La dignidad. Donna Hicks
fue la voluntad de los participantes de conversar sobre temas emocionales. Bajo circunstancias normales, si pido a los miembros de un grupo que hablen acerca de momentos en los que se sintieron emocionalmente heridos, todos los presentes permanecen en silencio. Pero en esta ocasión, cuando enmarqué la cuestión en términos de “violaciones a su dignidad”, los participantes estuvieron dispuestos a hablar. Todos tenían una o varias historias que contar. Me di cuenta de que el lenguaje de la dignidad era una manera aceptable de dialogar acerca de experiencias sicológicamente dolorosas, humillantes y degradantes.
Cuando introduje los elementos esenciales de la dignidad, finalmente tuvieron el lenguaje que necesitaban para articular lo que les había ocurrido y para comprender por qué habían sentido tanto malestar. El enfoque que asumí entonces, y que he refinado durante los últimos varios años, consiste en señalar que los temas de la dignidad no son exclusivos para esta persona o para aquel grupo, que el tema de la dignidad es un tema humano profundamente emocional para todos los miembros de la especie. Trasciende la raza, el género, la etnicidad, y todas las demás distinciones sociales. Es difícil comprender que un aspecto tan significativo de nuestra humanidad compartida haya recibido tan poca atención. Dejados a nuestras (poco educadas) anchas, hemos creado una epidemia de indignidad de alcance mundial —de alcance a toda nuestra especie— y debemos hacer algo al respecto si algún día vamos a llegar a comprender esta causa radical del conflicto humano.
No nos lastimamos mutuamente a propósito, solo porque nos divierte hacerlo. Con frecuencia no estamos conscientes de las maneras en las que violamos la dignidad de otros, rutinaria y sutilmente. Al mismo tiempo, no estamos plenamente conscientes del poder que tenemos para hacer que las personas se sientan bien porque reconocemos su valía. Esta falta de consciencia deriva de no haber sido educados acerca de la dignidad. Una vez que nos volvemos conscientes, podemos aprender a manejar nuestras reacciones emocionales, que con frecuencia terminan lastimando a otros, y cómo comunicar el hecho de que valoramos a otros. Aunque la dignidad es una parte de nuestra herencia humana, saber cómo nutrirla no lo es. Las acciones y reacciones de la dignidad tienen que ser aprendidas.
Esto parece sencillo —todo lo que tenemos que hacer es que unos y otros aprendamos a honrar la dignidad mutua y a reconocer cuando la estamos violando. ¿Cómo aprendemos? Tenemos que ver, primero, que nuestra falta de consciencia es un problema; segundo, que hay una manera de manejar el problema; y tercero, que podemos realizar los cambios necesarios para hacer el trabajo de la dignidad.
La necesidad de dignidad es tan común en las salas de directorios como en los dormitorios, en la arena internacional como en nuestras interacciones diarias. Nuestras reacciones emocionales a la forma en que somos tratados por otros están mentalmente programadas y son parte de nuestra humanidad, nos guste o no. Cuando alguien nos trata mal nos enojamos, nos sentimos humillados y queremos vengarnos —con frecuencia sin tener idea del grado en el cual son esas reacciones primitivas las que están impulsando nuestro comportamiento.20
También nos alejamos de inmediato de quienes nos hacen daño, aun si permanecemos físicamente a su lado. El temor a ser objeto de otro asalto es motivo suficiente para cerrar las líneas saludables de comunicación y de confianza. Pero, con frecuencia, las personas sienten que no pueden darse el lujo de salir de una relación porque dependen de ella; esto ocurre todo el tiempo en el lugar de trabajo, el matrimonio y las familias. Aunque se mantiene la relación, hay un costo: la apertura es reemplazada por el resentimiento y perdemos una de las experiencias más satisfactorias de la vida —la libertad de estar juntos, libres del temor a que se nos juzgue, lastime o humille. El alejamiento y el temor conducen a que las personas vivan y trabajen juntas en un estado de alienación. No hay intimidad, ni alegría ni conexión. En el mejor de los casos, las personas en esa defectuosa relación simplemente se toleran mutuamente para lograr llegar al final del día. En el peor de los casos, la relación se caracteriza por la hostilidad, y ambas personas se sienten justificadas cuando denigran a la otra. La vida en conjunto es, simplemente, miserable.
Sentimos las violaciones de nuestra dignidad hasta el fondo de nuestro ser. Son una amenaza a la misma esencia de quiénes somos. Peor aún, los perpetradores se salen con hacernos daño. Y las heridas usualmente permanecen desatendidas.
No existe un 911 al cual llamar cuando sentimos que hemos sido humillados, excluidos, menospreciados, tratados injustamente o despreciados. Los neuro-científicos han encontrado que una herida psicológica como, por ejemplo, el ser excluido, estimula la misma parte del cerebro que una herida física.21 No nos han roto ningún hueso, no sale sangre, no hay señales visibles de una herida. Hay daño, pero éste es experimentado interiormente.
¿Qué es, exactamente, lo que se lastima? Nuestra dignidad. Los efectos dolorosos de las heridas a nuestra dignidad no son imaginarios. Persisten, con frecuencia acumulándose uno sobre otro hasta que un buen día hacemos erupción en un ataque de ira, o nos hundimos en depresión, o renunciamos a nuestro trabajo, nos divorciamos o fomentamos una revolución. Violaciones repetidas de nuestra dignidad socavan no solo nuestra valoración de nosotros mismos sino nuestra capacidad para formar parte de relaciones con otros que hacen aflorar lo mejor en nosotros y lo mejor en ellos. ¿Qué costos nos traen nuestra inacción y nuestra ignorancia acerca de estas heridas psicológicas? ¿Qué costos nos traen las frecuentemente destructivas reacciones emocionales que detonan? Es mucho lo que está en juego.
¿Qué está en juego? En el nivel cotidiano, los efectos posteriores a que se haya violado nuestra dignidad —la vergüenza y el sufrimiento que perduran— afectan la calidad de nuestras vidas. Scheff y Retzinger señalan que esa vergüenza no procesada o “esquivada” —vergüenza que las víctimas de violaciones no reconocen porque causa demasiada vergüenza admitir que uno se siente avergonzado— provocan una desconexión en las relaciones aún para aquellos que deciden permanecer juntos.22 No estamos libres para disfrutar de nuestras vidas ni para extendernos hacia nuestras familias y otras personas significativas en nuestras vidas si estamos demasiado ocupados protegiéndonos y lamiendo nuestras heridas en vez de disfrutar estando con ellas. El sufrimiento pone a nuestras vidas en suspenso.
En una mayor escala, la vergüenza evitada disminuye nuestra capacidad para florecer juntos como seres humanos. Aún cuando hemos desarrollado nuestros intelectos a niveles asombrosos, estamos, emocionalmente hablando, atrapados en un modo de existencia de mera supervivencia, porque no hemos aprendido a manejar nuestras respuestas emocionales primitivas frente a violaciones de nuestra dignidad, ni hemos aprendido cómo honrar explícitamente la dignidad de otros. Si seguimos ignorando la verdad y las consecuencias de estas violaciones, permaneceremos en un estado de desarrollo emocional detenido, esclavizados por aspectos no reconocidos de quiénes somos como seres humanos.
Al no asumir la responsabilidad de nuestras respuestas, por inconscientes que sean esas respuestas, permitimos, por omisión, que nuestros instintos destructivos estén en control de nuestra toma de decisiones. Veremos más corazones rotos, más familias destruidas, más conflictos imposibles de resolver en todo el mundo, hasta que comprendamos y aceptemos la verdad acerca del tóxico poder emocional que es liberado cuando experimentamos amenazas a nuestra dignidad. Mientras seguimos ignorando este poderoso factor que contribuye al conflicto y al sufrimiento humano, seguiremos nuestra existencia en modo de subsistencia. Solo será posible un cambio cuando asumamos el tema de la dignidad y hagamos elecciones conscientes acerca de cómo manejamos nuestras reacciones mentalmente programadas.
Sin embargo, no me cabe duda de que somos capaces de sobreponernos a este desafío crítico en el camino de nuestro desarrollo. He visto ocurrir milagros cuando las personas deciden educarse a sí mismas acerca del poder de la dignidad. He sido testigo de extraordinarias reconciliaciones entre quienes habían sufrido años de desconfianza mutua, que se habían tratado mutuamente de las maneras más poco dignas. He visto el alivio en los rostros de la gente cuando les digo que se sienten mal porque han sufrido una dolorosa violación de su dignidad. Les digo que sentirse mal luego de una violación de su dignidad es normal. No significa que algo está mal en ellos: lo que estuvo mal fue lo que les ocurrió.
Un participante en uno de mis talleres sobre la dignidad dijo que cuando leyó el material que le había enviado en preparación para el evento, lloró. Sintió que yo había articulado una sensación muy profunda en