La dignidad. Donna Hicks
No desea que hagamos una pausa y reflexionemos sobre los que acaba de ocurrir. No le importa la empatía, y no está preparada para la resolución de problemas. Todo lo que quiere es protegernos de daños adicionales. No le importan las consecuencias de sus acciones. Solo le importa eliminar la fuente de las heridas, sea peleando o alejándonos.
Es profundo nuestro deseo de dignidad. Creo que ese deseo y nuestros instintos de supervivencia son las fuerzas humanas que más fuertemente motivan nuestro comportamiento. En algunos casos, como lo demostró aquel líder guerrillero, nuestro deseo de dignidad es aún más fuerte que nuestro deseo de supervivencia. Muchas personas ponen en riesgo sus vidas para proteger su honor y el de otras personas en su grupo social; las guerras son peleadas por amenazas a la dignidad. Esta reacción paradójica —poner en riesgo la propia vida para proteger la propia dignidad— coloca a la dignidad delante de la vida.
Existen muchas razones objetivas para explicar por qué las personas deciden acudir a las armas. Sería ingenuo no reconocer eso. Pero no reconocer el rol que juegan los asaltos a la dignidad en la generación de los conflictos es no solo ingenuo, sino también peligroso. El deseo primal de dignidad nos precede en toda interacción humana. Cuando es violado, puede destruir una relación. Puede incitar a discusiones, divorcios, guerras y revoluciones. Hasta que reconozcamos y aceptemos plenamente este aspecto de lo que significa ser humano —que una violación de nuestra dignidad se siente como una amenaza a nuestra supervivencia— no llegaremos a una comprensión cabal del conflicto y de lo que se requiere para transformarlo en una relación más fructífera.
En Humankind: A Brief History*, Felipe Fernández-Arnesto presenta ciertos descubrimientos hechos por el Programa del Genoma Humano respecto de nuestro grado de separación con algunos de nuestros parientes monos. Un descubrimiento asombroso es que compartimos más del 98 por ciento de nuestro material genético con los chimpancés, lo cual deja menos de un 2 por ciento que nos diferencia de ellos. Él plantea que las fronteras entre los humanos y nuestros primos primates son tan poco precisas que tal vez ni siquiera merezcamos el estatus de Homo sapiens: “Si queremos seguir creyendo que somos humanos y que se justifica el estatus especial que nos concedemos a nosotros mismos —si, en efecto, deseamos permanecer humanos al pasar por los cambios que enfrentamos— entonces es mejor no que descartemos el mito de nuestro estatus especial sino más bien que intentemos estar a la altura de él”.18
¿Cómo pueden los humanos demostrar que son animales dignos de mención especial? Creo que la prueba perfecta podría ser la demostración de que podemos vivir juntos en este mundo sin recurrir a nuestras reacciones automáticas de amenaza, que podemos tratarnos a nosotros mismos y tratar a otros con la dignidad que todos añoramos. Sin embargo, para lograr un estatus especial, tendremos que avanzar en nuestro auto-conocimiento de una manera que incluya y reconozca nuestro legado evolucionario compartido, y las profundas vulnerabilidades que éste crea en nuestras relaciones mutuas.
Podemos haber llegado al mundo con fuertes instintos dañinos de auto-protección, pero no hemos llegado al mundo con una consciencia de cuánto lastimamos a otros en el proceso de defendernos. Llegar a ser conscientes requiere autocomprensión y aceptación. Requiere trabajo.
En última instancia, aun si estamos programados mentalmente para lastimarnos unos a otros con el fin de auto-protegernos, es nuestra responsabilidad conocer y controlar nuestras reacciones. Podemos elegir invalidar nuestros instintos destructivos y aprender maneras más dignas de responder a las amenazas —maneras que no solo mantienen nuestra dignidad sino también preservan la dignidad de aquellos que nos están amenazando. Nuestros oponentes pueden haber reaccionado a una violación anterior a su dignidad, una violación que nosotros perpetramos inconscientemente.
La evolución no nos dotó de la habilidad instintiva para comprender las consecuencias de nuestros actos. Se nos hace difícil ver cómo nosotros echamos a andar el poder destructivo de la indignidad. Esta dinámica relacional reactiva es alimentada por la ignorancia —por nuestra falta de consciencia de cómo afectamos a otros. Mirarnos en el espejo para ver con honestidad lo que hemos hecho demanda más que solo instintos. Tenemos que entrar en contacto con aquella parte de nosotros que es capaz de la auto-reflexión. Tenemos que decidir aprender cómo comportarnos. Ya tenemos dignidad inherente. Solo tenemos que aprender a comportarnos de acuerdo con ella.
Si tomamos en serio el tema de la dignidad y reconocemos el vínculo directo entre ser violados y la activación de nuestros instintos de auto-protección, podemos reconocer cuán importante es la contribución de ese vínculo al conflicto. Aceptar la vulnerabilidad emocional de todo ser humano podría constituir el primer paso en dirección a aprender cómo manejar esa vulnerabilidad. Podríamos hasta ver efectos inmediatos en nuestra habilidad para llevarnos bien con los demás.
Así como hemos desarrollado un conjunto viable de contratos sociales, desde sistemas legales hasta reglamentos para el tráfico, necesitamos desarrollar un conjunto comúnmente acordado de reglas para el relacionamiento, basadas en nuestra comprensión de la dignidad —en nuestras compartidas vulnerabilidades humanas y en las circunstancias que hacen posible que se detonen nuestros instintos de autoconservación. Al ponernos de acuerdo acerca de los elementos de la dignidad, y al honrarlos, podríamos protegernos de muchos conflictos y evitar mucho sufrimiento humano.
El modelo de la dignidad en la práctica. Desde el momento de aquel taller sobre la dignidad en América Latina en 2003, he presentado el modelo de la dignidad a personas alrededor del mundo, en una variedad de contextos. Todos los participantes han tenido algo en común: estaban interesados en utilizar el modelo para construir mejores relaciones, con frecuencia en su ambiente de trabajo. Querían establecer una “cultura de la dignidad” bajo la cual todos estuvieran conscientes de cuán fácil es infligir heridas dolorosas a la dignidad de los demás. Tal vez aún más importante, estaban ansiosos por aprender cómo cada uno podría extender la dignidad del otro y cómo crear un ambiente en el cual las personas anticiparan el placer de estar juntas porque se sienten valoradas.
Luego de varios talleres con distintos grupos, se hizo patente que una fuente principal de ira, resentimiento y malos sentimientos entre personas que tenían que trabajar juntas podía ser rastreada a incidentes pasados en los cuales las personas sentían que su dignidad había sido violada. Cada grupo de personas con las cuales me reuní me dijo que el modelo les había permitido ponerle un nombre a la experiencia que les había perturbado y hasta llevado a la decisión de renunciar, pero no habían sido capaces de articular sus razones para sentirse molestos. Una vez que comprendieron el lenguaje de la dignidad, se sintieron aliviadas y validadas. Por primera vez, su sufrimiento tenía nombre, y podían reconocer por lo que habían pasado.
La respuesta es la misma cada vez que conduzco un taller —con personas jóvenes y mayores, personas de todos los ámbitos. La dignidad es un fenómeno humano. Nuestro deseo de sentir dignidad es nuestro más alto denominador común. Todos la deseamos, la buscamos, y respondemos de la misma manera cuando otros la violan. Nadie quiere ser lastimado, y tenemos reacciones potentes de auto-conservación ante las violaciones. Sin embargo, esas reacciones traen costos muy altos: nuestras necesidades de auto-protección nos hacen perder la conexión con otros humanos. Terminamos alejados unos de otros, persiguiendo nuestros intereses como si las relaciones no importasen. Pero sí importan. Nuestro deseo de conexión está profundamente anclado en nuestros genes. Vivimos en un estado de falsa alienación. La calidad de nuestras vidas y nuestras relaciones podría ser inmensamente mejorada si aprendiésemos a dominar el arte y la ciencia de mantener y honrar la dignidad.
El debut del modelo de la dignidad en América Latina fue un punto de inflexión. Antes que mi colega y yo iniciásemos el taller, pensé que estábamos corriendo un riesgo al introducir la idea de que la violación de la dignidad había sido un factor causal en el desmoronamiento de las relaciones de poder en ese país. Yo también sabía que, escondido en el concepto de la dignidad, había un torrente de temas emocionales nunca enfrentados, que la mayoría de personas no están dispuestas a admitir y mucho menos llevar a una conversación. Las investigaciones de Scheff y Retzinger muestran que las personas sienten vergüenza de sentirse avergonzadas; con frecuencia la niegan antes que querer hablar de ella.19 Me preocupaba que los participantes en nuestro taller no quisiesen llevar a cabo una conversación profunda sobre