El misterio del amor matrimonial. Ricardo E. Facci
se escucha tanto hoy: “hago la mía”; “haz la tuya”; “dedico tiempo a mis gustos”; “debo pensar más en mí”. ¡Un mundo cargado de individualismo! Vivimos en medio de una generación en la que muchos han sido castrados de la capacidad de amar.
Volvamos a la realidad familiar. En muchos hogares se vive como si fuesen un simple ámbito de convivencia, donde los miembros se conocen medianamente, tienen una vinculación matrimonial, o familiar en el caso de los hijos, en el que cada uno debe cuidar no ser invadido en el espacio adquirido, ni invadir el espacio del otro, para no generar conflictos y desavenencias, que puedan alterar la ficticia “paz” lograda. ¡Falta el amor!
Por otro lado, la insistencia en pensar en sí mismo, genera enormes ‘yo’, que chocan con los otros permanentemente, porque jamás piensan en otra cosa que no sea en cuidarse a sí mismos. La incapacidad de amar, no les permite lanzarse en la búsqueda del otro, en sus necesidades, en sus cuidados. Esposos que no son cuidados por la esposa. Esposas olvidadas por sus esposos. Padres que lo dieron todo por sus hijos, y cuando a éstos les toca… la solución se encuentra en un geriátrico. “Debo cuidarte a ti, y no tú de mí”. Esta premisa se relaciona directamente con la regla de oro del evangelio “hagan lo que deseen que los demás hagan por ustedes” (Mt 7,12).
A la hora de sus conveniencias, ¡cuántos exigen lo que nunca hicieron por el otro! Nunca sirvieron y exigen ser servidos. Jamás respondieron a tiempo, pero cuando les toca a ellos debe ser “ya”. Y así, podemos sumar tantos ejemplos…
Hay que trabajar para que viva el amor en todos los hogares. Cada uno preocupado en cuidar al otro, en lugar de ver cómo se defiende del otro. Cada miembro de la familia, buscando actuar con los demás como les gustaría que los demás hagan con él. De este modo, desde cada hogar nuevo estaremos forjando un mundo nuevo.
Para dialogar en pareja.
1.- En nuestra vida matrimonial (familiar), ¿experimentamos que cada uno cuida al otro?
2.- ¿Existe alguna reja de desconfianza entre nosotros?
3.- ¿Qué espera cada uno del otro, para experimentar ser más cuidado?
4.- En un mundo individualista, egoísta, ventajero, ¿somos diferentes? ¿Confiables? ¿O estamos sumergidos en la misma postura del mundo?
5.- ¿Nos disponemos a cuidar de los demás, como quisiéramos que los demás cuiden de nosotros?
6.- En nuestras familias, ¿descubrimos que debemos cuidar a los demás como verdaderos tesoros de Dios?
7.- ¿Qué propósito nos hacemos para vivir intensamente el “debo cuidarte a ti y no tú de mí”?
Para orar juntos.
Señor Jesús,
ayúdanos e ilumínanos,
para que el amor sea la primera motivación de nuestras vidas,
que en nuestros hogares nadie deba cuidarse del otro,
sino que se viva la rica experiencia
de sentirse protegido y cuidado por los demás.
Te pedimos, Señor,
que los hijos de nuestro amor,
sean capaces de ser personas abiertas y generosas,
con el don de encontrarse con el otro,
de cuidar a los demás, de modo especial,
de aquellos con quienes deban construir su vida, su hogar.
Gracias Señor,
por permitirnos cuidarnos los unos a los otros,
que lo hagamos como lo haces
Tú con nosotros.
Amén.
Del enamoramiento al amor
“Yo bajé al jardín de los nogales,
a ver los retoños del valle,
a ver si brotaba mi viña,
si florecían los granados...
Y sin que yo me diera cuenta,
me encontré en la carroza con mi príncipe”
(Cantar de los Cantares 6,11-12)
Hay matrimonios que dan la imagen de que todo estuvo siempre bien, nacieron el uno para el otro. Como si la estrella de la mañana los guió durante la jornada. En su pieza musical ningún acorde desafinó. Pero esto no es normal, pueden llegar a ser casos excepcionales.
Lo común es otra cosa. Todo comenzó el día de la primavera. En el paseo una chispa estalló y desde allí un fuego abrasador los envolvió. Soñaron juntos, se ilusionaron con un juego que sólo entendía el dar y recibir, empezaron a transitar un amor apasionado que navega por los profundos mares o volaba por alturas incalculables.
Pasó el tiempo, las bodas, mil cosas. De pronto el esplendor de la boda dejó de alumbrar. La luna de miel quedó en algún álbum fotográfico, en un lindo recuerdo, pero recuerdo al fin. Luego aparecieron muchas “lunas”: extrañas reacciones, salidas extemporáneas, primeras elevaciones de la voz... cosas que antes nunca las habían sospechado. El amor entra en una zona de desencanto.
Hay que lanzarse a cruzar una zona de riesgos. Un desierto, o un impetuoso río. Hay que llegar al otro lado. Hay que pasar del enamoramiento al amor. O dicho de otro modo, pasar del amor apasionado, cargado de romanticismo, al amor que es oblación, entrega, ofrenda. Es pasar del ‘para mí’ al ‘para ti’, o diría mejor del ‘yo’ al ‘nosotros’. Si no se logra este paso el matrimonio muere de sed en el desierto o, en la figura del río, se ahogará. Es la gran decisión de construir la armonía conyugal.
En la triste actualidad por la que pasan muchas familias, vemos como en los primeros años de matrimonio muchos se mueren de sed, o ahogados, o simplemente se hacen pedazos, añicos. Frente a esta situación, nos preguntamos, si el amor anterior era falso o muy blandito. No. El problema radica en que no dieron el paso del amor apasionado a un amor oblativo, de entrega total. Se quedaron en el romanticismo, y éste no tiene la suficiente fuerza para sostener una relación que necesita de las mayores exigencias.
¿En qué consiste un amor de entrega, de oblación?
Podemos explicarlo del siguiente modo. Estar enamorado es fácil. Como que es simple y fácil sonreír al que sonríe, dialogar con quien tiene capacidad de escucha, saludar al que saluda, respetar al respetable.
Por otro lado, el amor es exigente. Para perdonar una ofensa hay que superar el orgullo. Ante un ataque de otro hay que frenar el deseo de venganza. Callar ante una grosería implica contar hasta diez. Cuando surge un extraño comportamiento del esposo o de la esposa es necesario asfixiar el gesto que busca herir en la revancha, o cuando eleva la voz, el otro debe frenar el responder con otro grito.
Es la manera de devolver bien por mal. Para esto hay que sacrificar el orgullo, la venganza, la revancha, el tono alto, en fin, hay que morir al ‘yo’. Es claro que es el camino en la construcción del ‘nosotros’, pero duele. Vaya si duele la renuncia, morir al ‘yo’, apostar doble en el amor hacia el otro, especialmente cuando el otro está en crisis o en una situación nada deseable. Precisamente, hoy me llegó un correo de una esposa de la que hacía tiempo no recibía noticias, en una de las líneas dice: “el matrimonio más o menos funciona... pero en muchas oportunidades recuerdo tu consejo de que en ciertas circunstancias hay que amar el doble”. Esto cuesta, es sacrificio, es ofrenda, es oblación.
Cuando el amor sólo queda anclado en lo emotivo se instala en la inmadurez, y seguramente se hará trizas, porque lo emotivo no tiene la suficiente fuerza para sostener una relación duradera y satisfecha. El matrimonio será entonces, una comida desabrida, una obra de teatro aburridísima. En cambio, cuando se ha logrado pasar al amor oblativo, ofrendado, se está ante un maravilloso concierto donde las notas musicales se entrelazan en una plena y bella armonía.
Para concluir, transcribo una respuesta que una joven me dijo al preguntarle si conocía la diferencia entre enamoramiento