La niñez desviada. Claudia Freidenraij

La niñez desviada - Claudia Freidenraij


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de lo poco común que pueda considerarse la oferta escolar, lo cierto es que no pocos niños quedaban por fuera del sistema.

      En este sentido, la cuestión de la deserción o, mejor, la dispersión escolar fue una fuente de alarma para los contemporáneos. Para muchos observadores, los avances del sistema público de instrucción quedaban opacados cuando las cifras que arrojaban los censos y otros estudios estadísticos se analizaban de manera desagregada. Por ejemplo, esas cifras ponen de manifiesto que, a medida que se ganaba edad, crecía el número de niños que no asistía a la escuela pero sabía leer y escribir. A partir de los 10 años parece haber sido más o menos habitual dejar las aulas con una base mínima de instrucción. Así, el crecimiento del porcentaje de niños que no asistían a la escuela sabiendo leer y escribir conforme se trataba de niños más grandes contrasta con la estabilidad relativa del porcentaje de aquellos que quedaban sin instrucción. Esto no significa que los niños entrasen efectivamente a la escuela al cumplir los 6 años (poco más de la mitad lo hacía en 1895) y permaneciesen en ellas hasta los 14 años. Más bien creemos que fue más o menos habitual fluctuar entre las aulas de diferentes colegios, alternando períodos de trabajo con etapas de asistencia escolar.

      Se trata en todos los casos de lo que María Carolina Zapiola (2009b) señaló como los límites de la obligatoriedad escolar. Compelidos por las necesidades básicas de la reproducción diaria, requeridos sus ingresos para satisfacer las necesidades mínimas de la familia, los niños pasaban por la escuela, pero rápidamente la abandonaban. Estos datos cuantitativos no permiten saber si ese alejamiento se mantenía (o no) en el tiempo; aunque hay otra clase de documentos que sí permiten hipotetizar en contrario. Los informes médico-legales de los niños que ingresaban a la Cárcel de Encausados acusados de delitos (una fuente cualitativa de enorme riqueza sobre la que volveremos repetidamente a lo largo de este libro) nos dejan entrever que si bien existió el analfabetismo absoluto –esto es, niños que nunca pisaron una escuela–, fue mucho más frecuente encontrar niños con una relación inestable con las aulas.

      Sin embargo, lo más frecuente era que la población carcelaria menor de edad mantuviera una relación esquiva con la escuela. Se la conocía, casi todos tenían algún tipo de experiencia escolar, pero no necesariamente se permanecía a lo largo de un período determinado en ella ni, mucho menos, se cumplía con todos


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