Amor y tequila. María José Vela
qué?
—Como va así, en pijamita y toda despeinada…
—Sí, bueno, en realidad es su ropa interior. Le hemos quitado lo que llevaba puesto para que no tuviera calor —se excusó Juan, sin entender muy bien por qué.
—Caye, ¿ese de ahí es Kin? —preguntó Sara.
—Sí. Está enorme, ¿verdad?
Cayetana hizo una seña discreta a un muchacho alto y desgarbado que caminó hacia ellos esforzándose por tapar, con un largo flequillo rubio, su incipiente acné. Llevaba bermudas, polo negro y era más que evidente que se sentía incómodo vestido así. Tras él, caminaba un hombre regordete de sonrisa amistosa cuya piel morena hacía destacar una guayabera blanquísima.
—Kin, te presento a nuestra familia.
—Mucho gusto —dijo el muchacho, extendiendo su mano hacia Juan y dándole un tímido beso a Sara.
—Te acompaño en el sentimiento —dijo Juan.
—Gracias —musitó el joven que, acto seguido, pulsó con disimulo los botones laterales de su teléfono hasta que una música estridente salió velada de los auriculares inalámbricos que parecían soldados a sus orejas.
Cayetana lo miró disgustada y, justo cuando parecía que iba a reprenderlo, alguien irrumpió en la conversación con la clara intención de evitarlo:
—Permítanme que me presente. Soy Celso Pérez, el chófer de doña Cayetana. A sus órdenes —dijo el hombre gordito de sonrisa amistosa y guayabera blanquísima.
—Sí, perdón —dijo Cayetana—. Celso, le presento a mi hermana, la doctora Sara Arcaute, y a su esposo, el doctor Juan…
—González —se apresuró a decir él, cuando se hizo evidente que su cuñada no conocía su apellido.
—¿González qué más? —preguntó Cayetana.
—García.
—¿García qué más?
—Solo García, nada más.
Tras unos breves segundos de confusión, Cayetana reaccionó:
—¡Oh! Disculpa, supuse que al ser tan común, al menos sería un apellido compuesto.
—No, lo siento —dijo Juan, tratando de encajar ese nuevo ataque a su ego.
—Bueno, no importa. Permitidme que os aclare que Celso no es solo nuestro chófer, es una persona muy querida y de total confianza que estará a vuestra disposición. ¿Verdad, Celso?
—Sí, doña Cayetana, cómo no —dijo el chófer, y como si quisiera confirmar su buena actitud, se dirigió a Juan—: Permítame, yo me encargo de su equipaje.
—Tranquilo, no es necesario.
—Sí, permítame, por favor.
Juan desistió al darse cuenta de la actitud nerviosa de Celso y lo que le pareció un gesto de disgusto en el rostro de Cayetana cuando propuso:
—¿Nos vamos? Me imagino que querréis cambiaros de ropa.
—Sí, lo cierto es que sí —dijo Sara, al darse cuenta de que la chaqueta que llevaba atada a la cintura, estaba llena de pelotillas.
—Síganme, por favor, el carro esta por acá —dijo Celso.
—¿Cabremos todos en un coche? Si es necesario, podemos coger un taxi —dijo Juan.
Cayetana se puso muy tensa y lo miró con gesto serio, sobre todo cuando vio a Celso darse la vuelta para disimular que le entraba la risa.
—Aquí no se cogen las cosas, Juan. Aquí se toman o se agarran —explicó con severidad y un ligero rubor en sus mejillas.
—Es verdad, lo siento —murmuró avergonzado. Con todo lo que había viajado, ¿cómo había podido olvidar la erótica connotación del verbo coger?
—No se preocupe, doctor, el carro de doña Cayetana tiene ocho asientos, cabemos todos —dijo Celso, el rostro congestionado de tanto aguantarse la risa—. Síganme, por favor.
Cayetana y Kin lo siguieron en silencio. Sara y Juan se miraron, «agarraron», que no «cogieron», la silla de Loreto, y fueron tras ellos.
Caminaron en silencio por el aeropuerto hasta que cruzaron la puerta de salida. Una vez fuera, los recibió una brisa cálida y una larga fila de palmeras que se alzaban despeluchadas hacia un cielo azul increíble.
—¿Qué es ese ruido tan molesto? —preguntó Cayetana, deteniéndose de pronto.
Todos la miraron sin comprender, hasta que Sara se dio cuenta de que se refería al chirrido metálico que hacía la silla de Loreto.
—Es esta rueda de aquí, tenemos que ponerle aceite —explicó.
—¡Oh! Tranquila, Celso se encargará después —dijo Cayetana, y reemprendió la marcha despreocupada.
Sara la miró perpleja, preguntándose de qué material sería el palo que se había implantado en la columna para caminar tan recta con semejantes tacones. ¿Madera? ¿Hierro? ¿Acero blindado como el que rodeaba ese inmenso todoterreno cuyo portón trasero se abrió en cuanto Celso se acercó a él?
—Esto es… Es… ¿Es un Karlmann King? —preguntó Juan.
—Sí, es un Karlmann —dijo Celso.
—Alucino…
—Fue el último capricho de Álvaro —murmuró Cayetana, con su pañuelito en la nariz.
Celso chasqueó la lengua con pesar y, visiblemente apenado, comenzó a meter todo en el maletero.
—Sara, ¿me ayudas a sacar a Loreto de la silla? —dijo Juan, con un tono que dejaba claro que no necesitaba ayuda, pero sí decirle algo.
—¿Qué pasa? —susurró Sara, inclinada sobre la pequeña para soltarla.
—¿A qué se dedicaba Álvaro?
—Lo último que supe es que era el chófer del dueño del hotel en el que trabajaba.
—Imposible