La sensación más allá de los límites. Stephen Zepke
una señal que apunta hacia afuera desde los bordes mismos del presente; tiene la capacidad de
husmear aquellos casos en que en medio de nuestro mundo y realidad modernos, en que sin ningún rechazo ni retraimiento artificiales de los mismos, es todavía posible el alma grande y bella, allí donde esta puede todavía ahora incorporarse también a circunstancias armónicas, equilibradas, recibe de estas visibilidad, duración, paradigmaticidad, y ayuda por tanto, mediante la estimulación y la envidia, a la creación del futuro. (Nietzsche 2007, II, 37)
Desde los horrores del presente, el artista afirma todo lo que escapa a este. Expresa así la fuerza de superación de la voluntad de poder, una fuerza que es el exterior interno de todo lo que la niega. La externalidad inmanente de la fuerza genética se aprecia en el famoso recuento que hace Nietzsche del nihilismo europeo en La genealogía de la moral. Allí, argumenta que a pesar de que la ciencia es la última versión del “ideal ascético” del hombre, pues esta renuncia al cuerpo en nombre de una “verdad” más elevada, esta “voluntad de nada” lleva empero en su interior su propia superación, que es el poder de querer. El hombre, escribe Nietzsche, “prefiere querer la nada a no querer” (Nietzsche 1997c, 128). Cuando entendemos la “voluntad de verdad” de la ciencia de esta manera, afirma Nietzsche, ocurre algo extraño: “[…] la voluntad de verdad cobra consciencia de sí misma como problema” (Nietzsche 1997c, 203). Esta conciencia crítica se sitúa de inmediato en nuestro mundo, pero solamente como aquello que lo transforma, como aquello que encarna el principio trascendental de la vida. Nietzsche concluye triunfalmente: “todas las grandes cosas perecen a sus propias manos, por un acto de autosupresión: así lo quiere la ley de la vida, la ley de la ‘autosuperación’ necesaria que existe en la esencia de la vida” (Nietzsche 1997c, 203). Por lo tanto, la afirmación crítica de la voluntad de poder crea un problema para el presente que, sin embargo, está afuera, pero no más allá, del presente. El más allá es más bien la garantía trascendente del presente humano, de los valores universales que justifican la negación por parte de la humanidad de todo aquello que la amenaza. “La moral de los esclavos –argumenta Nietzsche– dice no, ya de antemano, a un ‘afuera’, a un ‘otro’, a un ‘no-yo’; y ese ‘no’ es lo que constituye su acción creadora” (Nietzsche 1997c, 50). No es cierto que las masas no sean creativas, lo son. La diferencia radica en cómo y en qué crean. Las masas crean de acuerdo con los valores humanos consagrados como medida de todas las cosas, preservando un “presente” vivido “a costa del futuro” (Nietzsche 1997c, 28). Por su parte, el artista del futuro afirma lo que escapa a la humanidad, lo que la excede, y en ese autosuperarse construye un exterior que puede producir un cambio multiplicador que opera a escala de una sociedad, una cultura, una edad o una época. Esto es lo que hoy en día llamamos micropolítica. Pero no es una política que exprese objetivos o cuestione directamente lo existente. Es, más bien, una política de experimentación e invención, una política de creación que no ofrece un programa, sino solamente un método que supone convertirse en un artista, crear valores distantes de los actuales para abrirse así a un futuro indeterminado.
Nuestros valores se expresan primero en nuestras percepciones y sentimientos y luego en nuestros deseos y creencias. Además, Nietzsche argumentaría que, si bien las palabras son signos de los conceptos, los conceptos son signos de sensaciones recurrentes, expresiones de nuestras “vivencias internas” (Nietzsche 1997d, 249-250). Las sensaciones en sí mismas son interpretaciones de la existencia, valoraciones que niegan o afirman los poderes de la vida y, por lo tanto, dice Nietzsche: “todas las percepciones están permeadas por juicios de valor” (Nietzsche 2000, 229). Como resultado, “es lícito someter a examen a todo individuo para ver si representa la línea ascendente o la línea descendente de la vida. Cuando se ha tomado una decisión sobre esto se tiene también un canon para saber lo valioso que es su egoísmo” (Nietzsche 1989, 113). El individuo que se sitúa en la línea ascendente posee, según Nietzsche, un cuerpo bendecido por una sensibilidad “animal”, una sensibilidad que no se opone a lo humano, sino que es lo que hay de animal en lo humano. Esta sensibilidad animal revalúa los valores humanos al afirmar su propia voluntad de poder, deleitándose en la intoxicación del acto creativo, entusiasmándose con la crueldad de ejercer una fuerza superior y disfrutando los “éxtasis de la sexualidad” (Nietzsche 2000, 529).6 Este sentimiento liberado del “bienestar animal” y este “deseo” son los que “constituyen el estado estético” (Nietzsche 2000, 528), haciendo del arte nada menos que “la perfecta seguridad funcional de los instintos inconscientes reguladores” (Nietzsche 2007c, 50).
Con el artista “animal” tenemos un sentido claro de las dimensiones biopolíticas del futuro y de la crítica o revaluación inmanente de los valores humanos que se requiere para crearlo. Pero para determinar el valor que esta forma ontológica de la política tiene para nosotros hoy en día, debemos confrontarla con la perspectiva que nos indica que las formas contemporáneas del capitalismo han logrado ubicarse con éxito justamente allí, en la interfaz entre una ontología trascendental de la creación crítica (voluntad de poder) y su encarnación situada dentro del devenir-otro de los cuerpos humanos. Esta confrontación requiere un breve panorama de esta perspectiva antes de que podamos considerar su posible impacto en nuestra pregunta acerca de la relevancia de Nietzsche para el presente. Matteo Pasquinelli (2008) argumenta que el capitalismo ha establecido una relación parasítica y directa con nuestras pulsiones inconscientes e instintivas a través de la producción de “bienes-del-afecto”, al permitir que module directamente no solo nuestras metas instintivas, sino también su intensidad. En vez de reprimir estos espíritus animales, como los llama Pasquinelli, el capitalismo procura amplificarlos con el fin de maximizar sus ganancias. Sus ejemplos son justamente aquellos que Nietzsche emplea para tipificar el “vigor animal” del artista (Nietzsche 2000, 529): la sexualidad y la crueldad violenta del instinto de supervivencia. Desde esta perspectiva, el capitalismo biopolítico es una especie de afirmación financiera de nuestra sensibilidad animal, una forma de control que opera a través de la monetización. La idea es lo suficientemente simple: si nuestro deseo “noble” (como lo plantearía Nietzsche) de sexo y violencia se satisface por medio de las imágenes-producto (pornografía y “porno violencia”) que divulgan los medios de comunicación masiva, entonces la creación de “nuevos” productos (una necesidad constante para el capitalismo de acuerdo con la ley de los retornos decrecientes) se convierte en la encarnación del devenir en sí mismo. Así pues, en este sentido, el capitalismo ha capturado “el principio de desequilibrio” de la voluntad de poder y lo ha convertido en su principio más importante para generar ganancias.
La tecnología digital permite esta aceleración de la producción y el consumo deseantes al insertar los imperativos capitalistas en las redes neurológicas y nerviosas de nuestro cuerpo y cerebro. Esto produce una mutación conectiva, como la ha llamado Franco Berardi (2005), que aleja nuestras subjetividades de las identidades tradicionales y las lleva a un “dividuo” o un “yo disuelto” flexible, que está –en su forma tanto de trabajador como de consumidor– en un estado permanente de reinvención personal. Esta producción incesante de diferencia mercantilizada ha envuelto al mundo en su red mundial (World Wide Web) para llegar, hoy en día, a lo que Berardi llama capitalismo molecular: un estado en el cual la producción de “mercancías de la información” ocupa cada uno de nuestros momentos7, situación en la que nuestra integridad fisiológica y psicológica se ve pulverizada constantemente y nuestro valor más importante para el capitalismo es nuestra diferencia fragmentada respecto a nuestro propio ser. “En cada momento de la vida”, dice Berardi, en su estilo típicamente apocalíptico:
La máquina humana está ahí, pulsando y disponible, como una expansión cerebral a la espera. La extensión del tiempo está meticulosamente celularizada: es posible movilizar células de tiempo productivo puntual, casual y fragmentariamente. La recombinación de estos fragmentos se realiza automáticamente en la red. (Berardi 2011, 90)
La interfaz no solamente subsume cada uno de nuestros deseos y pensamientos, sino que los valora de acuerdo con su diferencia. El capitalismo le ha dado un valor (monetario) relativo a la distancia creativa del futuro y su atractivo exterior, simplemente la ha