Amor y tequila. María José Vela
—dijo en tono musical.
—¿Qué pasa, Sara? —preguntó él, sonriendo.
—Que podrías ser un poco más discreto, ¿no te parece, cariño?
—No sé por qué lo dices, cariño.
—Porque no se preguntan esas cosas, Juan.
—Solo mostraba interés por la situación de Cayetana y de Kin, Sara. Creía que estábamos en familia.
—Y lo estamos, pero una cosa es tener confianza y otra hacer preguntas indiscretas, mi amo.
El cruce de reproches almibarados, dolorosos apretones de mano y sonrisas falsas fue in crescendo hasta el punto en que Kin se apartó el flequillo de la cara para contemplar bien a sus tíos y, cuando ya se mascaba la tragedia, Carmen y Wendoline aparecieron en la terraza con la pequeña Loreto.
—Disculpen. Doctora, la niña ya comió y se portó muy bien —dijo la nana. —¿Quiere que la ayude a dormir la siesta?
—¡¡¡No!!! —gritaron Sara y Juan al mismo tiempo.
Todos, hasta Álvaro en su urna, dieron un brinco del susto.
—Lo siento —se disculpó Sara—. Es que si duerme la siesta se pasa la noche en vela. No duerme muy bien. Por cierto, ¿dónde está Po?
—¿No lo tenías tú? —preguntó Juan, nervioso.
—No, yo no lo tengo —dijo Sara.
—¿Lo traía en el coche?
—Sí, pero cuando se bajó lo llevaba en la mano.
—¿Estás segura?
—Creo que sí.
Cuando ya parecía que Sara y Juan estaban a punto de sufrir un ataque de ansiedad conyugal, Carmen sacó el perrito de peluche del bolsillo de su delantal y preguntó:
—¿Este es Po?
Sara y Juan respiraron aliviados.
—Sí, menos mal —bufó Juan.
—Carmen, Po es el muñeco de apego de Loreto. Sin él, es incapaz de dormirse, por eso es tan importante que no lo pierda. Sería una tragedia —explicó Sara.
—Juan… Sarita… Sois tan exagerados… —dijo Cayetana—. Os aseguro que en tres días Loreto dormirá toda la noche de un tirón. Confiad en Carmen, es la mejor nana del mundo.
—Favor que usted me hace, señora, gracias.
—Doña Cayetana —dijo Wendoline—, don Dimitri no deja llamarla al celular. ¿Quiere que le diga algo?
—No, Wendoline. Ya lo llamaré cuando todo haya pasado.
—¿No lo avisaste del funeral? —preguntó Kin, extrañado.
Cayetana negó con la cabeza y, para poner fin a la conversación, se dirigió a Sara y a Juan:
—Bueno, me imagino que estaréis agotados. ¿Por qué no vais a descansar?
—A mí me vendría muy bien —dijo Juan—. Estoy muerto.
—Wendoline, acompañe a los doctores a su cuarto para que descansen y pídale a María que les lleve un agua de pepino —dijo Cayetana.
—Sí, señora, cómo no. ¿Y para usted?
—A mí tráigame otra agüita especial. Tengo que hacer unas llamadas para terminar de organizar el funeral.
—Claro, señora. Doctores, por favor… —Wendoline les indicó con un gesto de la mano hacia cual de los distintos pasillos que salían del salón tenían que dirigirse.
—Ve tú, Juan. Yo me quedo con Loreto acompañando a Cayetana —propuso Sara.
—Sarita, ve con tu esposo. Lo mejor es que durmáis ahora y que después os acostéis temprano. Así, mañana, para el funeral de Álvaro, ya estaréis acostumbrados al cambio de hora. Será una ceremonia sencilla, pero habrá mucha gente importante que quiero que conozcáis —dijo Cayetana.
Sara y Juan se miraron sin saber qué hacer. Estaban cansados y necesitaban hablar a solas pero, sin Loreto de por medio, todo resultaba muy extraño.
—Está bien, pero si pasa cualquier cosa avísame, por favor —suplicó Sara.
—Tranquila, ¡no pasará nada!
Ahora sí, Wendoline los guio por un largo pasillo hasta la que sería su habitación, una estancia enorme donde María, la otra empleada, terminaba de deshacer el equipaje.
—¿Vamos a dormir aquí? —preguntó Juan, asombrado.
La habitación tenía una cama king size, baño y, cómo no, vistas al mar. Y no le faltaba detalle, hasta había una camita preparada para la pequeña Loreto.
—María, tráigales a los doctores un agua de pepino —le pidió Wendoline.
—Ahorita mismo. Permiso.
—Wendoline, esto no es necesario, de verdad —dijo Sara, al ver su ropa, la de la niña y la de Juan perfectamente colocada en el armario.
—Son órdenes de doña Cayetana, doctora.
Sara entornó los ojos. Con un gesto de complicidad, le dio un codazo a Wendoline con picardía y le preguntó:
—Es una jefa insufrible, ¿verdad?
Wendoline negó con la cabeza y trató de sonreír, pero su expresión se tornó triste.
—No, doctora, cómo cree. Doña Cayetana es muy buena con nosotros y la queremos mucho. No más que… —Como si se hubiera dado cuenta de que estaba a punto de hablar demasiado, Wendoline cortó la frase, murmuró un «permiso» casi inaudible y desapareció.
Sara se giró hacia su marido:
—¿Has visto eso?
—Sí, todo es muy raro —dijo Juan.
—Ni te imaginas. Te juro que no reconozco a mi hermana.
—No es solo tu hermana, es todo. Los empleados, la actitud de Kin, no digamos el piercing genital… Además, ¿tú crees que un director de hotel puede mantener este tren de vida?
—Bueno, es un hotel de lujo y ya escuchaste lo que dijo Caye. Álvaro