Amor y tequila. María José Vela
las nueve.
El agente Goliat miró su reloj y torció el gesto.
—Los compañeros que realizan estos trámites no llegan hasta las ocho.
—¿Hasta las ocho? Eso es casi una hora y no tengo una hora, ¡voy con un bebé! —protestó Sara.
—Señora, es lo que hay. Siéntese ahí y espere —ordenó Goliat, con una templanza envidiable hasta para un monje budista.
—Sara, tranquila, yo me quedo esperando. Tú ve a ese fotomatón de ahí y hazte unas fotos. Te las van a pedir —dijo Abi.
—Buena idea —confirmó el agente Goliat, que miraba a Abi con inusitada atención—. Me suena mucho su cara, ¿la conozco de algo?
Abi sonrió emocionada y le dedicó una coqueta caída de ojos.
—Sí, puede ser, presento las noticias de madrugada del Canal 12 —dijo apartándose el pelo de la cara como si fuera una celebrity.
Goliat entornó los ojos y ladeó la cabeza.
—¿Canal 12? Ni siquiera sabía que existía.
—Vaya por Dios… —suspiró Abi, de vuelta al anonimato.
—Pero estoy seguro de que la conozco… ¡Ya sé! Usted estuvo aquí hace poco. ¡Es la periodista que se desmayó!
Una repentina y sospechosa tensión se apoderó de todos los músculos de Abi.
—¿Cuándo te desmayaste? —preguntó Sara, extrañada por no conocer esa historia.
—¿No te acuerdas? Te lo conté, tonta. Iba a París con un compañero para hacer un reportaje y me dejé el DNI en la oficina. Me enviaron aquí y, con los nervios, me desmayé —mintió Abi.
Mintió, sí, porque en realidad no se desmayó. Tan solo simuló un desvanecimiento para que la atendieran antes que a nadie y, aunque se salió con la suya, ahora ese policía podría descubrir el engaño si Sara no dejaba de mirarla con cara de sospecha.
—Sara… ¡Las fotos! —dijo Abi.
Con los nervios de nuevo en el estómago, Sara fue hacia el fotomatón que había a unos pocos metros. Abrió las cortinas y se sentó en la banqueta. La cabina era agobiante, demasiado pequeña para su metro ochenta de estatura. Al ver su aspecto en el reflejo de la pantalla, sacó de su bolso el tubo de pomada para hemorroides y se aplicó a pequeños toques una buena cantidad bajo el párpado inferior. Era un ritual más que otra cosa, porque hacía meses que ese truco ya no funcionaba. Enderezó la espalda y se dio cuenta de que su cabeza se salía de los límites de la foto. Se levantó y bajó la altura del asiento dándole vueltas hasta que llegó al tope. Volvió a sentarse y compuso un poco sus rebeldes rizos dorados. Siguió las instrucciones que vio en la pantalla y…
Tres.
Dos.
Uno.
¡Flash!
Listo. Las fotos estarían en un minuto.
Sara apoyó la espalda contra la pared de la cabina y suspiró. Pensó en el fotomatón que contrataron para los invitados el día de su boda con Juan, esa de la que no pudieron disfrutar porque rompió aguas en el altar. «Yo os declaro marido y mujer. Como es evidente que ya has besado a la novia antes, ¡llévatela ahora mismo al hospital! Ya os besaréis más tarde», dijo el sacerdote.
Sara sonrió al recordar aquella deliciosa locura de casarse embarazada, pero su sonrisa se tornó triste cuando una pregunta que llevaba ignorando mucho tiempo afloró con fuerza:
«Si hubiéramos esperado a que naciera Loreto, ¿nos habríamos casado?».
[1]. Michelada: bebida creada por los dioses que se prepara con cerveza, salsa picante, zumo de limón y sal. Tacos al pastor: tortilla de maíz con carne adobada aliñada con cilantro, cebolla y piña. La combinación de ambos puede tener efectos secundarios irreversibles, como alcanzar el éxtasis, ver la luz o sentir la más absoluta felicidad. (N. de la A.)
CAPÍTULO DOS
Juan cruzó la puerta de la T4 con todos los bártulos en un carro que se torcía a la derecha.
—Tenía que tocarme a mí el carro roto —murmuró.
—Eso pasa porque has cargado todo el peso en el mismo lado. Espera… —dijo Loreto, soltando por un momento la silla donde llevaba a su pequeña tocaya.
—Déjalo, Lore, da igual. Con todo lo que tenemos por delante el carro es lo de menos.
—Oye, ¿estás bien?
—No. Estoy muy preocupado por este viaje. Pienso en todo lo que Sara sufrió por culpa de Cayetana y no entiendo por qué tenemos que ir a verla.
—Pues no sé, Juan, yo no tengo hermanos, pero supongo que Sara querrá reconciliarse con ella. Antes estaban muy unidas.
—Sí, pero cuando Sara la necesitó de verdad, Cayetana la dejó sola. No ha dado señales de vida en trece años y me preocupa que, después de todo eso, con una simple llamada, consiga que crucemos medio mundo para ir a verla. Y tengo miedo, Lore, porque no quiero ver sufrir a mi mujer.
Loreto lo miró pensativa, buscando con desesperación un argumento que pudiera consolarlo, pero no lo encontró.
—Vamos, ahí está la comisaría.
—Esa es otra. Tú conoces a Sara desde que erais niñas y sabes lo organizada que es. ¿Alguna vez la has visto cometer un error tan grande como dejarse el pasaporte en casa?
—La verdad es que no pero, Juan, puede pasarle a cualquiera.
—Ya lo sé, Loreto, pero la cuestión es que le ha pasado a ella porque, desde que habló con su hermana, está como ausente. Te juro que no entiendo qué le pasa.
—Le pasa que está cansada, Juan —dijo Loreto.
—No es solo eso, Lore. Yo también estoy cansado, porque no duermo y trabajo como un animal, pero aun así me he acordado de traer el puto pasaporte —dijo Juan, ajeno al hecho de que, dentro de ese fotomatón junto al que pasaban,