Ginecología General y Salud de la Mujer. Victor Miranda
consideración a las distintas apreciaciones que existen respecto a lo que el hombre es en esta sociedad plural donde nos desenvolvemos, es absolutamente necesario iniciar el análisis de lo que estimamos exigible para el ejercicio de una adecuada sexualidad humana, desde lo más básico y elemental. Resulta sorprendente por lo habitual, encontrarse en la consulta médica con pacientes afectados por sintomatología, relacionada o no con la esfera sexual y que en definitiva esta resulta secundaria al ejercicio de una sexualidad que no respeta ni siquiera los requerimientos más elementales. Más sorprendente aún, resulta constatar que ni siquiera se tiene conciencia de ello.
Veamos de menor a mayor, desde lo mínimo exigible, ciertas condiciones sin las cuales ni siquiera nos podríamos distinguir del animal sexuado más elemental, para llegar al final a las exigencias más elevadas, a aquellas que cumpliéndolas, el ser humano alcanza la plena satisfacción al lograr la operación más perfecta y completa, con el máximo gozo asociado.
Voluntariedad. Parece exigible para que los actos sexuales lleven algo de humano, para que se distingan en por lo menos algo del apareamiento animal, que sean actos voluntarios. Una violación puede ser comprendida como un acto sexual; sin embargo, en ninguna cultura ni bajo ninguna concepción del hombre, por muy materialista que esta sea, ni por mucho que se considere al ser humano como solo un animal con un mayor grado de complejidad, se ha considerado una agresión sexual como el ejercicio de una sexualidad propiamente humana.
La aceptación universal de este hecho ya representa un logro en la discusión sobre la naturaleza humana. Por lo menos se acepta como existente en la especie una facultad radicalmente distinta y un reconocimiento de que al hombre conviene una conducta diferente a la de los demás vivientes.
Privacidad. La sexualidad humana, entendida como sexualidad personal, impone que sus actos propios se realicen en un ambiente de adecuada privacidad. Es justo la constitución personal del hombre y de la mujer lo que condiciona que todo acto de la sexualidad requiera la total ausencia de extraños. Esto es tan así que con frecuencia la sola intranquilidad respecto a la posible irrupción de un tercero impide totalmente la plena consumación del acto. Es común en la práctica clínica la consulta por frigidez o anorgasmia, cuya única causa es por ejemplo, la imposibilidad de mantener una adecuada privacidad conyugal por la habitual intromisión de los hijos u otros familiares, problema que se soluciona total y fácilmente por una correcta delimitación de los espacios en el hogar.
Afectividad. Si avanzamos un paso más en aquellas condiciones exigibles en términos éticos para un ejercicio de la sexualidad, debemos considerar si es necesaria alguna participación afectiva y si es así, qué especie de sentimiento o pasión es el requerido para que dicha actividad sea adecuada al ser humano.
Los afectos, sentimientos y emociones son todas palabras que corresponden a lo mismo y según Tomás de Aquino, son los actos de los apetitos sensibles, o sea, las emociones son las tendencias sentidas y el objeto de la emoción sería entonces sentir esas tendencias. Los sentimientos en realidad no son sentidos por un nuevo y misterioso sentido interior, sino que es la misma tendencia que se siente. Las emociones son ciertas perturbaciones del sujeto ante la valoración de la realidad y su consecuente aceptación o rechazo. Es la alteración de la subjetividad ante una realidad que se desea o que se rechaza. Entonces, son pasivas, ya que es algo que a uno le pasa, algo que uno padece, no algo sobre lo cual se puede decidir.
El enamoramiento sería aquel sentimiento que acompaña a la actividad sexual y que corresponde a aquella alteración que padecemos cuando sentimos ese impulso sexual. Es la pasión descrita por tantos poetas y novelistas, y de la cual no somos libres de sustraernos, porque poseerla o no va más allá de nuestra voluntad. Es entonces, el enamoramiento simultáneo con el impulso sexual y también inseparable de él, ya que si hay impulso sexual se padece como enamoramiento. Sería imposible la existencia del deseo sexual sin sentirlo enamorándose.
Pareciera que el enamoramiento, entendido como aquella alteración que padecemos por el impulso sexual, aportaría poco como exigencia ética de una adecuada sexualidad humana, ya que ni siquiera compromete una función superior del hombre por estar al margen de su voluntad. Simplemente nos sucede como parte de la tendencia sexual. Es sin embargo, este sentimiento entendido como tarea, es decir, el enamoramiento como decisión libre y voluntaria de mantener ese afecto en el tiempo, lo que convierte esa emoción en algo que conviene a la pareja humana y que es condición para una sexualidad perfectiva y que todos conocemos como amor.
Donación. La mujer y el hombre, entendidos como seres personales, constituidos por una esencia espiritual que trasciende y a la vez comprende su realidad corporal, exigen que su sexualidad se ejerza de acuerdo al sentido que ella posee, única manera de llevarlos a la plenitud que ambos merecen. Tenemos luego que reflexionar sobre cuál es el afecto, sentimiento o emoción proporcionada y adecuada al ejercicio de una sexualidad de tipo personal.
Si nos detenemos en este instante y nos preguntamos: ¿será el enamoramiento el sentimiento que representa el momento adecuado, donde el mayor acto completivo de la pareja humana se pueda llevar a cabo satisfaciendo su objeto, concediendo aquella plenitud a que ambos están llamados a acceder? Veamos si existe algún momento donde el afecto sentido sea de tal cualidad que proporcione una máxima satisfacción y represente la situación ética óptima en la relación de pareja humana.
Tanto la atracción como el enamoramiento, emociones que nos hacen padecer una perturbación de nuestra subjetividad, son por su naturaleza pasiva insuficientes para establecer un marco ético apropiado a lo que es el ejercicio de la sexualidad en el hombre. La índole personal de este exige que sus actos sexuales sean gobernados por sus facultades más propias. El sentido de la sexualidad humana y la dignidad inherente a su ser personal impiden que sea suficiente su ejercicio solo llevado por un impulso biológico, con la emoción que este genera de modo pasivo en su sensibilidad. Es entonces aquí donde participan esas facultades superiores: la razón que descubre el valor del ser personal del otro, la belleza de su naturaleza espiritual, el hecho de que es ella o él y solo ella o él, la persona que puede complementar la naturaleza incompleta de su ser humano. Pero no únicamente eso, sino también la evidencia de que uno es el llamado a completar lo faltante en el otro, sintiendo el agrado de entregar aquello que el otro requiere, en términos físicos y espirituales. Ahí aparece el descanso de esa voluntad satisfecha de haber recibido y entregado, completando y completándose en la unión perfectiva de esa naturaleza humana dividida. La emoción, el afecto que acompaña, que produce, que sentimos –y que perturba nuestra intimidad– en esa plenitud alcanzada, es lo que conocemos por amor.
Permanencia en el tiempo. El amor como tarea, donde la voluntad se inclina al bien mostrado por la razón, donde se descubre en otro un sujeto apetecido primero de forma biológica como objeto de satisfacción física, para de manera progresiva descubrir en él la bondad irradiada de su ser espiritual particular y donde los dos son llamados a formar la unidad completiva aspirada como perfección para ambos, implica que es justo la decisión libre, aquel acto propio de la estirpe humana por el cual vamos deter-minando lo indeterminado de nuestro caminar, el fundamento de una sexualidad humana. Si reflexionamos sobre cuáles son los hechos que han sido determinantes en forjar y especificar nuestra biografía, concluiremos que ellos han sido nuestros actos de mayor libertad. Es la promesa en ese sentido, lo único que puede determinar y fijar lo indeterminado de nuestro actuar futuro1.
El prometerse en forma mutua el uno al otro aparece no solo como condición necesaria, sino como fundamento de la sexualidad humana plena. No bastan el deseo o la sola aspiración de mantenerse unidos para siempre para sembrar las condiciones que lleven a esa plenitud deseada. Nadie puede entregarse a otro de la manera que busca entregarse un hombre a una mujer y vice-versa, sintiendo esa máxima emoción conocida como amor y con una total confianza, sin esa promesa que fija y determina todo actuar futuro, en actos que vayan solo en proteger e incrementar la calidad de esa relación perfectiva. Solo en ese ambiente se hace predecible el actuar de cada uno de los participantes, en el cual cada uno puede confiar que mañana también existirá la intención de mantener y aumentar esa entrega completiva, puede darse una donación confiada y tranquila que por un lado satisfaga el medio exigido para la educación de los hijos y que además alcance el gozo que acompaña el descanso de la apetencia de plenitud sexual.