Amor y tequila. María José Vela
—reconoció Sara.
El policía la miró con lástima unos instantes. Después dio una palmada en la mesa que retumbó por todo el despacho y afirmó con rotundidad:
—Vamos, tiene que tomar ese vuelo y recuperar a su hermana. La familia provoca los peores quebraderos de cabeza, pero hay que apoyarla siempre.
Terminó de teclear en su ordenador, le pidió a Sara que pusiera sus dedos en un cristal del que salía una luz roja y, treinta euros más tarde, un flamante pasaporte salió de la impresora que tenía a su lado.
—Tenga. Es un pasaporte provisional que caduca en un año. Recuerde renovarlo cuando regrese —le advirtió a Sara.
—Gracias, de verdad.
—Buen viaje, y dígale a su hermana que la acompaño en el sentimiento.
—Sí, se lo diré.
Sara agarró su bolso y salió del despacho a toda prisa. Abi, Juan y las dos Loretos la esperaban impacientes a unos metros. En cuanto Sara alzó la mano para mostrarles su pasaporte, todos echaron a correr hacia el control de seguridad.
CAPÍTULO TRES
No llevaban ni media hora de vuelo y Juan ya se había quedado dormido. Sara, con la pequeña Loreto en brazos, lo observaba en silencio. Aunque todavía era un hombre atractivo, en los últimos meses parecía haber envejecido diez años. Empezaban a asomar las primeras canas, siempre tenía ojeras y estaba tan delgado que su fabulosa mandíbula inferior cada vez se marcaba más. Sara pensó que era lo normal porque tenían una niña pequeña que dormía menos que el chófer de Drácula, pero ¿a quién quería engañar? La niña no era lo único que le quitaba el sueño a Juan. Tenía que haber algo más y Sara pensaba, sabía, más bien, que eran las consecuencias de forzar las cosas. Porque todo en la vida de Sara y Juan había sido forzado.
Se conocieron en un fiesta que Abi organizó en el Stupen’Dance, el bar donde habían pasado los mejores momentos de su juventud. Sara esperaba en la barra a que le sirvieran un ron con Coca-Cola cuando Loreto apareció de la nada envuelta en su aura gótica. La cogió del brazo y la arrastró por todo el local hasta colocarla frente a Juan. Sin más preámbulos, dijo:
—Este es Juan, un compañero del imbécil del novio de Abi. Juan, mi amiga Sara. No te dejes engañar por su aspecto de rubia impresionante e insustancial. Acaba de terminar Medicina y está haciendo el MIR.
Hechas las presentaciones y haciendo gala de lo poco que le gustaba perder el tiempo, Loreto se marchó y los dejó a solas. Sara y Juan se miraron con timidez y mucho, muchísimo recelo. Juan estaba más que harto de su don para atraer mujeres tan deslumbrantes como vacías, y a Sara le habían roto el corazón tantas veces, que cuando empezó a latir de nuevo por Juan, a eso de las tres de la mañana, se asustó.
—Chicas, me encuentro mal, ¿podéis acompañarme al baño? —les pidió a Loreto y a Abi.
Tras despejarse un poco, reconoció ese cóctel de ron, Coca-Cola y mariposas en el estómago que nunca antes le había traído nada bueno, de modo que decidió huir cual Cenicienta experimentada que sabe que el cuento acabará mal. Prefería mil veces quedarse con el recuerdo intacto de la forma en que Juan la había llevado de la mano hasta un lugar apartado para escuchar mejor lo que le estaba contando, que arriesgarse a descubrir que era un hombre tan malvado como todos los demás. Sin embargo, no pudo escapar.
Cuando Sara salió del baño y enfiló las escaleras del local para irse a casa, su cuerpo se paralizó. Juan la estaba esperando en el primer escalón, mirándola como si fuera una preciosa burbuja que podría estallar en cualquier momento. Aún seguirían en aquella escalera, mirándose como dos líneas paralelas que fluyen destinadas a no tocarse, de no haber sido porque Loreto les dio el empujón definitivo, literalmente. Al percatarse de la situación y volviendo a hacer gala de lo poco que le gustaba perder el tiempo, empujó a Sara con la fuerza justa para que cayera escaleras abajo, directa a los brazos de Juan. Fue así como se dieron su primer beso, un momento divertido y bonito, pero forzado. Como todo lo que vino después.
Juan solía preguntarle a Sara por qué insistía en vivir en un piso de estudiantes desordenado, bullicioso y sucio.
—Me gusta —contestaba ella.
Pero era mentira. Sara necesitaba ruido, desorden, broncas… Lo que fuera con tal de no detenerse a pensar. Se había mudado a ese lugar infernal al poco tiempo de morir sus padres en aquel accidente horrible. Pudo haberse quedado en su casa, claro, pero no fue capaz de afrontar la soledad rodeada de tantos recuerdos tristes. El peor de todos, sin duda, el eco de las palabras de Cayetana, su hermana pequeña, anunciando que no podía abandonar México para ir a consolarla:
—Sarita, no puedo ir a España —dijo con una rotundidad aplastante, casi cruel.
—Caye, te lo pido por favor. Lo estoy pasando fatal —imploró Sara, deshecha en lágrimas.
—Lo sé, y yo también estoy muy triste, pero no puedo ir a verte. Mi hijo solo tiene seis meses y acaban de ascender a Álvaro. Tiene mucho trabajo y no puede hacerse cargo del niño.
—¿Y si buscas a alguien con quien dejarlo?
—No puedo, le estoy dando el pecho. Lo siento, Sarita. Apóyate en tus amigas y piensa que te quiero y que estoy aquí para lo que necesites. Lo sabes, ¿verdad?
Sara tardó mucho tiempo en contarle todo aquello a Juan. No es fácil compartir lo que se siente al perder en un instante a todos los miembros de tu familia, los vivos y los muertos.
—¿Cuántos años tenías cuando murieron? —le preguntó Juan.
—Acababa de cumplir veintidós.
—O sea, que no habías terminado la carrera.
—No.
—¿Cómo pudiste terminarla? ¿Tenían un seguro de vida o algo así?
—Ojalá —suspiró Sara, con una sonrisa triste—. Dejaron algo de dinero ahorrado, pero con eso apenas pude pagar los impuestos y el entierro. Tuve que vender el coche de mis padres y un montón de