Amad a vuestros enemigos. Arthur C. Brooks
llegado el momento, ansioso y sediento, dice: «Mañana lo dejo». De forma parecida, la mayoría de los fumadores dicen que no desean fumar, pero continúan voluntariamente, malgastando dinero y destrozándose la salud.
¿Qué ocurre? La respuesta, claro, es la adicción, que nubla nuestra capacidad de tomar decisiones en beneficio propio a largo plazo. Personalmente, soy muy goloso. Sé perfectamente que debería eliminar el azúcar refinado de mi dieta. Quiero dejar los dulces, pero también sé que esta noche, alrededor de las ocho, me rendiré y me zamparé unas Oreo. (La culpa es de mi mujer, por comprarlas.) Es probable que tengas alguna debilidad, algo que te proporciona satisfacción inmediata aunque luego no lo desees a largo plazo. Puede que sea una relación que eres incapaz de cortar, o que seas aficionado al juego que te compres ropa demasiado cara.
Los economistas han situado la demanda de cosas adictivas en una categoría especial. Constatan que tomamos decisiones que distan mucho de ser óptimas a largo plazo porque romper el hábito nos resulta demasiado doloroso a corto plazo. Por lo tanto, aunque en realidad no queramos beber, aplazamos la incomodidad de dejarlo un día tras otro.
Los Estados Unidos son adictos al desprecio político. Mientras que la mayoría de nosotros odiamos lo que el desprecio le está haciendo a nuestro país y nos preocupa cómo erosiona nuestra cultura a largo plazo, muchos seguimos consumiendo compulsivamente el equivalente ideológico de las metanfetaminas que nos proporcionan cargos electos, académicos, artistas y algunos medios de comunicación. Millones de personas se entregan activamente a su adicción participando en el ciclo de desprecio con su forma de tratar a los demás, sobre todo en las redes sociales. Nos gustaría que nuestros debates nacionales fueran vigorizantes y sustanciosos, pero tenemos un afán insaciable de insultar a los del otro bando. Por mucho que sepamos que debemos ignorar al desagradable columnista, apagar la tele cuando sale un bocazas y dejar de revisar nuestros feeds de Twitter, cedemos a nuestro impulso culpable de escuchar a los que confirman nuestros prejuicios de que los otros no sólo se equivocan, sino que son estúpidos y malvados.
Somos responsables de nuestra adicción al desprecio, por supuesto, al igual que los adictos a las metanfetaminas son responsables en última instancia de su adicción, pero también están nuestros camellos, los traficantes de metanfetamina política. Conocedores de nuestra debilidad, los líderes de izquierda y derecha buscan el poder y la fama enfrentando a estadounidenses contra estadounidenses, hermano contra hermano, compatriota contra compatriota. Estos líderes afirman que debemos elegir un bando, y luego argumentan que el otro bando es malvado –indigno de consideración–, en lugar de retarnos a que escuchemos a los demás con amabilidad y respeto. Fomentan una cultura de desprecio.
Hay un «complejo industrial de la indignación» en los medios estadounidenses de hoy que se beneficia generosamente de nuestra adicción al desprecio. Todo empieza por atender a un solo sector del espectro ideológico. Líderes y medios de comunicación de izquierda y derecha mantienen a sus audiencias enganchadas al desprecio diciéndoles lo que quieren oír, vendiendo un relato de enfrentamiento y pintando burdas caricaturas del bando opuesto. Nos reafirman en nuestras creencias y a la vez confirman nuestros peores prejuicios acerca de quienes discrepan de nosotros, a saber, que son estúpidos, malvados y que no se merecen que les demos ni los buenos días.
En la batalla por la atención pública, las élites de la derecha y de la izquierda describen cada vez más nuestros desacuerdos políticos como una lucha apocalíptica entre el bien y el mal, comparando al otro bando con animales y utilizando metáforas propias del terrorismo. Abre tu periódico favorito o zapea por la televisión por cable en horario de máxima audiencia y encontrarás un ejemplo tras otro de esta tendencia. ¿Cuál es el resultado de que la retórica exagerada se convierta en algo habitual? Una cultura del desprecio cada vez más arraigada, una amenaza creciente de violencia real y, por supuesto, beneficios de récord. Veías Breaking Bad, ¿no? También la metanfetamina es de lo más rentable.
Las redes sociales intensifican nuestra adicción al permitirnos filtrar las noticias y opiniones con las que no estamos de acuerdo, destilando así la droga del desprecio. Según la Institución Brookings, el usuario medio de Facebook tiene cinco amigos políticamente afines por cada amigo del otro lado del espectro político.29 Investigadores de la Universidad de Georgia han demostrado que es poco probable que los usuarios de Twitter estén expuestos a contenidos ideológicos cruzados porque los usuarios a los que siguen son políticamente homogéneos.30 Incluso en el mundo de las app de contactos, los académicos han descubierto que la gente se autoclasifica en función de su ideología política.31 Estas empresas nos ofrecen plataformas para crear circuitos de retroalimentación en los que sólo estamos expuestos a quienes piensan de forma parecida, y en los que la gente puede esconderse bajo la capa del anonimato para verter comentarios odiosos y vitriólicos.
El confinamiento en un «silo ideológico» significa que dejamos de interactuar por completo con quienes sostienen puntos de vista opuestos. Las encuestas indican que la mayoría de los republicanos y demócratas tienen «sólo unos pocos» o ningún amigo que sea militante del otro partido.32 Por el contrario, sólo el 14 por ciento de los republicanos y el 9 por ciento de los demócratas tienen «muchos» amigos íntimos del partido rival.33 Los resultados de no conocer a personas con puntos de vista opuestos y verlas sólo a través del prisma de los medios de comunicación hostiles son predecibles. Hoy en día, el 55 por ciento de los demócratas tiene una opinión «muy desfavorable» de los republicanos, y el 58 por ciento de los republicanos tiene idéntica opinión de los demócratas, unas cifras que triplican las de 1994.34
Tenemos indicios de que, cuanto menos expuestos estamos a puntos de vista opuestos, menos competentes como personas racionales nos volvemos. El ensayista David Blankenhorn ha notado un aumento de varias formas de pensamiento político débil en la última década,35 entre las que destacan las siguientes: las opiniones binarias extremas («Yo tengo toda la razón, o sea que tú estás del todo equivocado»); considerar que toda duda es un signo de debilidad; los razonamientos motivados (buscar sólo argumentos o datos que apoyen nuestras opiniones; algo que resulta más fácil cuando te dedicas a filtrar previamente las noticias que recibes y tu presencia en las redes sociales); los argumentos ad hominem («Tus ideas responden a motivos egoístas e inmorales»); y la negativa a estar de acuerdo en la realidad de los hechos («Tus noticias son falsas»).
La estructura de la política de partidos fomenta asimismo la cultura del desprecio. Cada dos años, hay que elegir quién ocupa 435 escaños de la Cámara de Representantes. En las últimas tres elecciones nacionales, un número cada vez mayor de esos escaños ya estaban adjudicados porque sus ocupantes, cuando se presentaron a la reelección, los consiguieron en el 90, el 95 y el 97 por ciento de los casos.36 Ambos partidos políticos han manipulado los límites y los censos de las circunscripciones electorales para asegurarse de que estuvieran llenas de fieles devotos, a los que han repartido entre un buen número de circunscripciones, mientras agrupaban a los militantes del bando contrario en unas pocas para así disminuir su representación. El resultado es que a los políticos les basta cada vez más con recurrir sólo a los militantes de su partido para obtener los votos que necesitan. Las primarias a menudo se convierten en un concurso de adopción de posturas extremas con el fin de probar la lealtad al partido y movilizar al núcleo duro. El resultado inevitable es la demonización del otro bando.
Los congresistas suelen decir que uno de los grandes cambios de los últimos diez años es que ya no pasan mucho tiempo socializando con los representantes del partido rival. No sólo discrepan en política, sino que apenas se conocen como personas. Es probable que hayas oído muchas veces que, en décadas anteriores, los demócratas y los republicanos discutían apasionadamente en la tribuna de oradores durante el día, y luego salían a cenar juntos por la noche. Esto era parte de la forma en que finalmente lograban llegar a acuerdos. Al compartir la vida juntos fuera del trabajo, desarrollaban la confianza y la buena voluntad necesarias para adoptar decisiones difíciles por el bien de todos, incluidos los que se situaban más allá de sus esferas políticas.
Los políticos me dicen a menudo que se han visto obligados a evitar estas amistades por motivos de autodefensa: les preocupa que los consideren demasiado