Amor y tequila. María José Vela
de cuero blanco y al menos diez plazas que llenaba el salón. Su madre lo miró apenada, pero también con ese recelo que Juan había detectado y que parecía acompañarla siempre.
—Es una urna preciosa, Caye. Estoy segura de que a Álvaro le habría gustado mucho —dijo Sara.
—Lo sé. Es de lapislázuli, su piedra favorita. Me costó una fortuna —dijo Cayetana, con el pañuelito en la nariz y un elegante giro de cabeza que no trataba sino de esconder lo que sentía.
A Sara se le arrugó el estómago al verla así. Por eso buscó con desesperación algo que alabar para distraerla, algo como, por ejemplo, esa barrita de oro rematada a ambos lados con dos bolitas de cristal que descansaba al pie de la urna.
—Y este adorno tan bonito, ¿qué es? —preguntó.
Al oír la pregunta, Kin subió el volumen de sus auriculares hasta tal punto, que todos pudieron escuchar a Drake con la misma claridad que si lo tuvieran cantando en directo en el salón. Cayetana lo miró disgustada y Sara decidió distraerla instando a su marido a acercarse a la urna:
—Mira, Juan. Mira qué preciosidad.
Juan se acercó al pedestal. Observó el adorno entornando los ojos y giró la cabeza a un lado y a otro.
—Es muy bonito, sí.
—¿Qué es? —preguntó Sara.
Cayetana cerró los ojos y, tras un largo suspiro, les explicó:
—Es el apadravya de Álvaro. Es una pieza de oro hecha a mano y los botones son diamantes puros.
—Perdona, Caye, ¿qué dices que es? Un apa… ¿qué?
—apadravya.
—¿Es un amuleto maya o algo así? —preguntó Sara.
Juan tomó la pequeña joya entre sus dedos y, con la arrogancia que otorga el desconocimiento más profundo, la esgrimió ante su mujer y dijo:
—Un amuleto… Sara, no seas tonta. Es un pisacorbatas.
Cayetana dejó que Juan contemplara, admirara y acariciara la joya a placer. Después, sin ningún pudor y con toda malicia, lo sacó de su error:
—No es un pisacorbatas, Juan, es el piercing genital de mi difunto esposo.
El rostro de Juan pasó de la arrogancia al repelús en un nanosegundo, el mismo tiempo que tardó en lanzar la joya de nuevo a su sitio y en limpiarse los dedos disimuladamente contra su pantalón.
—¡¿Qué?! —gritó Sara, con los ojos abiertos como platos y cara de haber mordido un limón.
—Sara, por favor, eres doctora. Seguro que no es el primer piercing genital que ves —dijo Cayetana.
—Sí, pero… Caye, ¡por Dios! Todo tan elegante y… Un piercing genital… ¿Cómo…? ¿Por qué…? ¿¿Para qué??
Cayetana observó a su atónita hermana sin inmutarse y, tras otro largo suspiro, explicó con una sensualidad fuera de lo común:
—Sarita… No tienes ni idea de los momentos de placer que he vivido con esta joya dentro de mí.
Un gruñido de rabia llenó el salón. Era Kin, que se puso en pie con violencia y se marchó enfadado. Había tenido la mala suerte de que su madre dijera aquello justo en el momento en que su lista de Spotify saltaba de una canción a otra.
Cayetana observó pensativa la marcha de Kin, ajena al estupor de su hermana y a la mirada que Juan alternaba entre el apadravya y el cuerpo escultural de su cuñada. Era tan evidente lo que se estaba imaginando, que Sara tuvo que darle un golpe en el hombro para que cerrara la maldita boca.
—¿Comemos? —preguntó Cayetana, despreocupada.
CAPÍTULO SIETE
Wendoline y el resto de asistentes de Cayetana tenían dispuesto un sinfín de coloridos manjares en una inmensa terraza con vistas al mar. El verde del guacamole, el rojo pasión del agua de Jamaica [4] o el mostaza de esa salsa que iba con manual de instrucciones: «Doctores, tengan cuidado porque se pueden enchilar»…[5] Todo componía una orgía cromática en una mesa en la que no faltaba detalle, más bien sobraban unas cuantas cosas como, por ejemplo, lujo, ostentación y un cubierto.
—¿Esperamos a alguien más? —preguntó Juan.
Al parecer, también sobraban las palabras. Wendoline apareció en la terraza con la urna de lapislázuli y la colocó con solemnidad en la mesa, frente al sitio vacío. La mala suerte quiso que también, en ese momento, apareciera María con un montón de tortillas de maíz envueltas en una servilleta.
El olor a maíz caliente y un silencio difícil de asimilar se apoderaron de todo. Hasta el mar parecía haber detenido su infinito susurro en señal de respeto.
—Wendoline, ¿puede traerme una agüita especial, de esas que usted me prepara, por favor? —suplicó Cayetana, con la voz temblorosa y sin dejar de mirar la urna.
Kin levantó la vista y observó a su madre nervioso. Algo lo atormentaba y Juan pensó que rescatarlo de sus pensamientos sería una buena táctica para ganarse su confianza y, de paso, la de su madre:
—Kin, ¿cuánto mides? Eres muy alto para tener trece años, ¿no?
—Casi un metro ochenta.
—Está en el equipo de básquet del club —dijo Cayetana, orgullosa.
—Sí, pero no me gusta.
Kin no pronunció ni una palabra más en lo que duró la comida. En parte por culpa de su madre, que se encargó de que la conversación versara sobre temas tan apasionantes como los huracanes (que para combatirlos, Álvaro había mandando instalar en toda la casa unos cristales anticiclón que costaron una fortuna), la educación de los hijos (que para Álvaro era lo mejor en lo que se podía invertir sesenta mil dólares al año) o los barcos (que a Álvaro le gustaban tanto, que se compró uno y le construyó su propio embarcadero).
Hizo