Salvar un corazón. María Laura Gambero
y aguardó. Tenía la vista fija en Candado, quien, con soberbia y algo de jactancia, mencionaba que ya tenía todo listo para acondicionar el salón donde se llevaría a cabo la fiesta.
–Excelente –respondió Alejandro–. Solo falta definir la lista de invitados.
–Sí, pero salvo unos pocos, serán los de siempre –comentó Candado.
–Las invitaciones ya están confeccionadas –informó Antonella, esforzándose por ser tomada más en cuenta en las decisiones–. Solo necesito que me indiques dónde debo enviarlas o, mejor dicho, a quién.
Mirko no pudo escuchar nada más, pero se las ingenió para tomar varias imágenes con el celular antes de que dos empleados del restaurante acercaran los vehículos. En pocos segundos, el automóvil del matrimonio De la Cruz se alejaba, seguido a escasos metros por el de Candado. Mirko bajó la vista hacia su teléfono y envió las imágenes capturadas.
–Vaya –deslizó una voz femenina a escasos metros de distancia–. ¿Por qué será que no me sorprende encontrarte aquí?
Sobresaltado, Mirko elevó la vista y el rostro se le contrajo al ver a Serena Roger.
–Acabo de cruzarme con tu jefa –deslizó la mujer. Dio un paso más hacia el fotógrafo, que ahora la miraba con ferocidad–. Alejandro necesitaba que le acercara un documento. ¿A ti también te convocaron?
–Estaba esperando a alguien que no va a venir –dijo a modo de excusa.
Serena alzó la capucha de su abrigo negro y se cubrió la rubia cabellera con un solo movimiento. Se acercó un poco más hasta permanecer a unos pocos centímetros de distancia de Mirko.
–Tenemos mucho de que hablar –dijo mirándolo directo a los ojos–. Algo me dice que no tienes idea de dónde te estás metiendo.
Sin decir más, estiró su cuello con la intención de despedirse de él con un beso. Se detuvo unos segundos con su mejilla pegada a la de él y sus labios rozándole la oreja.
–Si te decides, te espero en una hora en esta dirección –deslizó casi en un susurro al tiempo que introducía un papel en el bolsillo del abrigo de Mirko–. Esto es entre tú y yo. No te vas a arrepentir. Eso te lo aseguro –se separó de él y lo miró directo a los ojos dándole énfasis a sus palabras.
Serena giró y se alejó de él, sin darle tiempo a nada. Sintiéndose completamente expuesto, Mirko siguió la silueta de la mujer con la mirada hasta que esta subió a un taxi. Desde el interior del automóvil le arrojó un beso.
Mientras degustaba una copa de vino blanco, terminó de seleccionar la ropa que luciría esa noche. Se había obligado a dejar de pensar en la editorial, en Antonella Mansi y en todo lo que le demandaría llevar adelante el proyecto que se gestaba en su mente. Cuanto más lo sopesaba, más factible le parecía. De pronto, y ante la resistencia que Mansi ponía, se sintió empecinada en llevarlo a cabo.
Bebió otro poco de vino, intentando relajarse. Esa noche la esperaban en la casa de Mariana y Miguel, donde todos sus amigos se reunirían a cenar.
Salió del apartamento con tiempo para llegar a horario. Como no quería generar comentarios por su vestimenta, había elegido un vestido negro, botas altas de cuero, también negras, y un amplio y elegante abrigo. Afortunadamente, en esta ocasión se las había arreglado sola y no había sentido la necesidad de llamar a Belén para que la asistiera; su amiga estaría orgullosa y, para demostrarle su avance, se tomó una fotografía y se la envió. Recibió un aplauso por respuesta.
Media hora más tarde, Gimena estacionó a pocos metros de la casa de sus amigos. Descendió del automóvil y sonrió al reconocer a su amigo Guillermo Suárez, que también llegaba.
–Guille, qué alegría –soltó Gimena, encantada de verlo. Se fundieron en un abrazo cálido y sentido. Hacía más de siete años que no se veían; prácticamente desde el casamiento de sus amigos Carola y Javier. Gimena sonrió al recordar que, en aquella ocasión, habían pasado la noche juntos. Desechó esos recuerdos y procuró centrarse en el presente; de lo contrario, no podría ni mirarlo a la cara–. ¿Cómo has estado, tanto tiempo? –preguntó, parándose delante de él antes de tocar timbre–. ¿Tus cosas bien?
–Todo bien, Gimena. Igual que siempre.
Tocaron timbre y enfrentaron la puerta. Desde el interior le llegaron los gritos de los chicos y los ladridos de los perros. Guillermo le sugirió que tomara aire y exhalara con ganas, dando a entender que no estaba preparada para lo que estaba por enfrentar. Ella sonrió y le hizo caso.
La puerta se abrió y ambos sonrieron a Mariana, quien los recibía. En sus brazos llevaba al pequeño Benjamín, de siete meses, que acababa de comer y no deseaba apartarse de los brazos de su madre. Recostado contra el pecho de Mariana, succionaba su chupete a un ritmo parejo y constante.
Guillermo fue el primero en separarse y se apresuró hacia la cocina, que era donde solían reunirse.
–Qué preciosa tu casa, Marian –comentó Gimena admirando la cómoda sala, de amplias dimensiones, decorada en cálidos colores terrosos. Era de estilo rústico y, a diferencia del hogar que Mariana había intentado formar con Esteban, allí se respiraba armonía. Por donde mirasen había grupos de chicos, jugando, conversando y corriendo; era un hogar completamente familiar.
–A mí me encanta –dijo, con emoción–. Siempre supimos que tendríamos una familia grande. Fuimos acondicionando la casa según las necesidades.
Benjamín protestó en los brazos de su madre y Mariana le acarició la cabeza.
–Tienes una hermosa familia, Marian –le dijo y miró al bebé, que ahora jugaba con el cuello de la blusa de su mamá–. Es precioso.
En la cocina encontraron a Guillermo conversando con las hermanas de Mariana, Milena y Marina, quienes se habían sumado a la cena y estaban ayudando a preparar las ensaladas. Al ver a Gimena, ambas se acercaron a saludarla.
–El resto está en el quincho –comentó Mariana acercándose a una gran bandeja colmada de snacks, quesos, aceitunas y otras delicias que ya estaban preparadas para llevar a la mesa. Miró a su hermana Marina–. ¿Puedes encargarte de la bandeja, Mari? Yo me ocuparé de las salsas.
–¿Quieres que duerma a Benja? –se ofreció Milena, la menor de las hermanas y madrina del bebé. Se acercó a Mariana y estiró sus brazos para tomar a su sobrino. Le besó el cuello, acariciándole el rostro con su nariz, y el bebé rio. Mariana se volvió hacia la isla y tomó la bandeja con las copas.
–Gracias, Mile. Si lo logras, déjalo en el cochecito y acércalo al quincho.
En ese momento, Miguel ingresó a la cocina cargando una bandeja. Sonrió al ver a Gimena y a Guillermo.
–¡Qué alegría volver a verte, Gimena! –exclamó. Luego se volvió hacia su amigo–. Hola, Guille –dijo y se saludaron con un abrazo–. ¿Ya te han presentado al pequeñín de la casa? –le preguntó Miguel a Gimena y se acercó a Benjamín para darle un beso en el cuello. El bebé sonrió y le acarició el rostro a su padre.
–Claro que sí y algo me dice que es el rey de este castillo –deslizó, risueña.
Conversando, Miguel y Gimena dejaron la cocina para reunirse con el resto de sus amigos que se encontraban de pie en torno a la mesa.
Uno a uno los fue saludando; hubo abrazos y palabras de cariño. Los pequeños iban y venían en ramilletes. Las niñas por un lado, los niños por el otro, y Gimena fue conociendo a todos.
–Vayan sentándose –dijo Miguel luego de echar un vistazo a la parrilla y apresurándose a preparar una bandeja con hamburguesas para los chicos.
–¿Hablaste con mi mamá? –preguntó Mariana a Gimena una vez que se sentaron todos.
–Todavía