su carácter esencial sobre ideas irreductibles a la vida, la especulación pura no nos interesa como aspiración de trascendencia. Pues nunca esa imagen del mundo que resulta del ejercicio metafísico conduce a soluciones sociales y terrestres de justicia, perfección o felicidad humana. Por el contrario, su consecuencia es la desesperación y el desorden.
XI
La libertad es, en síntesis, un acto que se compromete. No es un sentimiento, ni una idea, ni una pasión. Es un acto vertido en el mundo de la Historia. Es, en esencia, la negación de la soledad.
XIII
Destruir un orden es por lo menos tan difícil como crearlo. Ante empresa de tan grandes proporciones, renunciamos a destruir el orden establecido. La aspiración fundamental del Nadaísmo es desacreditar ese orden.
Al intentar este movimiento revolucionario, cumplimos esa misión de la vida que se renueva cíclicamente, y que es, en síntesis, luchar por liberar al espíritu de la resignación, y defender de lo inestable la permanencia de ciertas adoraciones.
En esta sociedad en que la mentira está convertida en orden, no hay nadie sobre quién triunfar, sino sobre uno mismo. Y luchar contra los otros significa enseñarles a triunfar sobre ellos mismos.
La misión es esta:
No dejar una fe intacta, ni un ídolo en su sitio. Todo lo que está consagrado como adorable por el orden imperante será examinado y revisado. Se conservará solamente aquello que esté orientado hacia la revolución, y que fundamente por su consistencia indestructible, los cimientos de la sociedad nueva.
Lo demás será removido y destruido.
¿Hasta dónde llegaremos? El fin no importa desde el punto de vista de la lucha. Porque no llegar es también el cumplimiento de un destino.
4 a.m. Un alba roja. Llego a la casa completamente borracho. En el árbol, frente a la puerta que ostenta al respaldo la leyenda: “Al Demonio, no entres”, vomito. Esta casa es mi hogar.
7 a.m. ¡Esta vida no puede seguir así!
7 y media. Mi madre me habla de la hora de la muerte. Me cuenta una pesadilla: yo estaba tendido en una mesa de cirugía. Me cortaban con un hacha de carnicero los dedos de las manos y de los pies, uno a uno. Me río a carcajadas. Mi madre se enfurece con mi cinismo y se va para una agencia funeraria donde negocia un ataúd de onda corta para mi edad. Mi madre pide ocho pesos de rebaja. El tipo acredita el cajón, la calidad de la madera, el terciopelo. Y se niega. Mi madre, ofendida, tira mi cadáver sonriente en un tarro de la basura.
8 y 17. Vomito en el retrete las flores de astromelio que comí anoche en el parque Bolívar, las que nacen al propio pie del libertador de América. Convierto el retrete en un florero.
Las 9. Me tiendo en el baño y abro la ducha. Me ahogo. El agua tibia me adormece. Pienso que algún día me suicidaré. Yo no soy poeta, no bebo ajenjo, ni me inyecto morfina. Yo soy el emperador de Roma.
9 y 15. Así las cosas, una rata de color blanco me roe el estómago en un sitio muy sensible entre el pubis y el ombligo. Como veo que no es una mujer, la tomo de la cola húmeda y peluda y la balanceo. Me mira con sus ojos azules de estrella de cine. ¿Serán los de Brigitte Bardot? He visto esos ojos en alguna parte. Recuerdo… Ah… son los ojos de mi madre.
La rata chilla. Patalea. Yo le digo: “Mi bichito, mi chiquita, mi amante…”. Y la arrojo en el retrete. Suelto el agua. La rata se ahoga. Luego desaparece en la alcantarilla. Una vez más, saca la cabeza, y sus bellos ojos azules son rojos ahora. Finalmente desaparece. Vuelvo a vomitar.
Las 10. No pasa nada.
Las 11. —Mamá, tráigame la excomunión.
—¿La excomunión?
—Sí, porque me quiero morir. Todo está listo para la hora de mi muerte.
—Será la extremaunción –dice mi madre.
—Bueno, lo que sea.
Las doce. Juliette Greco canta para mí. Tiene una linda voz erótica y cabellos largos. Me estremezco. Ahora me sonríe… ¡Retírate prostituta!
Las 12 y pico. Llamo a Sofía la sirvienta y le pido un número de cinco cifras. Ella dice:
—El cinco.
—¿Tú no sabes aritmética?
—No señor, yo soy aquí la sirvienta.
—Gracias, Sofía.
Yo mismo marco un número al azar en el teléfono, desordenadamente. Una voz dice al otro lado: “¿Aló…?”. Y yo digo: “¿Aló?”.
—¿Quién habla?
—El Diablo.
—¿Y qué quiere?
—Regalarle un collar.
—¿Usted está loco, señor?
—No me llame señor, habla con el enemigo malo.
La mujer cuelga el teléfono y éste suena bip. bip. bip.
Yo existo, porquería.
Alguna hora.