Amor y tequila. María José Vela
sonrió.
—No, no ha pasado nada, es que se nota que has descansado. Estás muy guapa.
El rostro de Sara se iluminó. Él sí que estaba guapo cuando se quitaba esa pátina de preocupación que siempre llevaba consigo. Se acercó a él para darle un beso muy breve, de esos que saben tan bien porque resumen todo el amor que uno siente; pero tal como explota una burbuja cuando la intentas atrapar, el momento se rompió.
—Precisamente estábamos hablando de eso, Juan —dijo Cayetana desde el sofá—. Tienes que contratar a una nana para Sarita. O dos.
La pátina de preocupación volvió a enturbiar el rostro de Juan.
—Voy a cambiar a la niña —murmuró, tratando de simular que no había oído nada.
—Yo me encargo, doctor, no se preocupe —dijo Carmen.
—Sí, Juan, vuelve a la piscina o sal a la playa y relájate un poco. Sarita y yo volvemos en un par de horas—dijo Cayetana.
—¿Adónde vais?
—Caye quiere ir de compras —dijo Sara—. ¿Quieres venir?
—No, no importa. Ve tú e intenta averiguar algo sobre Dimitri —le susurró Juan al oído cuando, por fin, le dio un beso.
Dos horas más tarde, lo único que Sara había descubierto era el verdadero propósito de la tarde de shopping: que ella y Juan fueran correctamente vestidos durante su estancia en Cancún, en especial al funeral de Álvaro.
Fielmente acompañadas por Celso, que caminaba tras ellas cargado de bolsas, como si fuera la versión con guayabera de Pretty Woman, Cayetana y Sara se recorrieron todo el Luxury Avenue, uno de los centros comerciales más exclusivos de Cancún.
—Caye, esto tiene que ser carísimo —dijo Sara en cada tienda en la que su hermana le compró algo.
—Hace trece años que no te veo, Sarita, deja que te mime.
Con este argumento, Cayetana le compró a Sara un vestido en Gucci y unos zapatos en Jimmy Choo con bolso a juego, además de un traje para Juan en Versace y un sinfín de cosas más. Todas exclusivísimas, elegantísimas y… de color negro. Bastaba con que Sara se acercara a algo para que Cayetana sacara su tarjeta y pagara, hasta que…
—Disculpe, doña Cayetana, qué pena, pero su tarjeta salió rechazada —susurró con discreción la dependienta de Baby Dior, la tienda en la que entraron porque Cayetana vio en el escaparate un vestidito negro con lunares blancos que era perfecto para que la pequeña Loreto fuera de luto también.
—¡Oh! Se me habrá estropeado, la uso tanto… —dijo Cayetana, mientras buscaba otra tarjeta en su cartera.
—No, Caye, esto lo pago yo —dijo Sara.
—De ninguna manera —se opuso Cayetana, pero su hermana fue más rápida y la dependienta ya había pasado la tarjeta de Sara por el datáfono—. Sarita, qué desobediente eres. En cuanto lleguemos a casa te lo pago.
—No te preocupes.
En ese momento, el teléfono de Cayetana comenzó a sonar. Lo sacó de su bolso y Sara alcanzó a ver un nombre nuevo: Fabio.
—Discúlpame, Sarita, tengo que contestar. Te espero fuera con Celso —dijo Cayetana.
—Sí, tranquila.
La dependienta tardó una eternidad en terminar de cobrarle a Sara. El datáfono se había quedado sin papel y tuvo que abrirlo para cambiar el rollo. Cuando por fin le dieron su bolsa y el ticket de trescientos dólares que haría que Juan pusiera el grito en el cielo, Sara enfiló el pasillo de la tienda hasta la salida. Cayetana y Celso estaban frente a la puerta y ella seguía hablando por teléfono, por eso no se fijó en las tres mujeres que entraron en la tienda mirándola de soslayo.
—¿Ya vieron quién era? —preguntó una, justo cuando se cruzaban con Sara.
—Sí. Pinche engreída… ¡Y todavía no fue el funeral de Álvaro! No puedo creer que esté aquí —contestó otra.
—Como quien dice todavía lo están cafeteando[6] y Cayetana ya hace su vida como si nada.
—Con razón Álvaro decía que ya no era feliz.
—El pobrecito a lo mejor hasta se suicidó por no aguantarla, ¿se imaginan?
Las tres mujeres estallaron en carcajadas, una reacción tan cruel que hizo que Sara acelerara el paso. No tenía ni idea de qué relación podían tener esas tres mujeres con su hermana, pero lo mejor era que no las viera.
—¿Nos vamos? —le dijo a Celso.
—Sí, doctora, en cuanto doña Cayetana cuelgue.
Sara miró hacia la tienda. Una de las mujeres parecía estar preguntando algo a una dependienta. Cuando esta negó con la cabeza, la mujer sonrió y se dispuso a salir con sus amigas.
—Hasta mañana, Fabio. Y gracias por todo —dijo Cayetana, con un ligero temblor en su voz.
Sara la tomó del brazo antes de que pudiera guardar su móvil en el bolso y tiró de ella con prisa:
—Caye, ¿nos vamos? Estoy cansada —dijo, pero ya no había escapatoria. Las tres mujeres malvadas se toparon de frente con ellas.
—¡Cayetana, querida! —dijo una, dándole un abrazo.
—Mi vida, ¿cómo estás? —dijo otra.
—Te acompaño en el sentimiento —murmuró la tercera después de darle un beso.
—Gracias —dijo Cayetana, con la espalda más recta que nunca y el pañuelito en la nariz—. Les presento a mi hermana, la doctora Sara Arcaute. Sarita, son unas amigas muy queridas.
Las tres mujeres sonrieron, pero su sonrisa se congeló cuando Sara les dijo:
—Ya las conozco, Caye, y son encantadoras. Lo sé porque acabo de cruzarme con ellas en la tienda y justo estaban hablando de Álvaro y de ti. Se nota que te tienen aprecio.
Aprovechando que el teléfono de Cayetana volvió a sonar, y aunque esta vez no contestó porque se trataba del misterioso Dimitri,