Amor y tequila. María José Vela
juguemos —dijo Sara—. Tú has traído tu pasaporte y a mí se me olvidó el mío. OK. Seguimos. ¿Quién compró los billetes?
—Tú —dijo él, con voz trémula.
—¿Quién hizo la maleta de Loreto?
—Tú.
—¿Quién la llevó a sacarse su primer pasaporte?
—Tú, pero…
—¿Quién fue al banco a por pesos mexicanos?
—Sara…
—¿Quién se encargó de hablar con los del seguro médico por si nos pasa algo?
—Sara, si me dejas hablar….
—No, Juan, ya has hablado bastante, pero ¿por qué en lugar de echarme en cara el único fallo que he cometido, no te preguntas por qué el pasaporte se me olvidó a mí y no a ti?
—Sara, te estás pasando. ¿Quién se queda con Loreto veinticuatro horas seguidas cuando tú estás de guardia?
Sara se cruzó de brazos, alzó una ceja y contestó:
—Tu madre.
—Mi madre solo viene un rato para que yo pueda trabajar. Te recuerdo que soy autónomo, que no tengo vacaciones y que sigo sin entender por qué tenemos que hacer este viaje.
—Chicos… —los interrumpió Abi, apareciendo de la nada.
—Pues si tanto te cuesta entenderlo, no haber venido, Juan. Yo no te lo pedí —dijo Sara.
—¿Es que querías irte sola?
—Chicos…
—No, pero habría sido todo tan sencillo que no se me habría olvidado el pasaporte.
—Chicos, parad…
—Abi, ¡cállate! —gritaron los dos a la vez.
—Es que el policía os está llamando.
Sara giró la cabeza y vio al agente Goliat haciéndole señas. Con la sangre hirviendo en sus venas, tomó las instantáneas que el fotomatón había escupido hacía un buen rato y se acercó al agente.
—Hoy está de suerte. Mi compañero ha venido temprano y ha accedido a atenderla. Pase al primer despacho, la está esperando —dijo Goliat.
—Genial, gracias.
Sara se asomó a la puerta. Un policía muy atractivo, de los que provocan ganas de cometer un delito para que te detenga, la esperaba en una mesa. A pesar de su estado de nervios, Sara intentó sonreír. Cuando tu destino está en manos de otra persona, es mejor ser simpática. Sin embargo, el agente la miró con cara de no haberse tomado aún su primer café del día.
—Siéntese —refunfuñó.
—Buenos días —dijo Sara.
—¿Qué ha ocurrido?
—Tengo un vuelo a Cancún. Embarco a las nueve y me he dejado el pasaporte en casa —dijo. El rostro del policía permaneció impasible. Era como si esperara oír algo más, por eso Sara añadió todo lo que se le fue ocurriendo—: Por favor… Gracias… Lo siento…
—¿También ha olvidado su DNI?
—No, eso no.
—Entonces muéstremelo —dijo el agente de malos modos.
Sara buscó en su cartera y le entregó el DNI. El policía le puso delante un formulario y le indicó con una mueca que lo rellenara. Sara obedeció. Estaba tan alterada que le temblaba el pulso, algo que no le había ocurrido nunca, ni siquiera el día que abrió su primer cráneo en un quirófano.
—Listo —murmuró con timidez—. Ah, y aquí están las fotos. Me las he hecho mientras lo esperaba.
—No le harán falta —anunció el policía con rudeza—. Hace menos de un año que renovó su DNI, de modo que utilizaremos la foto que tenemos en nuestro archivo. Suerte para usted, está muy desmejorada.
Sara lo miró unos instantes sin saber cómo reaccionar a tan cruel observación.
—Tengo poco tiempo y duermo mal —dijo, desconcertada.
—¿Me enseña el billete, por favor?
Sara se lanzó a buscar en su bolso los papeles con todo lo relativo al viaje. Con el revoltijo de cosas que llevaba y la histeria con la que Juan había buscado su pasaporte, salieron húmedos y más arrugados que el codo de una momia. Le dio tanta vergüenza mostrárselos, que sintió la necesidad de explicarse:
—Lo siento, voy a Cancún con mi familia por un problema personal y solo he tenido unos días para prepararlo todo. Han sido tantas cosas que…
—¿No van de vacaciones? —la cortó el policía.
—No.
—¿Negocios?
—Tampoco.
—Entonces, ¿cuál es la urgencia?
—Mi cuñado ha muerto.
—Vaya, lo siento —lamentó el agente, cambiando de pronto su actitud.
—Gracias.
—Viajan para repatriar el cadáver, ¿verdad?
—No, no, él vive allí.
—Vivía —la corrigió el policía.
—Sí, bueno, él vivía allí. Trabajaba en Cancún para una cadena de hoteles americana.
—O sea, que van al entierro.
—No, ya lo incineraron —explicó Sara.
—Entonces, ¿para qué van?
—Mi hermana tiene que cumplir una promesa y nos ha pedido que la acompañemos. Al parecer, tiene que tirar la urna de mi cuñado en un cenote. Es una especie de lago subterráneo que… —Sara se detuvo sorprendida al darse cuenta de que el policía la miraba como si estuviera frente al último capítulo de Juego de Tronos.
—Continúe, por favor —dijo, con sumo interés.
—Es un lugar muy especial para la cultura maya y, al parecer, para mi hermana y su difunto esposo también, aunque no sé muy bien el motivo. El caso es que nosotros somos la única familia que tiene y debemos estar con ella por mucho que mi marido insista en lo contrario.