Amor y tequila. María José Vela
mandé comprar esta mañana para tu bebé. Espero que le sirva —dijo Cayetana.
—¿De verdad hiciste eso?
—¡Claro! Quiero que vuestra visita a Cancún sea lo más agradable posible, Sarita. Es lo menos que puedo hacer para daros las gracias por haber venido a acompañarnos, ¿no crees?
Sara no supo qué decir ni qué pensar. No podía creer que, en los escasos diez minutos que llevaban juntas, Cayetana le hubiera pedido perdón y que ahora le diera las gracias. Su corazón clamaba por creerla, pero no era la primera vez que la engañaba y no podía bajar la guardia.
Aún no.
[3]. Güero/ra: persona de piel clara y cabello rubio. (N. de la A.)
CAPÍTULO SEIS
Cuando ya estaban todos acomodados y la pequeña Loreto atada en su sillita nueva, el Karlmann se puso en marcha y salió del aeropuerto para tomar la carretera de Cancún-Chetumal, que los llevaría casi directos al Boulevard Kukulkán, la gran avenida que cruza la zona hotelera de Cancún. Cayetana tocó con cariño la rodilla de Kin y le quitó uno de sus auriculares.
—Kin, basta de música, por favor. Sarita y Juan son tus tíos, habla con ellos —le dijo.
El joven alargó la mano para que le devolviera su auricular, se lo colocó de nuevo y bajó un poco la música, al menos lo suficiente como para que no se escuchara desde la otra punta de Cancún.
Sara esperó en vano que su hermana hiciera caso de sus propias palabras y que dejara de comportarse como una pija estirada para volver a ser ella misma. Pero no lo hizo. Se acomodó en su asiento con la espalda muy recta, cruzó las piernas en una pose sofisticada y se quitó sus oscuras gafas de sol. Fue entonces cuando Juan empezó a sospechar. Los ojos de Cayetana eran verdes, como los de Sara, pero de un tono mucho más intenso, y estaban enmarcados por unas pestañas infinitas y una piel tersa en la que no había ni una imperfección. Costaba creer que esa mujer tuviera solo un año menos que Sara, pero también que acabara de quedarse viuda. Si bien estaba claro que Cayetana no era feliz, su mirada no reflejaba tristeza, sino un misterioso recelo cuyo motivo Juan tendría que descubrir para proteger a Sara.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó Cayetana.
—Bien, pero casi perdemos el vuelo. Sara se dejó el pasaporte en casa y tuvimos que ir a la comisaría del aeropuerto para que le hicieran otro. Por suerte, todo quedó en un susto, ¿verdad, cariño? —dijo Juan, enlazando sus dedos con los de su mujer. Mostrarse encantador era lo primero que tenía que hacer para ganarse la confianza de su cuñada.
Sara se giró hacia él con la duda en la cara. No entendió el motivo de esa nueva y edulcorada actitud hasta que vio la enorme sonrisa que Juan le dedicó a su hermana. ¿Quería impresionarla? Bueno, al fin y al cabo, Cayetana estaba tremenda y tenía un coche alucinante, de modo que decidió seguirle la corriente.
—Sí, fue increíble. Gracias a la actitud positiva de Juan, salimos de ese infierno. No sé qué habría hecho sin su apoyo —dijo Sara y, después, apachurró los dedos de Juan entre los suyos hasta que le arrancó un lamento en forma de «¡Ay!».
—Oh, Sarita, ¡lo siento de verdad! Siento tanto que tuvieras que pasar un mal rato por mi culpa… —dijo Cayetana, realmente afligida.
Sara la miró preocupada. Definitivamente su hermana se había convertido en otra persona y semejante giro no podía ser sino el resultado de un gran sufrimiento.
—Caye, ¿cómo estás? —le preguntó, mirándola directamente a los ojos.
Cayetana volvió a esconderse tras sus oscuras gafas de sol y, pañuelito de tela en mano, murmuró:
—Fue todo tan horrible, Sarita… Mr. Thomas organizó una excursión en su yate para ir a la isla de Cozumel. A varios de sus invitados se les antojó bucear, y como Álvaro era un experto buceador, le pidieron que los acompañara. Nadie se explica por qué se separó del grupo ni tampoco qué pudo pasar si el mar estaba tranquilo, pero…
Cayetana interrumpió su discurso, momento que Sara y Juan aprovecharon para, discretamente, admirar la belleza que los rodeaba. Parecía extraño que, en un lugar así, tuviera cabida un desconsuelo tan grande como el que apenas dejaba hablar a Cayetana.
—Lo siento, Caye —dijo Sara, aun sabiendo que sus palabras serían inútiles.
—Tardaron cinco días en encontrar su cuerpo, Sarita —continuó Cayetana— y eso que en el yate de Mr. Thomas iba gente del gobierno que respaldó la búsqueda.
—Caye, ¿quién es Mr. Thomas? —preguntó Sara.
—Percival Thomas, el propietario de los Percival Resorts, la cadena de hoteles de lujo más grande de todo el Caribe y una de las más importantes del mundo. ¿No habéis oído hablar de él? Es una persona muy conocida.
—¿Algo así como un Hilton? —preguntó Juan.
—Sí, pero con mucha más clase.
—¿Has dicho clase? —preguntó Sara, sorprendida por que una expresión así pudiera salir de boca de su hermana.
—Sí, Sarita. Él y su esposa, Linda, tienen una de las mayores fortunas del mundo y, sin embargo, son encantadores. No os imagináis lo bien que se están portando con nosotros, ¿verdad, Kin?
—Sí —balbuceó el muchacho, sin levantar la vista.
—La verdad es que no es de extrañar —continuó Cayetana, que parecía más animada por poder utilizar un cierto deje de pretencioso orgullo—. Álvaro le salvó la vida a Mr. Thomas. Fue hace mucho tiempo, cuando todavía andaba con la camioneta cargando turistas por los resorts. Mr. Thomas se quedó sin chófer de la noche a la mañana y necesitaba ir a supervisar las obras de un hotel que estaba construyendo en Playa del Carmen. Cuando venían de regreso, los asaltaron dos hombres armados. Álvaro se enfrentó a ellos y evitó que secuestraran a Mr. Thomas o algo peor. Como premio, lo nombró su chófer personal, pero