Amor y tequila. María José Vela
ya! —gritó Sara, mientras lo ayudaba a liberar su cara de las manos de Cayetana, que se aferraban a ella con la fuerza de un jaguar enloquecido.
—Voy… Voy a por la camioneta —dijo Álvaro, con la cara llena de arañazos.
Cuatro horas más tarde, en el paritorio, Cayetana gritaba con todas sus fuerzas y un insólito acento mexicano:
—¡Mátenme, hijos de la chingada! ¡Mátenme de una vez!
Aunque nada más llegar al hospital suplicó que le pusieran anestesia parcial, general o incluso que le dieran un golpe en la cabeza para no sentir dolor, la torpeza del joven anestesista (o puede que algún oscuro plan de la industria farmacéutica en su contra) provocó que no le hiciera efecto a tiempo.
—Ayúdenla a empujar, ¡ahora! —ordenó el médico.
—Vamos, Caye. Una, dos y tres —dijo Sara, apretándole la mano.
Cayetana infló los carrillos, apretó los ojos muy fuerte y se concentró en realizar un abdominal que le hizo ver las estrellas.
—¡Esto duele mucho! —gritó.
—Doña Cayetana, otro poquito y ya, de veras. ¡Empújele! —insistió el doctor.
—¡Que me duele! ¡Chingao!
—Caye, mi reina, no grites así, ¿qué va a pensar el doctor? —suplicó Álvaro, cada vez más avergonzado.
Cayetana se dejó caer sobre la cama, miró a su marido y gritó llena de ira:
—Que piense lo que le dé la gana, Álvaro, ¡pero que saque a este niño de mi cuerpo ya!
—Ándele, doña Cayetana, aproveche que está enojada y empuje —propuso el doctor, con fingido entusiasmo.
Cayetana se incorporó ligeramente sobre los codos para así establecer, por encima de su barriga y entre sus piernas, contacto visual con el doctor.
—¡Empujaré cuando me dé la rechingada ganaaa! —vociferó, con tal fuerza, que de pronto todo cambió.
Un chasquido acuoso dio paso a un silencio inquietante que rompió el llanto de un niño de más de cuatro kilos tras inspirar su primera bocanada de aire caribeño.
—Enhorabuena, es un varón —anunció el doctor.
—¡Sí! —gritó Álvaro con los puños en alto y un evidente subidón de testosterona.
—Caye, ya está —anunció Sara.
—¿El qué? ¿Qué pasó? ¿Por qué no me duele?
—Nuestro hijo, ya está aquí, mi reina —dijo Álvaro, y antes de que Cayetana pudiera reaccionar, la matrona dejó un bulto nervioso sobre su pecho.
—¡Álvaro! ¡Es igual que tú! —exclamó Cayetana.
—Sí, se parece a mí, ¿verdad?
—Es precioso, Caye. ¿Cómo lo vais a llamar? —preguntó Sara.
—Kin —dijo Cayetana, y al ver que la cara de su hermana se convertía en un signo de interrogación, le explicó—: Significa sol en maya.
—¿Sol? ¿Como mamá?
—Sí, como mamá. Después de todo lo que le he hecho sufrir… Iremos a verla en cuanto podamos. ¿Verdad, Álvaro?
—Claro que sí, mi reina —contestó él, y selló su promesa con un beso en los labios.
Sara regresó a España orgullosa de poder demostrar a sus padres que su hermana había sentado cabeza. Tenía un trabajo, era feliz y, a su manera, los quería.
—Ojalá tengas razón —dijo su padre.
Pero no la tenía. Cayetana lo demostró seis meses más tarde, cuando sus padres murieron y no hizo el menor esfuerzo por viajar a España para acompañar a Sara. Una faena que, sin embargo, trece años más tarde no le impidió tener la desfachatez de llamarla para comunicarle que su marido había muerto y pedirle que viajara a Cancún para acompañarla en tan duro momento.
—¿Auriculares? —preguntó la azafata en el avión.
Sara los aceptó sonriendo. Juan seguía dormido y Loreto necesitaba algo nuevo para entretenerse.
—¿Eto? —dijo la pequeña, señalando el paquetito que tenía su madre en la mano.
—Son para ti —le susurró Sara al oído.
La pequeña agarró los auriculares, miró a su madre y sonrió. Era su forma de dar las gracias. Sara le devolvió la sonrisa y pensó que, tal vez, la gratitud fuera un sentimiento natural para todo ser humano que algunas personas, como Cayetana, decidían ignorar. ¿Y cuál era entonces el sentido de ese viaje que, además de complicado, con toda probabilidad resultaría inútil? La respuesta brotó de lo más profundo de su corazón cuando miró por la ventanilla y observó el cielo:
«Puede que Cayetana solo piense en sí misma, papá, pero es lo único que me queda de vosotros. Por eso la necesito».
[2]. Carnitas: carne de cerdo cocida a fuego lento en cazuela de cobre. Existen muchas formas de prepararlas y las más famosas son las de Quiroga o Santa Clara de Cobre, en Michoacán, pero también las de cualquier puesto callejero de Xochimilco, en Ciudad de México, te llevarán al cielo. (N. de la A.)
CAPÍTULO CINCO
Tras diez horas de vuelo, Sara y Juan llegaron al aeropuerto de Cancún. Había mucha gente, hacía demasiado calor para la ropa que llevaban y las maletas tardaban en salir, pero Sara no pensaba en nada de eso. Plantada frente a la cinta de equipajes, no dejaba de preguntarse qué aspecto tendría Cayetana. Por más que intentaba imaginársela con trece años más, solo venía a su mente el último recuerdo que tenía de ella, diciéndole adiós descalza con su bebé en brazos.
«Seguro que está preciosa», pensó Sara con cierta envidia.
Los pocos días que pasó con su hermana en Cancún tras el parto, fueron suficientes para comprobar que Kin era un bebé tranquilo, de los que duermen durante horas y hay que