Amor y tequila. María José Vela
con maletas a su alrededor y no pudo esquivarlas porque llevaba a Loreto en brazos. Se quedó contemplando impotente cómo se alejaba la silla sin darse cuenta de que Juan, cargado con la mochila de los pañales de Loreto y las dos maletas que acababa de recoger, la miraba preocupado. De algún modo, en aquel momento tuvo la certeza de que el reencuentro de Sara con Cayetana, la terminaría apartando de él.
Una vuelta de cinta más tarde, cuando por fin tenían todas sus cosas amontonadas en un carro y a Loreto en su silla, se dirigieron a la salida. Al ver el gentío que esperaba impaciente a los pasajeros, el corazón de Sara se aceleró. La mayoría eran personas mostrando un cartel con nombres en todos los idiomas: miss Fletcher, mademoiselle Dumont, señor Vela… A Sara se le encogió el estómago. Trece años atrás, Álvaro la estaba esperando allí mismo con uno de esos carteles frente a su pecho. Y ahora estaba muerto.
—¿Dónde está tu hermana? —preguntó Juan.
—No lo sé, no la veo —dijo Sara.
Buscó entre el gentío un vestido blanco de flores y una melena rubia, pero no encontró nada parecido, y los pasajeros que iban saliendo tras ellos los obligaban a avanzar, algunos sin ninguna consideración.
—¡Ay! —chilló Sara.
Un hombre que guiaba a un grupo de japoneses le golpeó el tobillo con un carro en el que llevaba equipaje suficiente como para vestir a todo Tokio durante décadas.
—Ay, esquiusmi —dijo el hombre, en un inglés tan musical como rústico.
—No pasa nada —dijo Sara, masajeando su tobillo.
—Híjole, pensé que era usted gringa. Como es tan alta y tan güera…[3]
—¿Perdón? —preguntó Sara, sin comprender ni una palabra.
—Nada, güerita. Con permiso —dijo el asesino de tobillos, casi cantando, y se alejó despreocupado con sus japoneses, que se movieron tras él con la misma coordinación que un banco de sardinas.
Sara levantó la tela de su vaquero para ver su tobillo. Tenía la piel arañada y empezaba a sangrar. Juan se acercó a ella, le puso la mano en la cintura y le preguntó con ternura:
—¿Estás bien?
Puede que fueran los nervios, el cansancio o el calor. La cuestión es que Sara se incorporó y se giró hacia Juan con el firme propósito de abrazarlo y decirle que sí, que estaba bien, y que siempre lo estaría mientras siguieran juntos. Pero no lo hizo. Una imagen insólita, increíble, casi grosera, llamó su atención antes siquiera de que pudiera establecer contacto visual con su marido. Una imagen que provocó que Sara no dudara en soltar la silla de Loreto ni en apartar a Juan de un empujón para dar unos pasos adelante y observarla con suma atención.
A tan solo unos metros, en un rincón apartado, una hermosa mujer trataba de esconder su impaciencia tras unas oscuras gafas de sol. Era una mujer bellísima y sofisticada, de esas que llaman la atención con su sola presencia pero que, además, cargan su outfit de exclusividad. Llevaba su melena rubia recogida en una original trenza de raíz que desvelaba un cuello esbelto y una piel sedosa, ligeramente bronceada. Su vestido, negro y sin mangas, tenía un corte tan exquisito que habría hecho parecer una princesa incluso a Jason Momoa. Se ceñía a su cuerpo con elegancia y llegaba hasta la altura justa para descubrir unas rodillas firmes y unas piernas de escándalo, en parte gracias a unos finísimos zapatos de tacón que hacían juego con un bolsito que la mujer llevaba en el brazo con el estilo de una diosa.
—No puede ser —murmuró Sara, plantada entre la multitud como una fría estatua.
Y, como si hubiera distinguido una voz familiar entre el guirigay que reinaba en el aeropuerto, la mujer elegante se giró hacia ella, deslizó sus gafas hasta la punta de su nariz con un movimiento más que estudiado y, durante un breve instante, sonrió.
Aunque nada tenía que ver con la preciosa hippy jovial y serena que Sara se había imaginado, esa mujer era, sin duda, Cayetana. Su rebelde y transgresora hermana pequeña.
—¡Sarita! —exclamó, corriendo a lanzarse en sus brazos.
—Caye… —dijo Sara con dificultad. Oír su voz llamándola así, Sarita, y sentir su cuerpo aferrándose al suyo, fue como volver a estar en casa después de vivir una pesadilla de trece años.
—No sabes cuánto te he echado de menos, Sarita. Me haces tanta falta… Y después de lo mal que me porté contigo… No lo puedo creer… ¿Podrás perdonarme? —preguntó Cayetana mientras la abrazaba.
Sara no supo qué responder. Eran tantas emociones y estaba tan sorprendida, que solo acertó a decir:
—Siento mucho lo de Álvaro.
Cayetana deshizo su abrazo y, cabizbaja, rozó su nariz con un pañuelito blanco de tela que había sacado de la nada.
—Lo sé, Sarita, gracias. Le caíste tan bien…
Como siempre y a pesar de todo, Sara sintió la imperiosa necesidad de hacer algo para distraer a su hermana y evitar que llorara.
—Mira, Caye, este es mi marido —dijo cuando tomó su brazo para conducirla hasta el lugar donde se encontraban Juan y Loreto.
Cayetana se recompuso y, sin quitarse las gafas, le dio a Juan un corto, frío y pretencioso abrazo.
—Juan, encantada de conocerte.
—Igualmente —contestó él a duras penas, ocupado en disimular su sorpresa.
Su cuñada era, sin duda, la mujer más hermosa que había visto jamás. Pero el motivo de su asombro era el enorme parecido que guardaba con Sara. Tener a Cayetana delante era como estar frente a una versión pro de aquella joven fabulosa que conoció en una fiesta y de la que se enamoró al instante. La mujer a la que había jurado amar siempre y con la que apenas había hecho el amor desde que se convirtió en madre.
—Qué suerte has tenido con Sarita, Juan. Es tan lista… ¡Toda una doctora! ¡Neuróloga