Salvar un corazón. María Laura Gambero
Candado. ¿Cuándo piensas darme algo? ¿Qué sabes de él?
–De momento solo sé que suele organizar selectas reuniones donde corren las apuestas, las drogas y las mujeres –explicó a regañadientes–, pero no tengo nada más. Hace rato que le perdimos la pista. Lo último veraz que supe era que estaba instalado en Paraguay.
Mirko masticó esta última información. Encendió un nuevo cigarrillo y observó con disimulo a Romina dirigirse a la sala de reuniones llevando una bandeja con tres cafés.
–Tu momento de responder, Croata –demandó, ofuscada–. ¿Estás viendo a Candado con De la Cruz? Necesito esa información.
–Tal vez –respondió, cortante–. Luego te llamo.
–Escúchame, Mirko –dijo la mujer tratando de controlar sus propios impulsos–. Ni se te ocurra hacer una locura y tirar toda la operación por la borda. Tranquilízate porque un arrebato sin sentido puede arruinar años de esfuerzo. No te dejes ver, corres el riesgo de que te mate si llega a reconocerte. Hablo en serio.
Mirko no respondió, simplemente culminó la conversación y dejó el balcón maldiciendo por no haber colocado micrófonos en la sala de reuniones. Estaba seguro de que debía ser muy interesante lo que allí estaban discutiendo. La existencia de Gimena Rauch había dejado de preocuparlo.
–¿Tienes las fotografías? –dijo De la Cruz mirando a su esposa.
–Sí, aquí –respondió ella tomando el sobre que Mirko le había entregado–. Son lindas chicas; tentadoras. Creo que podremos obtener buenos dividendos.
–Estupendo –repuso Candado–. Esperemos que sepan desenvolverse.
–¿Recibiste el detalle del próximo número? –preguntó Antonella a su esposo.
–Sí –respondió Alejandro sin apartar la mirada de las fotos que desplegaba sobre la mesa–. Está todo encaminado.
Candado miró con detenimiento las fotografías que Alejandro le presentaba y asintió conforme con la selección que De la Cruz había realizado un mes atrás.
–Perfecto. Si estas salen publicadas en el siguiente ejemplar –comenzó diciendo–, podemos hacer la entrega en agosto. Creo que con un mes de preparación será suficiente.
De la Cruz extrajo un celular de su bolsillo y tomó nota de los nombres de las chicas. Junto a cada nombre agregó el rótulo código naranja, lo cual indicaba que esas chicas serían incorporadas a un grupo de elite.
–¿Cómo viene la entrega de julio? –quiso saber De la Cruz.
Candado se dejó caer en el respaldo de la silla y meditó sus próximas palabras. Por momentos lo incomodaba un poco hablar tan abiertamente de esos asuntos. Gracias a lo celosamente precavido que era, había logrado seguir en el negocio.
–Muy bien –respondió Candado escuetamente–. Calculo que en unos días recibirán sus invitaciones para la apertura del lugar.
–Perfecto. Dejen que les diga que nuestros clientes están encantados de haber abierto esta nueva plaza –agregó Alejandro de la Cruz con algo de soberbia–. El último encuentro fue de lo más productivo. Nuestras chicas comprendieron el juego y se mostraron más que predispuestas.
–Hay algo que me gustaría que supieran –dijo Antonella ante la primera oportunidad–. Hace dos días se presentó una mujer enviada por la casa matriz. Esta misma mañana se instaló en la redacción; según dijo, debe realizar algunos trabajos para España. No debería preocuparnos porque su interés está en el suplemento de cultura y solo va a quedarse seis meses.
–¿En qué podría perjudicarnos? –quiso saber Candado.
–A simple vista, en nada –respondió Antonella–. Ya sé que puede no ser importante, pero me preocupa que ponga el ojo en nosotros y busque irregularidades.
–Está bien que lo menciones –dijo Candado adueñándose de la conversación–. Estaremos atentos. Si llega a hacer preguntas, las irás respondiendo a medida que las vaya presentando. Si se acerca mucho a donde no debe, ya veremos cómo lo manejamos. No entres en pánico. No hay nada de que sospechar.
Por momentos, el imperioso deseo de patear la puerta de la sala de reuniones y abalanzarse sobre ese cretino para romperle la cara a golpes lo abordaba con una fortaleza alarmante. Recapacitó en cada uno de esos arrebatos, convencido de que una reacción así no ayudaría a nadie, mucho menos a él. Pero cómo lo odiaba, llevaba años alimentando ese sentimiento.
Ansioso por saber el tiempo que llevaban reunidos, consultó su reloj. Eran cerca de las ocho de la noche y la editorial comenzaba a vaciarse, solo un par de redactores y algún que otro corrector permanecía con la cabeza inclinada hacia sus monitores; el resto ya se había marchado. El silencio empezaba a apoderarse del lugar y eso ayudaba a Mirko, que no tenía intenciones de marcharse hasta que la reunión finalizara. Aguardaría el tiempo que fuera necesario solo para echarle una última mirada a Candado. El shock había sido tan importante que le había impedido observarlo debidamente; necesitaba hacerlo para grabar su rostro y no olvidarlo más.
Decidido, se puso de pie y cruzó las oficinas hacia el sector de refrigerios en busca de un café. A excepción de la sala de reuniones, la editorial estaba desértica. Leticia ya se había marchado; solo Orlando, el empleado de seguridad, permanecía entre la puerta vidriada y los elevadores, custodiando la entrada. Mirko lo saludó con un ademán y miró de soslayo la puerta de la sala de reuniones. Seguro de que nadie notaría su presencia, se acercó y, luego de constatar que desde su ubicación Orlando no podía verlo, se deslizó sigilosamente en el despacho de Antonella. El escritorio estaba limpio; la computadora encendida, pero bloqueada. Discretamente fue husmeando en las distintas gavetas.
El celular vibró en su bolsillo, interrumpiéndolo. Garrido insistía. Desde que le preguntó por Candado, ya le había enviado cuatro mensajes. En el primero le exigía que le confirmara si verdaderamente había visto a Candado con De la Cruz. En el segundo reclamaba noticias suyas; en el tercero le informaba que esa noche pasaría a verlo. Mirko palpó la amenaza que escondía el mensaje. “No me molestes, Claudia. Déjame trabajar. Luego te aviso”. Envió el mensaje. “Mantenme informada. Ni se te ocurra hacerte el vivo conmigo”, fue la respuesta de Garrido.
Volvió a lo que estaba haciendo. Se concentró en el escritorio; sabía que no contaba con mucho tiempo. Fue casi por casualidad que, al revolver una de las gavetas, algo rozó sus nudillos. Intrigado, se inclinó para observar mejor. Frunció el ceño al ver la libreta cuidadosamente adosada a la gaveta superior.
Se disponía a extraerla, cuando escuchó voces provenientes del pasillo. Alarmado, alzó la vista. Candado, Antonella y Alejandro estaban parados junto a la recepción. Tenía que salir de allí si no quería ser descubierto; la libreta quedaría para otro momento. “Están saliendo los tres a cenar”, informó rápidamente a Garrido. “Síguelos”, fue la respuesta de ella.
CAPÍTULO 7
El restaurante donde se realizaría el encuentro estaba ubicado en la Costanera Norte. Era elegante, sobrio y con una inmejorable vista del Río de la Plata. Desde la recepción, oculto entre la decoración, Mirko observaba la mesa donde Antonella cenaba con su esposo y Candado. Un poco alejados divisó a dos hombres que, a juzgar por el modo en que miraban hacia la mesa, bien podrían ser enviados de Garrido.
Una vez en la acera, encendió un cigarrillo y revisó su celular. Tenía mensajes de la fiscal. En el primero le comentaba que en el interior había dos agentes suyos; le respondió que creía haberlos visto. Luego le indicaba que se quedara