La niñez desviada. Claudia Freidenraij
régimen cerrado, severa disciplina, largas estadías, etcétera.
De este modo, las insuficiencias del sistema público de instrucción se montaron sobre unas condiciones materiales de existencia y unas relaciones sociales de producción en las que estaban inmersos los niños de “la otra mitad” para dar como resultado una relación esquiva con la escuela. Las necesidades básicas de la población plebeya de la ciudad se impusieron a la obligatoriedad, pero eso no significó el absoluto desconocimiento de la escuela, sino que por el contrario implicó idas y vueltas a las aulas, alternancias, fluctuaciones, vaivenes. De esa naturaleza tan voluble estuvo hecha la relación de los niños y jóvenes de la clase trabajadora porteña con el sistema escolar. Y en cierto modo podemos argumentar que en esa no sujeción del niño al pupitre también influyeron las prácticas cotidianas de una infancia amiga de la calle, gozosa de una libertad que hoy nos resulta extraña, pero que fue un elemento constitutivo de la vida cotidiana y de la sociabilidad de los niños de los sectores populares de Buenos Aires a fines del siglo XIX.
4. Usos infantiles del espacio público
Cuando en 1900 se decidió aplicar el horario alterno en las escuelas de la ciudad de Buenos Aires, el CNE se vio en la necesidad de enviar, simultáneamente, una nota a la jefatura de policía solicitando que no arrestara a los niños en edad escolar que encontraran en la vía pública. La policía manifestó su preocupación al CNE por las “aglomeraciones de alumnos que se traducen en las plazas y paseos públicos” gracias a la reforma horaria. La respuesta del Consejo fue que carecía de “atribuciones para evitar ese tipo de reuniones” (Marengo, 1991: 122-123).
Esa no era la primera vez que la policía y las autoridades escolares se encontraban en torno a los niños. Ya en 1892 el Consejo Escolar del distrito 6º (del barrio de San Nicolás) había pedido a la policía que “conduzca a la comisaría a los niños vagos de 6 a 14 años que los agentes encuentren en sus respectivas jurisdicciones durante las horas en que la escuela funciona”. Como bien interpretó el jefe de policía, estas medidas implicaban la privación de la libertad y por eso mismo estaban fuera de sus posibilidades, aunque ofreció al presidente del CNE que los vigilantes condujesen a los niños encontrados en la vía pública a las escuelas que cada distrito indicase como “receptoras” de los niños vagos.36
Años más tarde, la policía sancionó una disposición por la cual se alertaba a los vigilantes de calle y a los agentes de facción respecto de los menores que concurrían a restaurantes, bares y cafés, para que los condujeran a la comisaría, se llamase a sus padres, se avisara a las autoridades de la escuela y se multase al dueño del local (orden del día –OD– de la policía de la Capital, 26 de julio de 1899). Esta resolución se fundaba en el hecho de que “la Jefatura ha comprobado que un crecido número de menores, estudiantes de los colegios, abandonan las aulas en las horas de clase, para reunirse en los cafés, canchas de pelota u otras casas públicas para dedicarse a juegos que, aun cuando sean lícitos, son prohibidos a los menores de edad […] juegos que solo sirven para corromper sus energías morales”. Con estos argumentos, la policía se colocaba a sí misma en una situación de autoridad de corte paternal frente a los muchachos “raboneros”, en la medida en que “al escapar de la acción paterna y escolar [los menores estudiantes] deben forzosamente caer bajo jurisdicción policial”. Esta disposición se montaba sobre una anterior que, a su vez, prohibía la entrada de menores de 18 años “a los cafés, fondas, posadas u otras casas públicas donde se juegue al billar” (OD, 11 de mayo de 1896).37
En el mismo sentido puede leerse la campaña más vigorosa que encaró el CNE junto a la policía en la segunda mitad de 1904. La OD del 20 de agosto de 1904 recordaba a los agentes policiales los principios básicos de la obligatoriedad escolar y el concurso al que la policía estaba llamada para “obligar a que concurran a las aulas los centenares de niños que durante las horas en que debían estar en clase vagan por las calles del municipio, sustrayéndose del deber de concurrir a las escuelas, ya sea por propia inclinación al ocio (léase raboneros) o por indolencia o abandono de los padres, tutores o encargados”.38 Meses más tarde, la misma revista publicaba la nómina de inspectores del CNE que recorrerían las calles de la ciudad “para vigilar el estricto cumplimiento de la ley y la comprobación de sus infracciones”, recordándoles a los agentes la necesidad de su cooperación con ellos “con la mejor buena voluntad”.39 Finalmente, por OD del 13 de noviembre de 1904 se amplió la naturaleza del concurso que la policía prestaría a las autoridades educativas: desde entonces incluiría la citación de los infractores de la ley de educación para notificarlos de las multas de que eran acreedores, así como el uso de las comisarías seccionales en determinados días y horarios para que el abogado del CNE se entrevistara con los progenitores multados.40
La relación de la policía con la infancia de los sectores plebeyos urbanos no se limitó a tender a que los niños permaneciesen en las escuelas, sino que fue más amplia, trascendiendo en mucho su carácter de alumnos o de “raboneros”, esto es, escolares refractarios a ese lugar considerado “natural” para los niños, aunque de asistencia obligatoria. Así, desde 1885 la policía estaba facultada para “proceder a la captura de todos aquellos menores que se encuentren en la vía pública sin tener oficio conocido y que perturben el orden social llevando una vida licenciosa y de perdición” (OD, 29 de mayo de 1885). Como veremos en los próximos capítulos, desde entonces una serie de disposiciones, edictos y resoluciones policiales y de ordenanzas municipales se cernieron sobre las más variadas prácticas corrientes de la infancia porteña.
No fue solo el “estar”, el deambular y el “vagar” lo que se buscó evitar. La circulación con o sin un propósito definido fue una de las tantas modalidades de apropiación del espacio público que desarrollaron los niños y jóvenes de los sectores populares porteños. La calle fue escenario cotidiano de la sociabilidad infantil, de juegos y reyertas, de esparcimiento y “desmanes”. La policía se vio implicada en una amplia gama de acciones que iban desde el control liso y llano a la intromisión –más opaca tal vez, pero no por eso menos efectiva– en la cotidianeidad de los niños y jóvenes que habitaban la ciudad a fines del siglo XIX.
Si nos detenemos en la sociabilidad callejera de la infancia porteña, veremos que ella atañe una multiplicidad de eventos, actitudes, circunstancias. Las mañanas conocían los apuros de los niños que iban hacia la escuela y también el bullicio en las puertas de los diarios (imagen 7).
El ruido está en los patios, vestíbulos y portadas de las imprentas. Un ejército de galopines que no cuentan con una docena de años se disputan los ejemplares de los diarios de manos de los encargados en las administraciones. Riñen y ríen y se arrojan granizadas de improperios, mientras doblan y ordenan las hojas, aún húmedas, salidas de las máquinas, y se lanzan luego a todo el correr de sus piernas gritando: ¡Prensa! ¡Nación! a pulmón herido, de modo que media hora después llegan a extramuros cogidos al tramway, encaramados en la zaga de los carruajes o del modo en que Dios y el ingenio les dan mejor a entender.41
La permanente presencia infantil en el espacio urbano explica la creciente cantidad de accidentes de tránsito que involucraban a niños pequeños y no tan pequeños. En el corazón de la ciudad, sostiene James Scobie (1977: 47), “la mayor preocupación del transeúnte era evitar ser arrojado bajo las ruedas de un tranvía o de un coche de caballos”. La sección de policiales de los diarios está plagada de “mostacillas” –crónicas breves– que informan de muertes y mutilaciones, principalmente de niños, víctimas de una ciudad en rápida expansión y múltiples transformaciones, incluyendo la circulación de carretas, carruajes y tranvías. Tal fue la suerte de Elena Alverrami, de 14 meses, que falleció arrollada por los caballos de un tranvía de la Compañía de Buenos Aires y Belgrano, cuando se desprendió de la mano de su hermano David, de 10 años, corriendo en dirección al vehículo.42 Este caso es revelador en dos sentidos. En primer lugar, del alto impacto que cobraban las transformaciones urbanas (que pueden medirse en vidas humanas), de las huellas de la modernización, de una calle que se transformaba vertiginosamente y se saturaba de gente, de vehículos, escombros, andamios y animales. En segundo lugar,