Salvar un corazón. María Laura Gambero
Suspiró teatralizando el momento y consultó su reloj. Lo miró directo a los ojos, e inclinándose hacia él, le susurró al oído–: Piensa en todo lo que te dije y saca tus propias conclusiones, Croata –murmuró–. No confíes en nadie; cúbrete hasta de tu sombra y trata de dar un paso al costado. Un último consejo. No es nada sensato acostarse con Antonella Mansi tan abiertamente; se está hablando mucho de ustedes. De la Cruz puede hacer la vista gorda, pero a nadie le gusta que lo señalen como el cornudo de turno. Cuidado.
CAPÍTULO 8
–Perfecto. Por mí no hay ningún problema –dijo Gimena anotando la dirección que le indicaban al otro lado de la línea–. Excelente. La semana próxima estoy por ahí. Está muy bien. En cuanto lo tenga confirmado, te envío un correo con mis datos y los del fotógrafo. Gracias, Marta.
Dejó el teléfono en su sitio y se recostó contra el respaldo de su sillón. Satisfecha, se estiró y buscó sus notas; tachó ese objetivo con gusto.
Al dejar Madrid, Gimena había diagramado un bosquejo de lo que deseaba realizar en Buenos Aires. Hacía ya un tiempo que había resuelto interiorizarse y comparar los distintos talleres de arteterapia que estaban desarrollándose en América Latina a partir de lo que se llevaba a cabo en Europa. Para ello, investigó algunos centros especializados donde se brindaba este tipo de terapias a personas con Alzheimer, autismo o enfermedades motrices o terminales. Ya tenía pautadas tres entrevistas; estaba muy conforme.
Pensando en todo eso, se puso de pie y buscó su termo para prepararse unos mates. En Madrid solía hacer un alto en sus actividades para disfrutar de un rico y revitalizante mate; era como mantener viva su conexión con Buenos Aires. Mientras calentaba el agua, su mente voló a España, a las caras de sus amigos al probar la infusión rioplatense. Sonrió por la remembranza. Consultó su reloj, a esa hora estaría regresando a su casa luego de asistir a la clase de flamenco. Lo extrañaba.
Tomó el primer mate y regresó a su escritorio. Bebió otro observando las oficinas vacías, y los recuerdos de aquellos años se evaporaron por completo ante lo que tenía frente a sí. La angustiaba la quietud de ese lugar. Pocas veces veía gente trabajando.
Resuelta, llamó a José María Solís, su superior en Madrid. Necesitaba hablar con él para discutir los pasos a seguir; estaba lista para ponerlo al tanto de lo que sucedía en Buenos Aires. Pero más allá de sus apreciaciones, no era mucho lo que podría aportar sobre la revista de moda; en cambio, la situación de la publicación cultural –se negaba a usar la palabra suplemento–, dejaba mucho que desear.
–Hola, querida –la saludó la voz de José María con ese acento madrileño que ella tanto extrañaba–. Estimo que debes tener novedades para mí.
–Hola, José –respondió dejándose caer en el respaldo de su asiento–. No tienes idea de todo lo que está sucediendo aquí. ¡Ufff!, por momentos me indigna tanto desorden. Partamos de la premisa de que les importa un bledo lo cultural o lo artístico. Aquí manda la frivolidad de una revista repleta de mujeres semidesnudas y chismes baratos.
–Las hay en todos lados, cariño –comentó Solís recordándole que ese tipo de productos solían ser los que pagaban todos los demás–. No te quejes tanto, que esas revistas venden y mucho.
Durante la siguiente media hora, Gimena lo puso al tanto de la situación; también mencionó que estaba por enviarle un correo en el que ampliaba la información que estaba brindándole en ese momento. En unos días podría presentarles una propuesta formal y contundente sobre cómo reflotar la revista cultural, pero prefería adelantarles la situación.
José María rio con ganas. La conocía de sobra y le resultaba evidente que Gimena necesitaba regresar a Buenos Aires, a sus afectos y, principalmente, a resolver muchos temas que habían quedado sin cerrar. Él siempre había intuido que, tarde o temprano, Gimena regresaría a la Argentina. Y allí estaba, desbordante, floreciendo en el jardín al que pertenecía.
–Estoy seguro de que si decides hacerte cargo, nadie te detendrá –dijo José María–. Creo que siempre supe que era eso lo que buscabas. Estoy convencido de que el puesto será tuyo.
–Pero si no has leído mi propuesta –protestó Gimena conteniendo su entusiasmo.
–No, pero te conozco –reconoció con orgullo–. Ahora, ¿qué hay de Étienne?
–Nos estamos tomando un tiempo –respondió–. No llevo ni un mes aquí y habíamos quedado que serían seis. Ya veremos.
–Yo te escucho bastante decidida –dijo José María dándole un empujón–. Así que mi sugerencia es que no esperes hasta el final para hablar con él –aconsejó sabiendo que le costaba hablar del asunto–. Volviendo al tema editorial, hablaré con Brenet en cuanto llegue el correo que estás por enviarnos. Creo que si él habla con Mansi y le dice que vas a trabajar en el área de cultura, podrás manejarte con mayor libertad. Supongo que la designación oficial de tu cargo llegará más adelante.
–Eso sería genial –repuso, encantada–. Me daría la posibilidad de hacer una auditoría sin pedir permiso. Necesito tener una noción real de qué estoy recibiendo.
–Me parece razonable –accedió–. Envíame cuanto antes ese informe. Aunque sea preliminar.
–Ya mismo –acotó volviéndose hacia la computadora para hacerlo en ese momento.
Cuando cortó la llamada, Gimena no pudo evitar que la cubriera un manto de nostalgia. Pero reconocía que eso le sucedía cada vez que hablaba con José María o con Belén; y la necesidad de abrazarlos la embargaba.
Sus pensamientos sufrieron una leve alteración cuando vio a Mirko atravesar el salón. Sus miradas se rozaron provocándole cierta incomodidad, no quería que ese hombre pensara que lo observaba. Desvió la vista y sus ojos se toparon con la carpeta que Romina le había entregado. La abrió y repasó el nombre de cada uno de los empleados que, según ese listado, trabajaban para la revista de cultura. Mirko Milosevic figuraba. Eso lo convertía en su empleado, no en el de Antonella. Bueno, ya tengo fotógrafo, pensó sin poder definir lo que ese hecho le provocaba.
Hacía dos largas semanas que Mirko no lograba salir de su ensimismamiento. Cuestionaba cada movimiento; cada intercambio de información lo ponía tenso. Se sentía observado y en la mira de una legión de asesinos.
Afortunadamente, Garrido no se había puesto en contacto gracias a la información que había obtenido sobre De la Cruz y Candado. No obstante, para no levantar sospechas, ni con ella, ni con Antonella, había continuado con su rutina; escuchaba lo que sucedía en el despacho de la directora, husmeaba entre sus correos para detectar quién la contactaba y luego enviaba un informe a la casilla de correo que le habían indicado desde un comienzo. No podía asegurar que alguien lo leyera, pues nunca recibió ningún tipo de confirmación. Sin embargo, lo que verdaderamente empezaba a preocuparlo era todo lo que Serena Roger le había dicho. Esa mujer había instalado en su mente un interrogante que lo desestabilizaba. ¿Para qué lo habían sacado de la cárcel? No lo tenía claro.
Por esos días, Antonella también se mostraba esquiva y tensa. Mirko lo adjudicaba a la nueva reunión clandestina que se estaba organizando. Lo descubrió de casualidad, al escuchar una de las comunicaciones que ella mantuvo con su esposo. De momento, solo podía asegurar que la reunión se llevaría a cabo; pero aún no sabía ni dónde ni cuándo sería. Nada de esto le había mencionado a Garrido, prefería contar con más información para poder usarla a su favor de ser necesario.
Dado que, desde hacía rato, Antonella estaba trabajando sobre su escritorio, sin emitir palabra ni utilizar su computadora, Mirko no tenía forma de dilucidar qué estaba haciendo. De modo que, buscando indagar un poco más, se dirigió a su despacho llevando con él las últimas fotografías