La sensación más allá de los límites. Stephen Zepke
está bajo construcción por cuanto solo ella produce su propio límite, que el autor denomina “ruido”. El ruido es lo descontado producido por todo desacuerdo político. Es un exceso de interlocución que está por fuera del lenguaje pero que, sin embargo, es inmanente a sus actos. En virtud de lo mismo, el ruido, que no es originario en un sentido ontológico, es la condición de la política que nunca aparece por sí misma, sino como exceso inherente a cualquier proceso de nominación. Precisamente, la evidencia del giro lingüístico de Rancière descansa en su negativa a ontologizar tal principio de aporía que instaura el desacuerdo como el mecanismo por el cual el lenguaje opera en el dominio material; en tanto no le otorga al mecanismo estatuto ontológico alguno, lo hace permanecer como abstracción, cuyo modo de operar obedece al mecanismo que Deleuze y Guattari (1998, 94) llaman “milagro dialéctico constante”.
En contraste con Rancière, Deleuze y Guattari parten de la afirmación ontológica de los procesos materiales en la que el lenguaje y los cuerpos son codeterminantes. Pero, ¿cómo emergen el lenguaje y los cuerpos de un plano real e irreductible de inmanencia? o, para ponerlo en otros términos, ¿cómo es el lenguaje siempre un proceso material? Si bien Deleuze y Guattari no mencionan a Rancière, es tentador imaginar que se refieren a él cuando escriben en Mil mesetas: “por esto un campo social no se define tanto por sus conflictos y contradicciones como por las líneas de fuga que lo atraviesan” (Deleuze y Guattari 1988, 94). Las líneas de fuga son aquellos movimientos por los cuales los cuerpos y el lenguaje escapan de sus condiciones de posibilidad para volverse realmente genéticos. Los autores las denominan desterritorializaciones absolutas en las que las prácticas políticas y estéticas son expresiones de un plano material que, simultáneamente, construyen.
Deleuze y Guattari, entonces, inician su proyecto en el punto donde lo terminan Hardt y Negri, por un lado, y Rancière, por el otro. Rechazan la idea del imperio en tanto condición política que actúa como límite de los procesos estéticos de liberación. También se rehúsan a entender estos procesos como categorías lingüísticas de desacuerdo. En cambio, proponen la afirmación no cualificada de prácticas materiales experimentales que, simultáneamente, expresan y construyen un plano unívoco de inmanencia.
Podemos iniciar la comprensión de la estrategia materialista propuesta por estos dos autores a través de la comparación entre el concepto de condiciones de posibilidad y el concepto deleuziano de condiciones de realidad. En otras palabras, ¿cuáles serían las condiciones de la experiencia artística? Si bien al plantear esta pregunta, fundamentalmente estética, retornamos a las raíces románticas del arte, la dirección seleccionada por Deleuze y Guattari para responderla –influida por su encuentro con Kant– es distinta de la de Rancière. Para ellos, la estética no es la determinación de las condiciones objetivas de cualquier experiencia posible ni tampoco la determinación de las condiciones subjetivas de una experiencia actual de lo bello. La estética no define la existencia heterónoma ni autónoma del dominio del arte. Determina las condiciones reales que no son más amplias que la experiencia misma y son indiscernibles de la experiencia singular. Esta experiencia real es consecuencia de la operación denominada “máquina abstracta” que, como el concepto de desacuerdo de Rancière, construye la experiencia, pero, a diferencia del mismo, es un mecanismo material más que uno lingüístico. Así, “una máquina abstracta o diagramática no funciona para representar, ni siquiera algo real, sino que construye un real futuro, un nuevo tipo de realidad” (Deleuze y Guattari 1988, 144). Por lo que, al construir experiencias nuevas indisociables de nuevas realidades, la estética es también política; incluye al arte pero no se restringe a él. En palabras de Deleuze:
Todo cambia cuando determinamos condiciones de la experiencia real, que no son más amplias que lo condicionado y que difieren en naturaleza de las categorías: ambos sentidos de la estética se confunden, hasta el punto que el ser de lo sensible se expresa en la obra de arte, al mismo tiempo que la obra de arte aparece como experimentación. (Deleuze 2002, 117)
La obra de arte y el acto político, entonces, comparten la ontología de su emergencia: la de una máquina abstracta expresada en la creación de nuevas realidades y construida a través de experimentos materiales. En efecto, la máquina abstracta muestra el acontecer indiscernible de la estética y la política porque declara la necesidad de una igualdad entre la expresión y la construcción.4 Por un lado, la estética es la expresión de las condiciones reales creadas por una máquina abstracta y, por el otro, es el proceso experimental por medio del cual estas condiciones se construyen. ¡Expresión=Construcción! podría ser la fórmula de Deleuze y Guattari heredada del spinozismo, con la cual se dinamiza el ser, de acuerdo con otra, también crucial, la ecuación nietzscheana ¡Ser=Devenir! La máquina abstracta expresa la autogénesis e infinita procesualidad de sus condiciones reales pero virtuales que aparecen como la construcción de esta realidad, de esta obra de arte actual. Pero la construcción solo expresa la máquina abstracta al construirla, aquí y ahora. Dicen Deleuze y Guattari:
El campo de inmanencia o el plan de consistencia debe ser construido […] fragmento a fragmento sin que lugares, condiciones y técnicas puedan reducirse los unos a los otros. La cuestión sería, más bien, si los fragmentos pueden unirse y a qué precio. (Deleuze y Guattari 1988, 162)
Cuestión, sin duda, política. Es la pregunta por el precio que hay que pagar por la invención de nuevas formas de vida. Volveremos después sobre este asunto.
Expresar un mundo infinito en la construcción de una obra de arte finita, en otras palabras, hacer arte, es un proceso por el cual el devenir del mundo es expresado en una construcción que experimenta sobre sus propias condiciones, que opera en el nivel de sus mecanismos constitutivos. Entonces, cualquier construcción artística, cualquier sensación, surge de una máquina abstracta que expresa un plano infinito de la manera de un devenir actual cuya especificidad y precisión engloban un cambio en las condiciones reales. El mundo es este plano genético de inmanencia y –para nombrar el término final de la trinidad ontológica de Deleuze y Guattari– el mundo es una multiplicidad bergsoniana que, al ser expresada en una construcción finita –una obra de arte, un acto político–, cambia de naturaleza. En este punto, no es cuestión de distinguir expresión y construcción como dos dimensiones o momentos –el estético y el político, por ejemplo– porque ellas se han vuelto indiscernibles dentro del poder productivo del plano material de inmanencia.
El énfasis en la actualización como dinamización del Ser distingue la ontología de Deleuze y Guattari de la de Hardt y Negri, para quienes los potenciales liberadores de la multitud, al estar suspendidos sobre nosotros en espera de una “segunda venida”, parecen significar lo “por venir”. Si bien Deleuze y Guattari también entienden nuestra situación política contemporánea como la relación entre el plano ontológico de inmanencia y sus mecanismos de opresión, la sitúan entre el capitalismo y la esquizofrenia y no entre las multitudes y el imperio. La diferencia terminológica es significativa, porque mientras ambas parejas de términos intentan definir una relación inmanente que descansa sobre la prioridad del término ontológico, Deleuze y Guattari encuentran en la esquizofrenia formas de resistencia políticas basadas en la destrucción de las subjetividades burguesas junto con sus sistemas lingüísticos de representación.
Su esquizopolítica está dirigida a atacar los sistemas lingüísticos de representación. En sus inicios, este ataque se basó en propiciar la absoluta desterritorialización de las palabras y las cosas de su alianza con el giro lingüístico de los “entusiastas del significante” y con el racionalismo moderno del sujeto kantiano, es decir, en el rechazo al significante y “a su siempre eludido significado”, bajo la asunción de que él opera “por la sensación alienante en una representación de lo real”. Ello no supone el rechazo al lenguaje, por el contrario, plantea a las palabras como cuerpos que demandan ser removidos del dominio inmaterial de autorreferencialidad lingüística para que emerjan en su materialidad. Los autores propusieron reemplazar la noción de significante por la de signo, desarrollada por el lingüista Louis Hjelmslev y el filósofo pragmatista Charles Peirce. Mediante el empleo de la noción de signo, Deleuze y Guattari compusieron el dominio del lenguaje en términos ontológicos como procesos materiales que, al mismo tiempo, operan en nuestras