La niñez desviada. Claudia Freidenraij

La niñez desviada - Claudia Freidenraij


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la escuela pública alcanzó a cursar el segundo grado, con lo que sus observadores notaban que “sabe leer y escribir, aunque poco”. Algo similar le ocurrió a Adolfo, de 15 años, acusado de homicidio, que tras seis años de escolaridad (repartidos en dos instituciones distintas) solo alcanzó a completar primer grado. Como en tantos otros casos, en el de Adolfo la salida de la escuela estuvo vinculada a su ingreso al mercado laboral: primero en una panadería y luego como carnicero en el mercado Roca.

      Estas deserciones escolares parecen haber sido motivadas, a grandes rasgos, por dos tipos de causas. Por un lado, la necesidad económica más apremiante, que implicaba el ingreso al mundo del trabajo con la meta de incrementar los ingresos familiares de modo inmediato. Por otro, la convicción de que el aprendizaje de un oficio era una necesidad más imperiosa que completar el ciclo escolar. Así, en el caso de Eugenio, de 11 años, cortador de suelas, parece haber primado la necesidad de obtener alguna ganancia. Habiendo frecuentado varias escuelas durante dos años y medio, había alcanzado a cursar segundo grado cuando lo apresaron por vender billetes de lotería adulterados. José, acusado de lesiones a los 14 años, había alcanzado el tercer grado tras cuatro años de escolaridad y había sido retirado del colegio “por ser necesario a sus padres en el hogar”, lo cual se tradujo en un período como aprendiz en una joyería, otro tanto como aprendiz de encuadernador, para finalmente colaborar con su madre. El caso de Andrés, de 14 años, combina varios elementos. Por una parte, fue enviado al colegio desde los 5 años hasta los 12, pero sus evaluadores se cuidaban de aclarar que “no siempre durante ese tiempo concurrió a él, pues se hacía la «rabona» los más de los meses, no preocupando mayormente a los padres la inasistencia a clase de su hijo”. Por otra parte, a pesar de su corta edad, Andrés ya había sido mandadero en el Mercado del Plata, vendedor ambulante de frutas y verduras, carnicero y operario en varias fábricas. ¿Hasta qué punto esas idas y vueltas de Andrés a la escuela pudieron estar ritmadas por sus múltiples vinculaciones con el universo del trabajo?

      La decisión de sacar a los chicos de la escuela cuando estos no mostraban aplicación o eran reacios a los estudios parece haber sido una causa frecuente de abandono de las aulas. Así, Rogelio, de 13 años, concurrió a la escuela por un período de tres años, pero luego del segundo grado fue retirado para que trabajara. Sus observadores apuntaron que su padre lo caracterizó como “muy amigo de la calle”, “amigo de muchachos vagabundos”, “muy rabonero y poco dado al estudio”. Esto habría motivado a su padre a colocarlo primero como sirviente en una casa particular, luego en el campo, con un chacarero del partido de Trenque Lauquen, para finalmente traerlo de vuelta a la ciudad para que Rogelio vendiese por la calle las empanadas que cocinaba su padre. Como se ve, en la historia de Rogelio se entrelazan las necesidades económicas con la percepción de que mantener en la escuela a un chico poco afecto a ella era una pérdida de tiempo y de recursos.

      Estos casos, tan salpicados de faltas y “rateadas”, nos muestran que el camino a la escuela estaba lleno de tentaciones: ir de paseo, quedarse descansando debajo de un árbol, jugar en las calles, caminar sin rumbo por la ciudad eran –como veremos enseguida– prácticas habituales de los niños porteños, contra las cuales comenzó a competir la escuela a partir de mediados de la década de 1880. Como señala Zapiola (2010b: 18), “el «perderse» en el camino que conducía a la escuela equivalía a extraviarse en la senda de la vida”, o al menos eso pensaban quienes efectuaban los estudios médico-legales que informaban al juez sobre el estado mental de los menores acusados y su capacidad para delinquir. En este sentido, no es casual que el “rabonero” haya sido erigido como una figura predelictual que merecía vigilancia y control preventivos, dada la importancia de la calle como espacio de perdición.

      La rabona fue una de las formas que asumió el descarrilamiento de niños y jóvenes que, sin estar en situaciones socioeconómicas apremiantes, terminaron abandonando sus estudios como parte de un rechazo más amplio a la vida que sus familias esperaban que llevaran. Ese parece haber sido el caso de Severino, que con 15 años no había pasado de primer grado, a pesar de los dos años transcurridos en las aulas. Hijo de una familia de herreros que contaba con tres talleres y una “situación económica bastante holgada”, Severino ya había tenido dos entradas al correccional cuando lo detuvieron acusado de hurto. Su “prontuario” habla de su pésima conducta, de frecuentes fugas del hogar y de su “amistad con menores de dudosa moralidad” con quienes “frecuentaba la calle y jugaba […] a los cobres”. Niños descarriados y de mala conducta: he ahí todo un universo sobre el que los nacientes “especialistas” sobre la infancia vertieron ríos de tinta (cuestión sobre la que volveremos en el próximo capítulo).

      En síntesis, lo que estos informes correccionales dejan ver es una serie de tendencias confluentes en una relación más bien fluctuante de los niños de los sectores trabajadores urbanos con la escuela. Una relación cuyos vaivenes involucraban factores objetivos y subjetivos, estructurales y contingentes, sociales, económicos y culturales. Así, podemos pensar estas fuentes como una suerte de muestrario de las situaciones posibles, un abanico de opciones que matiza la idea de que los alumnos son niños (y no menores) y que solo iban a la escuela los de clase media, señalando la labilidad de las fronteras identitarias de los niños de las clases plebeyas porteñas.

      Del mismo modo, parece importante tener presente el hecho de que las familias de las clases trabajadoras pueden haber entendido que la estadía en las escuelas comunes era necesaria durante un período menor al que indicaba la ley –el suficiente para instruir en los rubros elementales a sus hijos–, después de lo cual pueden haber considerado que era mejor que continuaran su instrucción en talleres o fábricas en los que aprenderían un oficio que les daría un mejor lugar en la lucha por la vida. En este sentido, hay que recordar que por entonces la oferta de aquello que hoy llamamos escuelas industriales o técnicas era mínima y selectiva, por lo que los espacios de formación laboral fueron muy requeridos por las familias de las clases laboriosas, incluso cuando estos no fuesen escuelas. Esa podría ser una explicación para el deseo de muchos progenitores de que sus hijos ingresaran primero a los Talleres Especiales de la Penitenciaría y luego a la Casa de Corrección de Menores Varones, aun cuando estas instituciones fuesen establecimientos carcelarios y correccionales (cuestión sobre la que volveremos en los capítulos


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