La sensación más allá de los límites. Stephen Zepke
bien, que la divergencia entre los dos proyectos engloba compromisos disímiles sobre lo indiscernible, razón por la cual los proyectos suponen estrategias de resistencia distintas. Quisiera considerar el valor de estas diferencias, más específicamente, la manera como ellas nos permiten entender la proclama de Deleuze y Guattari en la que afirman las prácticas estéticas como el lugar privilegiado para una nueva forma de activismo político.
En un sentido amplio, el “problema” de Hardt y Negri –un problema en ambas acepciones de la palabra– es la noción de imperio. Este “problema” crea una ambigüedad alrededor de las condiciones de lo político, que son definidas ontológicamente por la prioridad del poder constitutivo de la multitud sobre el imperio y, al mismo tiempo, fenomenológicamente por la prioridad del imperio sobre cualquier acción política. Así, los autores escriben: “la globalidad de la autoridad [imperio] que imponen representa la imagen invertida –algo semejante al negativo de una fotografía– de la generalidad de las actividades productivas de la multitud” (Hardt y Negri 2002, 190). Por lo que el imperio es considerado la condición del activismo político, y el límite inmanente de las prácticas estéticas encargadas de crear nuevas formas de vida; límite que surge de su insistencia en que “este estar en contra llegue a ser la clave esencial de toda posición política que se adopte en el mundo” y, en mi opinión, en el complemento necesario: su frustrante reticencia para sugerir mecanismos positivos que puedan liberar a las multitudes (Hardt y Negri 2002, 190). Según su punto de vista, la eficacia política del poder creativo de las multitudes –de su poder como invención estética– está determinada por el rechazo al imperio. A mi juicio, esta idea no solamente disminuye la potencia política de las prácticas estéticas, sino que también subyuga el poder estético de la multitud a un concepto reactivo de política. De manera que, según esta mirada, la política solo puede ser simultáneamente estética y política cuando se ha estimado que la estética alcanzó un nivel suficientemente político. Tal premisa presenta dificultades en el momento en que Hardt y Negri formulan lo que llaman “los medios adecuados” para construir el contraimperio de lo “por venir”.
Hardt y Negri son lo suficientemente spinozistas para saber que lo “por venir” debe ser construido y, sin embargo, su fe en el poder expresivo y constituyente de la multitud frecuentemente termina en una afirmación estática que promete un reino por venir, pero que no da los medios apropiados para construirlo. Para usar una expresión sarcástica de Rancière, los dos filósofos no pueden alejarse del mantra neofranciscano que canturrea “el comunismo vendrá porque es la ley del Ser: el Ser es comunista” (Rancière 2011, 12). En Imperio la repetición de dicha afirmación ontológica aparece precisamente en los lugares donde esperamos encontrar un desarrollo concreto de lo que puede ser un acto político liberador. Por ejemplo, los autores dicen:
El único acontecimiento que estamos esperando aún es la construcción, o antes bien la insurgencia, de una organización poderosa… No podemos ofrecer ningún modelo para este acontecimiento. Solo la multitud a través de su experimentación práctica ofrecerá los modelos y determinará cuándo y cómo lo posible ha de hacerse real. (Hardt y Negri 2002, 355)
De forma que, aunque conciben la multitud como ontológica, restringen sus medios estéticos, puesto que dejan sin sustento su poder de creación, al tiempo que reducen su poder de autoorganización a un proceso de fe milagroso. Así, cuando evocan la necesidad de poseer los “medios adecuados”, tal evocación permanece vaga, y cuando la elaboran a través de estrategias estéticas específicas, ellas son casi inmediatamente descontadas. En efecto, en una parte del texto, Hardt y Negri sostienen:
Los nuevos bárbaros destruyen con violencia afirmativa y trazan nuevas sendas de vida, a través de su propia existencia material […]. Las mutaciones corporales de hoy constituyen un éxodo antropológico y representan un elemento extraordinariamente importante […] porque es allí donde empieza a aparecer la faceta positiva, constructiva, de la mutación, una mutación ontológica en acción, la invención concreta de un primer lugar nuevo en el no lugar. (Hardt y Negri 2002, 193-194)
Pero inmediatamente después afirman que tales prácticas son “débiles y ambiguas” porque siguen siendo problemas de “la forma y el orden” (Hardt y Negri 2002, 194). No tengo nada en contra de la crítica al formalismo, pero desafortunadamente estos autores tienden a suponer que todas las estrategias estéticas son formalismos, por lo que subestiman la estética en favor de la política.1 Por eso, para ellos, “la nueva política solo adquiere sustancia real cuando” desvía su “foco de la cuestión de la forma y el orden” y lo concentra “en los regímenes y prácticas de la producción” (Hardt y Negri 2002, 194). Y entienden la nueva política como el poder de éxodo de la fuerza laboral viva y el poder de la ciudadanía global implicada en ella, lo que restringe su alcance a las formas de inmaterialidad específicas de la producción en red. Dichos poderes biopolíticos operan dentro de los límites de lo que proclaman “la propia innovación y creación continua de la humanidad” (Hardt y Negri 2002, 311). Y, dado que emergen como los límites que la biopolítica le impone a la estética, son promulgados como los límites de lo posible.
Esto último da claramente cuenta de la divergencia entre el proyecto de Hardt y Negri y el de Deleuze y Guattari: en el primero, el poder virtual de la multitud solamente se torna real a través de la mediación de lo posible y la fuerza laboral viva es el “vehículo de la posibilidad” (Hardt y Negri 2002, 312). En contraste, en el segundo se distingue lo virtual de lo posible, diferencia que “trata de la existencia misma” (Deleuze 2002, 318). Razón por la cual Deleuze le objeta al concepto de lo posible su permanencia como categoría representativa “fabricada retroactivamente a imagen de lo que se le parece” (Deleuze 2002, 319). Y precisamente esa objeción puede aplicársele a la solución de Hardt y Negri que instituye a la fuerza laboral viva en vehículo de la posibilidad política, lo que conduce a que la inconmensurabilidad virtual de la multitud sea siempre anexada a la realidad política del imperio que permanece como su condición de posibilidad. De hecho, los dos autores sitúan esta condición en el corazón de sus análisis, cuando arguyen que solo a través de lo que ellos llaman “una ontología de lo posible” se tornará real la virtualidad de la multitud. Por lo tanto, según su perspectiva, la realidad de la multitud está encapsulada en sus posibilidades contraimperiales, lo que, simultáneamente, reduce la política a la reflexión del imperio –inclusive o especialmente a su resistencia– y niega a la política la gran gama de poderes ofrecida por la estética.2 Hardt y Negri rechazan la filosofía bergsoniana de Deleuze y arguyen que ella no posee suficiente “peso ontológico” sobre la realidad. Anotan:
Deleuze y Guattari descubren la productividad de la reproducción social […], pero terminan articulándola solo de un modo superficial y efímero, como un horizonte caótico, indeterminado, caracterizado por un acontecimiento inasible. (Hardt y Negri 2002, 369, nota 8)
Justamente, no deja de ser irónica esta interpretación sobre la realidad –la que ellos llaman “una respuesta pálida” a “una pregunta enorme”– cuando es en este punto en donde se queda corta su elaboración sobre los procesos políticos de creación de la multitud. Más aún, es en donde su proyecto se distancia de la inspiración de Deleuze y Guattari. Me refiero al impedimento de Hardt y Negri para elaborar un programa efectivo de transformación política que pueda operar para lo real debido a su rechazo a los experimentos estéticos de actualización de lo virtual en favor de un número reducido, pero, desde su consideración, “más real”, de posibilidades de la política. En consecuencia, Hardt y Negri llegan a un cul de sac conceptual, que en el final de Imperio pareciera no tener salida. Preguntan: “¿cuáles prácticas específicas y concretas animan este proyecto político?”. A lo que desalentadoramente responden: “Por ahora nosotros no lo podemos decir” (Hardt y Negri 2002, 320-321).
Si por las condiciones de actualización Hardt y Negri restringen los procesos estéticos a una política contraimperial, desde un principio Rancière entiende la política como un “asunto estético” que no resulta del ejercicio del poder o de la lucha por el poder sino de la configuración de un mundo particular y de