Amor y tequila. María José Vela
través de los cristales del Karlmann, Sara y Juan vieron cómo se abría ante ellos una descomunal puerta de hierro que bien podría guardar todos los secretos del Área 54. Un gran letrero dorado con letras de trazo elegante anunciaba: Villa Cayetana.
—¡Alucino! —exclamó Juan.
Rodeada de palmeras y plantas tropicales, Villa Cayetana resultó ser una increíble mansión que se alzaba ostentosa y moderna sobre una pequeña loma a orillas del mar, a las afueras de la zona hotelera. Celso dirigió el Karlmann por un camino que parecía recién asfaltado y que llegaba hasta el pie de unas escaleras donde tres mujeres, ataviadas con vestido negro, delantal y cofia blancas, esperaban órdenes con las manos recogidas a la espalda. Junto a ellas, un hombre con pantalón y guayabera blancos no parecía tener intención de separarse de su walkie-talkie.
Una de las mujeres, la que parecía llevar la voz cantante, se apresuró a abrir la puerta de coche:
—Buenas tardes, doña Cayetana —saludó.
—Buenas tardes, Wendoline. ¿Está todo listo?
—Sí, señora, cómo no. Todo listo.
Cayetana se quedó de pie junto al coche hasta que bajaron los demás.
—Queridos —dijo en tono firme, refiriéndose a las tres mujeres y al hombre—. Aunque nos falta Marcial, nuestro vigilante del turno de noche, quiero presentarles a todos a mi hermana, la doctora Sara Arcaute, a su hija Loreto y a su esposo, el doctor Juan González García.
—Y dale con el doctor… —murmuró Juan. México no era uno de esos países en los que te cuelgan el «doctor» de premio en cuanto sales de la universidad. Si su cuñada insistía en llamarlo así era porque, claramente, consideraba que no estaba a la altura de Sara.
—Vienen desde España para acompañarnos en estos días. Confío en que todos ustedes los atenderán como se merecen, ¿verdad? —concluyó la gran dictadora ante su pequeño ejército, marcando al máximo un nuevo y sofisticado acento mexicano.
—Sí, doña Cayetana —contestaron todos al unísono.
—Gracias.
Acto seguido, el ejército rompió filas. El hombre del walkie-talkie y una de las mujeres se apresuraron a ayudar a Celso con el equipaje, mientras la mujer más joven se acercó a la pequeña Loreto:
—Yo me encargo de la niña, doctora. Soy Carmen, la nana —se presentó.
—Gracias, pero no hace fal… ta —balbuceó Sara, al ver que Loreto soltaba su mano para irse con la sonriente Carmen así, sin mirar atrás.
Sara y Juan se quedaron desconcertados, como si les acabaran de quitar el único nexo que los mantenía unidos. Si al menos hubieran tenido algo que hacer podrían haber disimulado su desazón, pero el ejército de Cayetana estaba programado para quitarles de encima hasta la tarea más simple, y todos subían las escaleras cargados con sus bártulos, incluida la mochila de la niña y el inmenso bolso de Sara.
—Wendoline, le dije que no me pusiera más ofrendas en el jardín —dijo Cayetana con severidad, mientras señalaba con el dedo un rincón en el que alguien había escondido, sin mucho éxito, una suerte de cruz sobre la que parecían haber volcado un montón de basura.
—Sí, señora, perdóneme, pero es que… Es por los aluxes… —aseguró Wendoline, frotándose las manos nerviosa.
Cayetana la miró enfadada.
—¿Cuántas veces hemos hablado de este tema, Wendoline?
—Muchas, señora, pero es que… Ahora sí le aseguro que andan por aquí. ¡Puedo sentirlos!
El rostro de Cayetana pasó del enfado a la preocupación. Levantó un momento sus gafas de sol y dejó que su mirada se perdiera unos instantes en el mar. Después, sentenció:
—Está bien, deje su ofrenda, pero me la esconde mejor.
—Gracias, doña Cayetana. Ya verá que los aluxes se lo van a agradecer con su protección.
—¿Qué es eso de los aluxes? —preguntó Sara.
—Son duendes mayas —dijo Cayetana.
—Más bien son seres del inframundo, doctora, y hay que cuidarlos porque son bien traviesos —explicó Wendoline—. Fíjese que uno de los puentes por los que pasaron ahorita viniendo del aeropuerto, el puente de Nizuc, se cayó hasta tres veces cuando lo estaban construyendo. Los ingenieros no entendían por qué se les caía a cada rato, hasta que alguien vio que lo estaban haciendo junto a las ruinas de un poblado maya que podía estar protegido por los aluxes. Tuvieron que hacerles una ceremonia y pedirles permiso para construir el puente y ya no se volvió a caer nunca. Hasta les colocaron una casita como ofrenda.
—Es una leyenda muy bonita, Wendoline —dijo Sara.
—No, si no es leyenda, doctora, es cierto —aseguró Wendoline, con tal desconcierto por la incredulidad de Sara, que Cayetana tuvo que intervenir:
—En Cancún viven muchos descendientes directos de los mayas, como Wendoline. Son muy fieles a sus creencias.
—¿Eso de ahí es un sujetador? —preguntó Juan, que se había agachado junto a la ofrenda.
—Disculpe, doctor, no lo entendí.
—Se refiere al brasier, Wendoline —aclaró Cayetana.
—Ah, sí, es un brasier para las niñas alux, que son muy presumidas. Y a los niños les puse su tabaco y un vasito de tequila —explicó Wendoline.
—¿Tabaco y tequila? Estos aluxes sí que saben montárselo bien —dijo Juan en un tono guasón que no le hizo gracia a nadie, y menos, a su cuñada.
—Vamos, me imagino que tendréis hambre —dijo Cayetana.
Cuando Sara y Juan entraron en la mansión, se quedaron tan impresionados que no supieron qué decir. Una pared de cristal les dio la bienvenida con una maravillosa vista al Caribe, un mar de colores imposibles que hacía juego con cada uno de los objetos que adornaban el inmenso salón de Cayetana,