Amor y tequila. María José Vela
ha muerto».
Ante semejante drama, Sara no dudó en prometerle que irían a verla lo antes posible. De nada sirvió la insistencia de Juan en recordarle aquella tontería sin importancia de que llevaban trece años sin dirigirse la palabra ni enviarse una postal por Navidad.
No, no había sido fácil organizar un viaje así. Ni siquiera le habían hecho a la niña el pa… sa… por… te…
—Juan, ¿puedes mirar en mi bolso si llevo el pasaporte, por favor? —preguntó Sara.
Juan buscó la mirada de Sara en el retrovisor y, aunque no la encontró, pudo sentir su nerviosismo.
—¿Dónde lo tienes?
—Mira en el bolsillo interior.
—Aquí solo está el de Loreto.
—¿Puedes buscarlo donde sea, por favor? —lo instó Sara, el corazón a mil por hora.
Tras adentrarse en las profundidades del inmenso bolso de su mujer, donde encontró un tanga medio mojado que olía a suavizante, un estetoscopio y hasta un tubo pegajoso de pomada para hemorroides, Juan sentenció:
—No está.
Sara se revolvió nerviosa. Quiso tragar saliva, pero tenía la boca seca. Miró el reloj. Iban con el tiempo tan justo que dar la vuelta y volver a casa para buscar el pasaporte ya no era una opción. Si hubieran salido a la hora prevista… Pero fue imposible. Juan se empeñó en despertar a Loreto, una decisión absurda tratándose de un bebé que no dormía nunca más de cuatro horas seguidas. Y a ella no le gustó, claro. El desconcierto inicial de verse obligada a dejar de dormir, dio paso a un tremendo llanto del que tuvo que hacerse cargo Sara mientras le preparaba un biberón y recogía algunas prendas del tendedero que terminó metiendo arrugadas en su bolso. Nada parecía consolar a la pequeña, ni siquiera Po, el perrito de peluche marrón que siempre la acompañaba. Solo cuando tuvo que concentrar toda su energía en hacer algo de suma importancia (una caca bien grande), el llanto cesó.
Sara la llevó a la habitación, le quitó el pañal y se dio cuenta del desastre. Cuantos pañales y toallitas tenían en casa estaban repartidos entre las maletas y la mochila de la niña, y todo, absolutamente todo, se lo había llevado Juan al monovolumen sin preguntar. Sara lo llamó al móvil, pero como todo el mundo sabe, los garajes subterráneos se diseñan a propósito para que no haya cobertura. Lo intentó una vez más y otra y otra… No pudo localizarlo hasta que apareció por la puerta, nervioso porque su mujer no bajaba con la niña. Juan tuvo que correr de vuelta al coche a por toallitas y un maldito pañal y así, con media hora de retraso, consiguieron salir de casa.
—Sara, no puedo creerlo, ¿se te ha olvidado el pasaporte? —balbuceó Juan desde el asiento de atrás.
—Creo que sí.
—Hay que ir a la comisaría y no tenemos tiempo.
—Calla, déjame pensar…
—¿En qué, Sara? Sin pasaporte no puedes volar a México. Tenemos que ir a la comisaría del aeropuerto a para ver si te hacen uno provisional —insistió Juan.
Como si de las trompetas del Apocalipsis se tratara, los altavoces del monovolumen comenzaron a sonar con desesperación. Era una llamada de Loreto, la amiga de Sara responsable de que su hija se llamara así.
—Dime, Lore —contestó Sara, casi sin voz.
—¿Se puede saber dónde estáis? Os estamos esperando.
—Estamos llegando, pero tenemos un problema. Me he dejado el pasaporte en casa —dijo Sara.
Un tenso silencio se formó a ambos lados de la línea.
—¿Me estáis vacilando?
—¡No! —gritaron Sara y Juan a la vez.
—Vale. A ver, no os pongáis nerviosos.
—Hay que ir a la comisaría —dijo Juan.
—Sí, eso me suena. A Abi le pasó algo parecido hace poco. Ella sabe qué hay que hacer, os la paso.
Abi y Loreto, las amigas de Sara, habían quedado con ellos en el aeropuerto para hacerse cargo del monovolumen. Así no tendrían que pagar un dineral de parking si su estancia en Cancún se alargaba más de lo previsto.
—Sara, tranquila, en la comisaría de policía de la T4 pueden hacerte un pasaporte provisional. Creo recordar que está en un extremo de la terminal —dijo Abi, cuya torpeza habitual la había convertido en una experta en solucionar situaciones tan extraordinarias, que podría sobrevivir hasta en Gilead, la república de El cuento de la criada.
—Abi, ¿podéis buscarlo en internet y confirmármelo, por favor? —suplicó Sara.
—Sí, espera, Loreto lo está mirando. Pongo el altavoz.
Aunque solo tardaron unos segundos en consultarlo, dentro del monovolumen parecieron horas.
—La comisaría está al final de la zona de salidas y está abierta —confirmó Loreto—. ¿A qué hora tenéis que embarcar?
—A las nueve, tenemos menos de dos horas. ¿Crees que nos dará tiempo?
—De sobra. Id hasta el fondo de la terminal, nosotras vamos para allá.
Con los nervios de punta, llegaron al aeropuerto. Sara siguió con suma atención las señales para no equivocarse de camino, solo le faltaba aparecer en la terminal equivocada. En cuanto enfiló el carril habilitado para dejar pasajeros, no le costó mucho identificar a sus amigas. Abi trataba de compensar sus problemas de estatura saltando para llamar su atención. Loreto, sin embargo, no necesitaba moverse. Le bastaba su estilo gótico, sus piercings y sus tatuajes para que la reconocieran.
Sara detuvo el coche frente a ellas y, antes de que pudiera tirar del freno de mano, Loreto saltó al asiento del copiloto y empezó a dar instrucciones precisas:
—Sara, ve con Abi. Ya tenemos localizada la comisaría. Juan, tú y yo vamos a dejar el coche en el aparcamiento por si todo sale mal y no podéis viajar.
—¡Leto! —gritó el bebé, que se alegraba de ver a su siniestra