Amor y tequila. María José Vela
lo hacía y no hablaba del pasado. Pero Juan no estaba pensando en nada de eso. Estaba sintiendo, por primera vez, una profunda admiración por Sara, por eso no dudó en decir:
—Vamos.
—¿Adónde?
—A por tus cosas.
—¿Por qué?
—Porque te vienes a vivir conmigo.
—Pero, Juan, tu apartamento es muy pequeño.
—Mejor. Así no nos costará llenarlo de buenos recuerdos —dijo él con ternura.
En ese momento empezó lo que Sara consideraba la época más feliz de su vida. Entre sus guardias en el hospital y los viajes de Juan, que por aquel entonces trabajaba en una consultoría internacional, pasaban mucho tiempo separados; pero Sara no se sentía sola porque, como bien había vaticinado Juan, en aquel apartamento minúsculo fueron atesorando recuerdos maravillosos, como el del día que Juan llegó a casa con una gran noticia:
—Sara, voy a dejar la consultoría.
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—Estoy harto de viajar a todas horas, sobre todo ahora que te tengo a ti.
—Pero si lo dejas, ¿qué vas a hacer?
—Voy a montar una asesoría por mi cuenta. Ya tengo un par de clientes que se vienen conmigo y conseguiré muchos más. Seguiré trabajando como un animal, pero esta vez será solo para nosotros y no pararé hasta que puedas dejar de hacer guardias. Casi no te veo, Sara, y lo odio. Odio todo aquello que te aparta de mí. Sara… ¿Estás llorando?
Sí, Sara estaba llorando. Había pasado tanto tiempo anhelando que alguien, más allá de sus amigas, se preocupara de verdad por ella, que la emoción la desbordó. Era como volver a tener una familia y eso, después de que la suya desapareciera de la noche a la mañana sin dejar rastro, le pareció un regalo. Juan la abrazó, limpió cada lágrima a base de caricias y consiguió que el momento fuera mágico, apasionado y chisporroteante. Tan mágico, apasionado y chisporroteante, que Sara se quedó embarazada.
Aunque nunca habían hablado de tener hijos, ambos acogieron la noticia con ilusión. Sin embargo, ninguno de los dos se acordó de plantear si debían dar un paso más en su relación. O, tal vez, no quisieron. Juan pensaba que estaban bien así y Sara no quería forzar las cosas. Pero las forzaron. En el cuarto mes de embarazo, Sara tuvo un fallo renal que las llevó, a ella y al bebé, directas a quirófano. Por suerte todo salió bien, pero Juan se asustó de verdad y, en la misma cama de hospital le entregó con torpeza un anillo tan caro que hasta Gollum habría renunciado a él. Puede que el escenario no fuera el más romántico del mundo, pero para Sara fue un momento precioso.
Juan no quiso esperar al nacimiento del bebé para celebrar su amor por todo lo alto, y así fue como, en la semana treinta y seis de embarazo, Sara rompió aguas frente al mismísimo altar y tuvieron que salir corriendo al hospital.
—¿Nos vamos de luna de miel? —preguntó Sara con picardía esa misma noche, con Loreto recién nacida en sus brazos.
Juan sonrió feliz.
—En cuanto crezca un poco nos iremos los tres donde tú quieras.
Jamás volvieron a hablar del tema. ¡Fue imposible! Loreto se despertaba cada dos o tres horas pidiendo atención con un llanto desesperado, algo habitual en los dos o tres primeros meses de vida, pero llegado el quinto y el sexto, empezaba a ser preocupante.
—No duerme más de cuatro horas, ¡eso no puede ser normal! —explotó Juan un día, en la consulta de un antiguo compañero de universidad de Sara que parecía disfrutar con su desesperación porque siempre había estado enamorado de ella.
—Os ha tocado un bebé que no duerme, eso es todo. Mientras siga ganando peso y creciendo a buen ritmo, no hay ningún problema.
Juan pidió una segunda opinión y también una tercera, pero no consiguió que les recetaran nada nuevo, solo una buena dosis de amor y mucha paciencia. Dos remedios de los que ambos iban cada vez más escasos.
—¿Qué nos está pasando, Juan? —murmuró Sara en el avión, casi sin querer.
Juan cambió de postura en su asiento al oírla, pero siguió durmiendo como un gusano de seda en su capullo. Loreto, sin embargo, se inquietó en sus brazos. Se revolvió tanto que tiró a Po, su perrito de peluche, al suelo. Sara se inclinó para alcanzarlo y se lo dio, pero era demasiado tarde. Loreto ya se había espabilado del todo.
Con el fin de evitar que despertara a su padre, Sara buscó la cartera en su inmenso bolso. Loreto se entretenía mucho jugando con las tarjetas de crédito. Como tardaba en encontrarla, decidió sacar lo primero con lo que tropezó, su pasaporte provisional y las fotos que, al final, no había necesitado. La niña lo agarró todo con sus manitas y, cuando Sara comprobó que la mujer cansada y descuidada que la miraba desde la tira del fotomatón nada tenía que ver con la rubia despampanante que aparecía en su pasaporte, entendió que el policía guapo no pretendía ofenderla cuando le dijo aquello de: «Suerte para usted, está muy desmejorada». Solo había dicho la verdad, una verdad flagrante hasta para un bebé de veinte meses.
—¿Mamá? —preguntó Loreto con su lengüita de trapo, señalando la foto del pasaporte.
—Sí, esa era mamá —susurró Sara.
—No, no, no, no —aseguró la pequeña riendo, y volvió a preguntar incrédula—: ¿Mamá?
Sara le dio un beso en la frente para evitar que el juego se convirtiera en un bucle interminable. Apoyó la cabeza en su asiento y la giró para observar a Juan. Sí, ambos parecían haber envejecido una década en tan solo unos meses pero, ¿acaso era eso posible?
«Claro que es posible», pensó Sara con tristeza. «Es lo mismo que les ocurrió a papá y mamá cuando Caye se fue a México y decidió no regresar».
CAPÍTULO CUATRO
Todo comenzó con uno de tantos viajes exóticos que Cayetana hacía cuando era joven, vegetariana, activista de causas perdidas y todo aquello que pudiera molestar a su padre. Llevaba semanas recorriendo