La niñez desviada. Claudia Freidenraij
todo, con las amenazas y la intolerancia de los que no ven en los niños sino huéspedes molestos que procuran alejar de su lado”.12 La cuadra, el barrio y sus alrededores constituyeron espacios esenciales de la sociabilidad infantil que se desarrollaba, necesariamente, “puertas afuera” (Zapiola, 2009b: 15).
Michel de Certeau (1999) ha propuesto al barrio como espacio social atravesado por unas marcas de identidad vinculadas a la suma de las prácticas compartidas, los tipos sociales y las relaciones de vecindad, señalando la continuidad entre vivienda y espacio urbano. “La calle, más que cualquier otro lado, se presenta como el interior familiar y amueblado de las masas”, decía Walter Benjamin (citado por Farge, 2008 [2007]: 82). En este mismo sentido puede ser fructífero pensar la vereda, la calle, el barrio como ámbitos próximos para una cantidad creciente de niños y jovencitos que en su uso cotidiano de ese espacio –zona intermedia entre la vivienda y la ciudad– lo particularizan y se apropian de él.
Aunque cada conventillo poseía su propio reglamento, todos parecían compartir un sustrato común: la situación de indefensión del inquilino y una sucesión de prohibiciones que variaba en cada caso, pero que apuntaba a regular la “moralidad” de los habitantes, sus prácticas relativas a la reproducción cotidiana de la vida (lavado de ropas, cocción de alimentos), los horarios de entrada, salida e iluminación, el uso de las instalaciones colectivas (letrinas, duchas, patio y piletones)13 y hasta las actividades recreativas de sus moradores (fiestas, bailes y ejecución de instrumentos musicales).
A pesar de algunas referencias a la prohibición de que los niños permanecieran en los patios, lo cierto es que los reglamentos consultados no la explicitan.14 Al contrario, las crónicas periodísticas dan cuenta del tumulto y la excitación de las poblaciones infantiles a la vuelta de la escuela y algunas imágenes, como la 2, parecen expresar la misma sensación.
Las horas de la tarde son quizá las de mayor algazara en los conventillos, especialmente cuando los muchachos vuelven de la escuela. Estos entran gritando, gesticulando, pidiendo a gritos algo de comer […] Se producen cien riñas entre los muchachos, inevitables, por otra parte, donde se cuentan aquellos por centenares: ¡solamente en uno de ellos, cuya vista con los muchachos en el patio va con estas líneas, hay 137 menores de 10 años! ¡Qué infierno! Y en verdad lo es, desde las 5 de la tarde hasta poco después de las 7.30, hora en que a los muchachos se los obliga a dormir, todos los conventillos son una verdadera algarabía donde todos gritan, juegan, corren, lloran, llaman y rompen, a pesar de las reprensiones del padre, de la madre, del inquilino principal y hasta del vigilante de la esquina, que llegó a imponer orden.15
En cambio, sí encontramos indicios de las dificultades que tenían las familias numerosas a la hora de conseguir habitación, ya que los encargados de los conventillos parecían preferir tener menos niños pululando por la propiedad: “De casi todos los conventillos son rechazados a causa de que hay muchos niños y no quieren más gente menuda”.16
¿Cómo no sentir el olor que invade el conventillo, olor a mugre, a puchero, a multitud, a frito, a sudor, a humedad, a animales conviviendo junto con seres humanos? Todas las descripciones a las que accedemos refieren a esa convivencia de humanos y animales, y destacan la manera en que los olores del conventillo hieren la sensibilidad olfativa. ¿Cómo no imaginar los decibeles a los que puede trepar el ruido cosmopolita del conventillo, con sus griteríos, sus estridencias, sus guitarras y organitos, sus perros ladrando y los llantos de los críos más pequeños?
¿Cómo no imaginar, entonces, padres que alientan a los niños a salir de las habitaciones, vecinos que quitan a los chicos de los corredores, encargados que los conminan a salir del paso? ¿Cómo no imaginar, a su vez, niños ávidos de escapar –al menos por un rato– de la estrechez del conventillo, del ensordecimiento de ese espacio común tan abigarrado, tan ajado por las fricciones propias de la convivencia de mucha gente, tan ocupado por trastos, animales y demás individuos?
Porque, claro, en esas condiciones la intimidad era una noción desconocida –introducida en el conventillo por sus observadores, que se escandalizaban por su ausencia– y la convivencia se producía, forzadamente, introduciéndose en el espacio del otro y tolerando –de mejor o peor grado– que los otros se inmiscuyeran en el propio. El amontonamiento –con su promiscuidad, su atmósfera recargada de olores y sonidos, su rusticidad en el trato, su fluida sociabilidad– era un modo de existencia forzado (imagen 3).
El primer desplazamiento es, entonces, del patio a la vereda: “El verdadero patio, el más tranquilo y fresco, era la vereda. Al anochecer, la vereda se poblaba de conversaciones, de gente que paseaba para sacudirse la sofocación acumulada en los cuartos” (Troncoso, 1983: 98). Así, progresivamente, del patio del conventillo se trasladaban los niños hacia el exterior, en un tránsito que ha sido descripto como un camino de ida: “Una vez que […] les asfixia el aire del patio del conventillo, la calle es el teatro de sus hazañas. Una vez en este camino, se empieza de la puerta a la vereda, de esta al almacén de la esquina, de aquí a rondar la manzana de la casa, luego al conventillo más próximo para pasar después a la plaza más inmediata y de esta a todas partes”.17 En esa clave del desbarranco moral que parecería signar la suerte de una infancia proletaria cada vez más visible, la policía –junto con otros actores sociales– fue elaborando una caracterización de la ciudad como “cloaca urbana” en la que los focos de peligrosidad procuraban ser delimitados. El conventillo y la calle fueron caracterizados como los ambientes de producción por excelencia de tipos y conductas sospechosas y “anormales” (Ruibal, 1990).
La censura de la presencia infantil en el espacio público es contemporánea a la “fabricación” de espacios y conductas considerados apropiados para los niños; es simultánea a la instalación de la escolaridad obligatoria y a un imaginario sobre lo infantil como universo desgajado del mundo adulto. Pero, como veremos a continuación, la construcción de ese imaginario –con su recetario respecto de lo apropiado y lo indebido– no fue independiente de las transformaciones sociales que vuelven visible a un conjunto cada vez mayor de niños y jóvenes de las clases trabajadoras que participaban del mercado laboral de la ciudad de Buenos Aires y hacían su aporte a la economía familiar.
3. “Los niños de la otra mitad”: ¿escolares o trabajadores?
En 1910, Alejandro Unsain publicó en la revista oficial del Consejo Nacional de Educación una nota titulada “De la escuela a la fábrica”, con la intención de divulgar las condiciones de vida y de trabajo del niño obrero de la ciudad. Su planteo central radicaba en que una porción de la infancia ingresaba al mercado laboral apremiada por las miserables condiciones de vida de sus familias, con el único objeto de contribuir a un presupuesto siempre ajustado, dejando así su condición de alumnos para engrosar las filas de los que vendían su fuerza de trabajo a cambio de un salario. El tránsito de la escuela a la fábrica era presentado por Unsain como un trayecto que –inducido por la necesidad– experimentaba “la otra mitad del mundo de los niños”.18 Así, ya desde el Centenario, podemos encontrar rasgos que abonaron una concepción binaria del universo infantil urbano.19
Hacia fines del siglo XIX el trabajo infantil atravesaba todas las ramas de industria, se instalaba en el comercio y formaba un ejército de pequeños trabajadores que se desempeñaban en las calles.
Los niños han trabajado en el fondo de los grandes tanques de aguas corrientes, en el puerto Madero, en las obras de salubridad, y trabajan en los telares, en los hornos de ladrillos, en las tipografías e imprentas, en el acarreo de materiales, en las fábricas de fósforos, fideos, clavos, etc., como en las más humildes tareas. Hoy puede vérseles llenando y empaquetando las cajas de fósforos, vendiendo diarios por las calles, de lustrabotas, parando letras o haciendo su distribución en las imprentas, claveteando calzado, repartiendo mensajes, haciendo cajas de todas clases en las cartonerías y a veces hasta conduciendo el ganado o el arado a través de los campos.20
A principios del siglo XX, se calculaban oficialmente alrededor de siete mil niños trabajando en la industria y cinco mil en el comercio