El Coloso del Tiempo. Francisco Gonzalez

El Coloso del Tiempo - Francisco Gonzalez


Скачать книгу
creado a sus pequeñas rutinas.

      Un barrio así, de casas con parque, un barrio así de casas con árboles entre torres de cristal y edificaciones faraónicas de ciudad era, por lo menos, literario; era como una cuadra que se le había escapado al tiempo que todo lo cambia, como un milagro entre vicios de cemento. Pensaba… al fin y al cabo eso hacen los profesores de Literatura.

      Al dar la vuelta a la esquina, ya notó a mitad de cuadra una casa con luces encendidas, odiosos automóviles estacionados en las veredas y un aroma a querer escaparse lo invadió de repente. Ese aroma le dio nauseas, parecía que iba a vomitar y se llegó a tomar la garganta pensando en que no podría soportar ese revoltijo en que se había convertido su estómago.

      Miró la dirección en la invitación y no había dudas, aquella era la casa. Se detuvo, se dio aire con ambas manos y, sin pensárselo mucho, volvió sobre sus pasos, primero dando pasitos cortos y luego apurado como si estuviera desbandándose en presencia de un enemigo imbatible, como si estuviera desertando de sus obligaciones y huyera, finalmente, por algún oscuro pasillo. «No», se dijo y se detuvo de improviso como lo había hecho antes. «Ya llegué hasta acá, tengo que ser un hombre y volver». De dónde había nacido ese impulso, imposible de decir, tal vez era la misma fuerza que revoluciona la que seguía efectuando sus prodigios en él.

      Caminó el trecho que quedaba hasta el porche de la casa como un camino del calvario. Realmente, estaba sufriendo todo aquello, pero pensaba, solo pensaba, y eso quería decir que nada había ocurrido todavía, por qué anticiparse a lo que todavía no había pasado, «dejá de pensar tonterías, Miguel», se sugirió, y se obligó a poner la mente en blanco (aunque de más está decir que no pudo lograrlo, por todo aquello que está en la naturaleza de los profesores de Literatura). Se paró frente a la puerta y las risas comenzaron a escucharse y a amedrentarlo. Deseó pasar desapercibido al entrar, deseó tener libre alguna silla en algún rincón oscuro atrás de algún mueble inmenso. Respiró profundo y se decidió como si en todas las decisiones le fuera la vida. Buscó el timbre por todos lados y no dio con él. Al mirar con más detenimiento, notó que la puerta tenía una aldaba de metal oscuro. No comprendió qué tenía que ver una puerta tan antigua con una casa tan moderna, pero no le disgustó ese toque de distinción. Por el contrario, una mueca de orgullo le hizo desear ver a Eva cuanto antes. Tomó la aldaba y la hizo sonar dos veces; primero, tímidamente y, luego, con más impulso. Pero las risas ahí dentro parecían tan poderosas que no dejaban escuchar la llamada. Encontró allí su excusa y se dijo: «si no me escuchan esta vez, me voy». Y fue que apenas iba a hacer sonar la aldaba por tercera vez contra la puerta, un silencio dentro de la casa hizo que el golpe fuera seco y poderoso, que hasta le pareció oír un hondo eco del llamado al otro lado como si la casa, en su hilarante imaginación, se hubiese vuelto un resonante campanario o un cóncavo templo antiguo.

      Se escuchó una cerradura y la puerta se abrió. Eva estaba reluciente, con un vestido amarillo, fresco y distinguido. Sonrió al verlo y eso ya había hecho valer las penas vividas de camino.

      —¡Me alegra muchísimo que hayas venido, Miguel! —Y el tonto se quedó sin reacción parado ahí como una maceta—. Pasá, no te quedes ahí.

      —Feliz cumpleaños, Eva —le dijo y creyó oírse suspirar luego, como sacándose un gran peso de encima.

      —Gracias... Pero pasá por favor, recién salen las pizzas.

      Cruzó el umbral y siguió a la muchacha, ciegamente, hacia el living por un extraño largo pasillo. «Qué raro», pensó, «no parece tan grande esta casa desde afuera». Pero ya es muy repetitivo volver a decir que era un profesor de Literatura, porque ya sabemos cómo funcionan esta clase de profesores, piensan y piensan para escapar de la realidad porque el mundo de la imaginación parece ser su elemento más natural.

      Aprovechó la extensión del pasillo para tratar de observar todo lo que tuviera que ver con Eva, fotografías de la familia, muebles y decorados que le dijeran algo más de ella, pero, o todo estaba muy oscuro o, en verdad, Eva no tenía ni un solo cuadro o fotografía. De hecho, Eva seguía siendo un enigma para Miguel. Lo poco que conocía de ella lo sabía por halagos de las porteras que la adoraban por su simpleza y su simpatía; y por el cavernícola de Luis que cada dos veces que se acercaba para molestarlo había una que se acercaba para contarle lo mucho que Eva le correspondía con sus cortejos. Sin embargo, pensaba, como es habitual, que de simple y de enamorada de Luis no tenía nada esa joven señorita de jardín, aunque todo eso fuera una opinión de alguien que solo miraba desde afuera y, a veces a gran distancia, todas las cosas.

      A lo lejos (¿pero cuán lejos si era un simple pasillo?) notó que Eva tenía vendada la mano derecha y, cuando aceleró el paso para alcanzarla, ella cruzó otro umbral luminoso hacia el living y la perdió de vista durante un instante. La ansiedad por entrar en el living de la casa superó cualquier divague mental que pudiera haberlo achacado en ese momento y cruzó por esa arcada luminosa sin cuestionarse siquiera de dónde provenía esa claridad antinatural.

      Entró con extraña seguridad y allí una primera visión lo empequeñeció como a una hormiga entre las manos de un gigante: Luis estaba sentado en la punta de la mesa contando a viva voz una anécdota estúpida de cómo fue que logró que sus alumnos trabajaran. Correctamente, en clase utilizando métodos poco ortodoxos que se valían de amenazas y advertencias bastante agresivas.

      —Sentate acá, Miguel —Eva le ofreció justo el lugar opuesto al de Luis, en el otro extremo exacto. Eso no le permitió esconderse demasiado. Tuvo que saludar uno por uno a los invitados, a pesar de que nadie había notado que llegó a la cena, por estar todos prestándole atención al engreído de Luis.

      —Eva… —murmuró Miguel antes de que Eva saliera para la cocina— ¿Qué te pasó en la mano?

      —Soy una tonta, me quemé con el horno hace unas horas. No es nada —dijo riéndose avergonzada.

      A Miguel le bastó aquel intercambio de palabras para ponerse tan feliz como si él fuera el cumpleañero; es que las comunicaciones humanas le costaban tanto como las matemáticas. Eva fue a la cocina a buscar las pizzas y algunas bebidas y él se sintió terriblemente solo. Utilizó ese tiempo tan solitario para observar a todos allí, cosa que no había podido hacer cuando saludó, ya que los nervios de interactuar con desconocidos lo obnubilaban un poco. Vio personas raras, como si todos fueran viejos aunque fuesen jóvenes, es decir, miraban tan seriamente aunque rieran, hablaban tan extraño aunque hablaran el español, y bebían de copas, pero tomándolas con las dos manos como si se tratase de copones o algo por el estilo. «Raras costumbres tienen los conocidos de Eva», reparó, y no supo nunca cómo describirlos. Cuando Luis terminó su anécdota, no reían, aunque su objetivo, obviamente, fuera provocar risas, sino, por el contrario, hacían comentarios y se cuestionaban entre ellos un método mejor para dominar a esos jóvenes del colegio. A lo cual, como si fuese armado, todos miraron a Miguel y le preguntaron cómo hacía él para inspirar a los jóvenes, le cuestionaron cuál era su método. Miguel se sintió absorto por aquel cuestionamiento, porque supo que su respuesta provocaría una comparación horrorosa con Luis y que Luis, a partir de ella, se posicionaría por encima de él en tan solo un segundo. Así que dijo:

      —Nunca puedo dominarlos, no existe un método… —un murmullo creció alrededor de la mesa y trató de extenderse más—: lo único que siempre me ha funcionado es leerles con entusiasmo. Es que no sé qué les provoca, pero sé que a los chicos les gusta que les lean… ¡yo sé que comienzo a pronunciar las palabras escritas y por lo menos se callan! —sin duda alguna, quiso inculcarles a sus palabras un tono humorístico, pero al igual que con Luis, se produjo un murmullo y le pareció, solo le pareció, que alguien había aplaudido por allá al fondo.

      El resto de la velada fue una pesadilla para él. Se pasó viendo a Eva hablar con Luis toda la noche y él se pasó acomodándose el pelo o los anteojos, y levantándose al baño cada veinte minutos, quizá por incomodidad, quizá por aburrimiento. Si había allí una competencia, la había perdido apenas entró. Se levantó por última vez al baño y, al mirar para la cocina, vio la espalda encorvada de una mujer mayor, quizá la madre de Eva, que parecía tener en sus manos un ojo humano que se llevó a la cara con sumo


Скачать книгу