Amor y tequila. María José Vela
con el firme propósito de anular la boda y traer a Cayetana de vuelta, pero ni él ni sus abogados ni su determinación pudieron hacer nada contra de la magia de Tulum.
No volvieron a tener noticias de Cayetana hasta un año más tarde, cuando llamó a casa para contarles que ahora vivía en Cancún y, así de pasada, algún detallito más sin importancia:
—Cancún es un elogio al capitalismo, pero el mar es increíble y aquí hay mucho trabajo para Álvaro. De algo tenemos que vivir, ¿no? Además, en quince días nacerá mi bebé.
La noticia cayó como una bomba, sobre todo porque pretendía dar a luz a su hijo en su propia casa; y Sara decidió ir a verla, aunque para ello tuviera que enfrentarse, por primera vez en su vida, a su padre:
—Papá, somos su familia y tenemos que apoyarla.
—Ese es el problema, Sara, que como siempre la hemos apoyado, nunca ha tenido que asumir las consecuencias de sus actos —protestó su padre—. ¿Tienes idea de lo que tu madre y yo hemos gastado en multas, fianzas y abogados cada vez que tu hermana se manifestaba desnuda en las plazas de toros, se encadenaba a los árboles o saboteaba el Congreso de los Diputados? Decenas de miles de euros, Sara. ¿Y cómo nos lo agradece? Largándose con el primer cantamañanas que encuentra dispuesto a seguirle la corriente.
—Pero dice que va a tener a su hijo en casa, papá. ¿Tienes idea del riesgo que corre?
—Es su decisión y, por tanto, su problema.
—Papá, entiéndelo. Yo soy médica y puedo ayudarla.
—Aún no, Sara, te quedan dos años de carrera y el MIR.
—Sí, pero puedo asistir un parto. Así, si no consigo convencerla de que vaya a un hospital, al menos podré ayudarla.
—Sara, te lo prohíbo.
—¿Por qué?
—Porque esto es precisamente lo que busca tu hermana, que vayamos a sacarla del apuro.
—Tener un hijo es más que un apuro, papá. Lo siento, pero voy a ir verla.
—¿Con qué dinero, Sara? —la retó su padre, harto de discutir.
—Con el que yo le voy a dar. —La voz de Sol, la madre de Sara, sonó contundente por todo el salón y colapsó el aire con su tristeza.
El padre de Sara se giró hacia ella sorprendido. Su rostro pasó de la sorpresa al enfado y, finalmente, a la derrota. Fue entonces cuando Sara se dio cuenta de cuánto había envejecido en tan poco tiempo.
—Está bien. Haced lo que queráis, pero una cosa os pido: No os llaméis a engaño. Cayetana solo piensa en sí misma, y nosotros, su familia, no le importamos nada —sentenció.
Tres días más tarde, Sara llegó al aeropuerto de Cancún, donde su cuñado Álvaro la esperaba con una enorme sonrisa y su nombre dibujado en un cartel. Era uno de esos chicos tan encantadores y amables que al final terminan provocando desconfianza. Guio a Sara por el aeropuerto hasta una furgoneta llena de turistas que tenía que repartir por varios hoteles de la cadena de resorts americana para la que trabajaba.
—Esto es algo provisional —le dijo a Sara—. Muy pronto conseguiré algo mejor. Así podré cuidar a Cayetana como se merece. Como a una reina.
—Álvaro, si hay alguien en este mundo que no quiere ser una reina, esa es mi hermana —le advirtió Sara.
—Sí, ¿verdad? Es tan auténtica… —suspiró Álvaro con una sonrisa que hubiera encogido el corazón de cualquiera, pero que a Sara le provocó un escalofrío.
Tras repartir a todos los turistas, Álvaro llevó a Sara a su casa. Como era de esperar, vivían en una casucha de mala muerte en Cancún pueblo, lejos del lujo y el glamur de los hoteles, pero contra todo pronóstico, estaba limpia y ordenada. Cayetana salió a recibirlos descalza, con los brazos abiertos y su larga melena rubia cayendo libre y salvaje hasta la cintura. Seguía como siempre, salvo por la inmensa barriga de embarazada y por el precioso vestido blanco bordado con flores de cien colores que llevaba puesto.
—Caye, esto es muy bonito —le dijo Sara después de abrazarla.
—¿Te gusta? Es el vestido típico de Yucatán. ¡Tengo millones! Los hago en casa y después los vendo en la playa. Al principio me los compraban en una tienda de un centro comercial muy pijo, pero cuando vi que cobraban a las clientas diez veces más de lo que me pagaban a mí, les insinué amablemente que fueran a burlarse de otra.
—¿Amablemente? ¿Eso significa que te esposaron? —dijo Sara, riéndose.
—Solo un poco, pero ¿qué más da? Mira, he hecho uno para ti y otro para mamá.
—Son muy bonitos —reconoció Sara, sorprendida de que su hermana tuviera algo parecido a un trabajo y de que se mostrara generosa con su madre.
Estuvieron hablando toda la noche. Cayetana le contó a Sara lo feliz que se sentía viviendo en Cancún, lo estupendo que era Álvaro y lo maravilloso que era estar embarazada:
—Las mujeres somos diosas, Sarita. Cuando estés embarazada lo entenderás.
Pero lo mejor del viaje de Sara llegó cuando, unos días más tarde, Álvaro la despertó en plena noche.
—¿Qué pasa?
—Ven, por favor, Cayetana se encuentra mal.
Sara se levantó corriendo y fue hasta la habitación de su hermana.
—Álvaro, ¿para qué la despiertas? Ya te dije que son gases. No tendría que haberme comido el quinto taco de carnitas[2] —dijo Cayetana.
Nada más tocar su barriga, Sara confirmó que no se trataba de gases, sino de contracciones.
—Las tienes cada diez minutos, Caye, tu bebé está en camino. Vamos a un hospital.
—Sarita, ya lo hemos hablado. No quiero ir a un hospital. No estoy enferma, solo voy a tener un bebé y no quiero que nazca en un quirófano frío y cargado de mal karma.
Sara miró a Álvaro con preocupación. Necesitaba ayuda para convencerla.