The Empire. Nathan Burckhard
dueño de aquel corazón que no deseaba dejar ir, pero no sería dueño jamás de sus recuerdos, recuerdos más memorables de noches de pasión, noches en que el placer lo era todo.
Pero desde ese día, esas noches solo sería lo que eran recuerdos borrados con el tiempo, de tan solo imaginarla en la cama perteneciendo a ese individuo, su cuerpo reacciono con violencia tensando cada musculo de su ser, de la nada sintió sobre su rostro las primeras gotas de lluvia que mezcladas con sus propias lágrimas era sencillamente imposible diferenciar, ni siquiera se dispuso a elevar el rostro para ver ese día el cielo, tan solo fijo la vista hacia adelante viendo a cada invitado salir corriendo hacia sus autos, mientras que Paula corría escaleras abajo al auto de su nuevo esposo, notando que el bello rostro de esa morena no tenía ninguna mota de pena, de tristeza, de remordimiento, sino esa sonrisa característica, esa sonrisa que le había dado a él en tantas ocasiones, mientras que en el propio podía notarse la desilusión palpable en sus rasgos que sin estar endurecidos por aquella traición vio cómo el auto arrancó dejando solo atrás la grava, polvo y a él.
Cuando la vio alejarse, supo que aquellas palabras duras y sin motas de tristeza más que de cólera quedarían tiznadas por el tiempo, así que decidido a ir tras ella para un último adiós, quizás ver en su rostro la pena y súplica de que la salvara de ese matrimonio sin amor y lo que vio minutos antes solo era una mascarada, una pantomima elaborada.
—¡No! —se dijo, no permitiría que ese hombre se la llevara, no sin antes poder luchar por ella, no sin antes decirle que esa mujer que se llevaba fue suya, que era su vida y que él no obtendría nada de lo que Paula Mattarella le dio a él, pasión, amor, sus besos y sobre todo su corazón, sin saber lo que hacía, Salvatore se echó a correr, con grandes zancadas y una agilidad potente, sus músculos se tensaron ante la fuerza de su propio cuerpo a poder alcanzar el auto, no le importo calarse hasta los huesos ante la lluvia de esa mañana, el frío era nada con el frío de su corazón, ni siquiera el impulso eléctrico la subida de adrenalina y la meta de alcanzarla, esa tarde sería la última vez que la vería.
El punto final de aquella relación que de ser felicidad se volvió tormentosa ante la ida de la mujer que amó, sin poder contener la rabia, la decepción, la ira, gritó a todo pulmón sin importar el qué dirán, necesitaba que ella se volviera, que volviera solo el rostro reconociendo su voz —¡PAULA! —repitió su nombre hasta que su garganta sintió el duro nudo de sus cuerdas arrancándose ante la intensidad de sus gritos, incluso los rayos y truenos hicieron lo posible para ocultar sus rugidos ante sus potentes estallidos en los cielos —¡PAULA! —siguió al auto, pero no pudo continuar más que unos cuantos kilómetros cuando sus piernas le traicionaron y flaquearon cayendo de rodillas, no le permitieron seguir, no le permitieron dar un paso más solo para alcanzarla y decirle que la amaba, que siempre la amaría y que algún día la recuperaría.
Una promesa incluso vacía para ese momento.
En el fondo sabía que esa era una gran mentira, jamás la recuperaría, jamás la volvería a ver por qué esa mujer solo jugó con su vida, con su corazón y su alma, dejándolo sólo en una mundo que él ya no conocía, lo había dejado por una casa lujosa, ropa de marcas prestigiosas, mientras que él solo podía ofrecerle un barco destartalado, días de pesca intensa como días sin un pez en la red, solo podía ofrecerle hambre y llanto, solo tenía el anillo de ónice y su corazón para entregar, las ganas para seguir y la fuerza para luchar.
Rendido, aturdido, con los brazos sobre sus costados, las rodillas en el suelo fangoso de esa mañana, la vio irse sin volver aunque sea el rostro tan solo una maldita vez —Paula —murmuró en un leve susurro que fue imposible escuchar, el nombre de la mujer que amaría hasta que su vida terminara, hasta que tuviera las agallas de acabar con esa patética vida, estrujó con sus puños el fango y la tierra mientras que un grito ronco salió de su garganta, dando inicio a una vida solitaria.
O eso pensó.
Las órdenes no eran para él y mucho menos tener que ver a un joven lloriqueando en plena calle por una mujer —Patético —murmuró. Logró distinguir cada movimiento a través de sus anteojos negros en la comodidad de su Porsche 911 color plateado, dando una calada a su cigarrillo votó las cenizas por la ventanilla mientras siguió viendo a Salvatore, pero quería ver y ser testigo de ese desenlace final. Llevando su mano libre peinó sus cabellos rubios hacia atrás, estaba listo para dar el primer paso.
Despertar al día siguiente no le fue muy difícil, no había dormido absolutamente nada, había pasado la noche pensando en ella, martirizando a su mente, imaginándola con su esposo, imaginándola gimiendo y disfrutando de su primera noche de casada y sobre todo diciendo, gritando su nombre cuando la cumbre del éxtasis llegaba a ella.
A comparación del día anterior, esa mañana era soleado obligando a que cualquiera huyera despavorido hacia la frescura del Mediterráneo o de un aire acondicionado, pero para Salvatore esa no era una opción, el muelle estaba casi desierto, la temporada de pesca era baja por algún motivo y, sus fuerzas se habían desvanecido desde que Paula Mattarella se había ido de la ciudad con su esposo el día anterior.
De tan solo recordar ese momento, la rabia inundó su cuerpo, sus ojos incluso se nublaron ante la frustración de permitirse perder, y así lo hizo saber al trabajar más de lo usual en izar sus velas, optando por jalar más de la cuerda de su barco al recordar su día encerrado en esa desolada celda sin más que pan y agua, verla despedirse sin luchar y luego admirarla con una hermosa sonrisa sobre su rostro al irse de la iglesia, sus ganas de luchar por ella se habían desvanecido y todo gracias a Ricardo Mattarella y su sutil plan para darle un mensaje.
—“Aléjate de mi hija” —resonó en su mente como una melodía frígida y hosca. Pero cabía resaltar que para salvar una relación se necesitaba de dos y no de uno solo para poder ganar y Paula había claudicó en el primer momento de debilidad, traicionándole, obligándole a odiar, a perder los estribos y con ello, la etapa en que su decepción era más grande que el mar.
Intentaba no sentirse atrapado en un mundo donde era considerado quizás un lastre, un chico cualquiera, un don nadie cómo ella se había referido en aquel momento, pero no podía culpar a su madre por ser tan joven al tenerlo, no podía culpar a su joven e inocente madre por caer en manos de un hombre que jamás la consideró de la manera correcta alejándola de su vida en un santiamén, aprovechándose de su amor, de sus miedos y sobre todo de esa pasión que solo ese bastardo de padre le había tocado, y lo peor de todo es que su madre jamás dio la mano a torcer para poder siquiera decirle el nombre del desgraciado que la embarazo y dejando como única prenda de un regreso, un anillo de oro y piedra de ónice que solo cabía en su dedo meñique, se odio por ello, por tener que verse obligado a cargar el único objeto de valor que su madre aprecio incluso en sus años de soledad, en sus pocos años de tristeza y felicidad, en aquellos años en que jamás intento hablar mal del hombre que siguió amando hasta el día de su muerte.
Intentó subir más la cuerda de su barco, estaba listo para zarpar en cualquier momento, estaba listo para dejar esa vida miserable atrás, y que más que su pequeña barca para ayudarlo en su cometido, rogó para que su sed de venganza y odio no abarcara toda su vida amargándole y así proponiéndose el no poder ser nunca feliz.
El sol abrasador de Sicilia no le importaba, la camiseta blanca de tirantes se le pegaba al torso por el sudor corriendo por su espalda, rostro y cuello, sus pantalones vaqueros desgarrados a la altura de la rodilla mostraban unos poderosos músculos, y sus manos callosas por jalar las cuerdas para las velas de su barco cada mañana, necesitaba preparar todo para salir unos días y conseguir la pesca fresca, aunque sea refrescar también sus ideas y olvidar a Paula, aunque lo último era casi imposible, todo alrededor de ese nombre era meramente imposible.
—¡Diablos! —maldijo al sentir el corte de la cuerda en su palma, obligando a soltarla y ver su mano ensangrentada en un corte profundo, pero ese dolor era nada comparado con el de su corazón hecho trizas, intentó parar el sangrado con su camiseta pero de la nada esa luz abrazadora cesó, dándole paso a una sombra refrescante.
Volviéndose y ante la fuerza de la luz, llevó su mano hacia su frente intentado ver quien estaba de pie en el muelle frente a su barca, pudiendo distinguir