La dignidad. Donna Hicks
como prisionero político durante veintisiete años, Nelson Mandela anunció que no sentía ira hacia sus captores. Este acto extraordinario merece respeto. Él se lo ganó.
Las raíces evolucionarias de la dignidad. Para comprender totalmente el sentido de la dignidad, permítame enfocar el concepto desde la perspectiva de qué significa ser un ser humano. Una de las características que nos define como humanos es que somos seres con sentimientos. Estamos equipados con cinco sentidos a través de los cuales experimentamos a los demás y al mundo que nos rodea. Y podemos fácilmente afectar cómo se sienten otros. De hecho, tenemos un notable impacto unos sobre otros. Con el descubrimiento de las neuronas espejo, los científicos ahora saben algo aún más notable: estamos mentalmente programados para sentir lo que otros están sintiendo, sin tener que decir una sola palabra.4
Otros científicos han demostrado que la conexión humana es crucial para la supervivencia. Esta nueva evidencia de qué nos conecta unos a otros biológicamente es consistente con lo que muchos estudiosos del desarrollo humano han planteado desde hace varias décadas: que somos más que meras entidades individuales, programadas mentalmente para la supervivencia individual, que somos seres sociales que crecen y florecen cuando nuestras relaciones están intactas; nuestra supervivencia está indisolublemente conectada con la calidad de nuestras relaciones, y nuestro crecimiento y desarrollo ocurre en el contexto de las relaciones. De hecho, Judith Jordon y Linda Hartling proponen que las relaciones que fomentan el crecimiento son una necesidad humana esencial.5
Lo que parece ser de máxima importancia para los humanos es cómo nos sentimos con lo que somos. Anhelamos vernos bien ante los ojos de los demás, sentirnos bien con nosotros mismos, ser dignos del cuidado y de la atención de los demás. Compartimos un anhelo de dignidad —el sentimiento de valía y mérito inherente. Cuando nos sentimos dignos, cuando se reconoce nuestra valía, nos sentimos contentos. Cuando un sentido mutuo de mérito es reconocido y honrado en nuestras relaciones, estamos conectados. Un sentido mutuo de mérito y valor también proporciona la seguridad necesaria para que ambas partes se extiendan, haciendo posible un continuado crecimiento y desarrollo.
Tenemos un deseo innato de ser tratados bien porque estamos programados sicológicamente para creer que nuestras vidas dependen de ello. No podemos evitar reaccionar cuando se nos trata mal. Nuestro radar emocional está sintonizado a un umbral muy bajo de detección de indignidades. El instante en que sentimos que alguien nos está juzgando o tratando injustamente, o como si fuésemos inferiores, se enciende la señala emocional de advertencia. Las investigaciones sugieren que estamos tan programados para detectar una amenaza a nuestra dignidad —a nuestro sentido de propia valía— como lo estamos para detectar una amenaza física.6
En consecuencia, lo que parece coexistir lado a lado con el deseo humano de dignidad es una tensión opuesta: nuestra obvia vulnerabilidad. Aunque somos seres preciosos e invalorables, nuestra dignidad puede ser violada muy rápidamente, así como nuestras vidas pueden ser extinguidas en un abrir y cerrar de ojos. Somos tan vulnerables a sentirnos no dignos como lo somos a sentirnos dignos. A causa de la importancia primaria de las relaciones, nuestra sensibilidad ante los demás y ante el mundo nos deja abiertos a heridas de todos los tipos y, en el extremo, a la posibilidad de la muerte. Tal parece que el sentimiento de pérdida está en el corazón de la vulnerabilidad humana —pérdida de la dignidad, pérdida de la conexión con otros, y pérdida de la vida misma.
La experiencia humana de ser dignos, y de la vulnerabilidad, es fundamentalmente emocional; emana de una de las partes más antiguas de nuestros cerebros, que los científicos llaman el sistema límbico.7 Cuando sentimos que nuestra dignidad está siendo amenazada, nos invaden sensaciones de temor y de vergüenza —sentimientos desestabilizantes que son dolorosos y aversivos. La mayoría de notros haríamos casi cualquier cosa por evitar estos temidos sentimientos, que son parte esencial de una herida a la dignidad. Cuando experimentamos daños, nuestros instintos de autoconservación son muy fuertes, e incitan sentimientos de humillación, ira e indignada venganza. Algunos seres humanos que han experimentado violaciones crónicas de su dignidad han llegado al extremo de quitarse la vida para poner fin a esos sentimientos intolerables. Otros se van al otro extremo y matan a los que causaron el daño.
Este aspecto altamente sensible de nuestra humanidad —a vulnerabilidad ante la posibilidad de ser violados por otros— cumple una función crítica, aunque extraña: promueve nuestra supervivencia. Nos advierte cuando estamos frente a un peligro inminente, cuando alguien o algo nos amenaza; nos dice que actuemos para eliminar la amenaza. Nuestros instintos de auto-protección están orientados a la seguridad, y nos preparan para pelear o retirarnos, a efectos de la autoconservación.8
Nuestro deseo de dignidad tiene raíces evolucionarias muy antiguas. Los biólogos evolucionarios saben mucho acerca de esos profundos impulsos que explican muchos de nuestros comportamientos —comportamientos para la supervivencia que heredamos de nuestros antepasados remotos.9 Estos comportamientos nacen de la búsqueda de supervivencia, y este aspecto de la naturaleza humana nos impulsa durante toda la vida. Algunos llaman “instintos” a estos elementos de nuestra realidad, en vista de que parecen guiarnos automática e inconscientemente hacia qué buscar y qué evitar.
De manera importante, sin embargo, también llevamos dentro de nosotros el poder para elegir cómo reaccionamos ante nuestros instintos. Más recientemente en la historia del desarrollo humano, evolucionó otra parte de nuestro cerebro (la neo-corteza) que nos permite manejar nuestras reacciones auto-protectoras.10
El sistema límbico en nuestro cerebro, aquel que induce a la reacción de pelear o huir y a las emociones vinculadas, también promueve la supervivencia de otra manera. Impulsa a los humanos a acercarse unos a otros, a conectar. Frans de Waal afirma que la conexión es parte de la biología humana, que los seres humanos están mentalmente programados para conectarse unos con otros porque la conexión nos ayuda a sentirnos seguros en vez de vulnerables. Investigaciones realizadas por Shelly Taylor y sus colegas han demostrado que las mujeres tienen una aparente propensión hacia esta alternativa a pelear-o-huir; ellas la llaman “cuidar-y-hacer-amistades”. Es mejor enfrentar los peligros juntos, dice el argumento; hay fuerza en los números.11
Así como nuestro sistema límbico puede enviar rápidas señales que sugieren que nos desconectemos de una persona que nos está haciendo daño o que es una amenaza para nosotros, puede también rápidamente inundarnos de sentimientos de amor, empatía y compasión que nos impulsan a conectar con otra persona, a encontrar consuelo en ella y sentirnos más seguros, menos vulnerables y más dignos.
De manera que los humanos tenemos dos distintas maneras innatas para asegurar nuestra seguridad y supervivencia: a través de los instintos de autoconservación que nos preparan para alienarnos de aquellos que nos hacen daño, o a través de los instintos de auto-extensión (“cuidar-y-hacer amistades”) que nos impulsan a hacer contacto con otros y a encontrar seguridad y consuelo en las relaciones amistosas con ellos. La pregunta obvia es, ¿Cuál de estas dos opciones de supervivencia ha dominado la experiencia humana?
¿La respuesta? La autoconservación parece haber dominado, no la auto-extensión, y estamos experimentando una multitud de conflictos como consecuencia, desde guerras mortíferas que están matando a incontables números de personas, hasta batallas al interior de familias, entre amigos, en el lugar de trabajo, en cualquier lugar en el cual seres humanos están en contacto unos con otros.
Evelin Lindner, autora de Gender, Humiliation and Global Security *ofrece una explicación de por qué nuestro instinto de autoconservación parece haber dominado nuestro deseo mentalmente programado de conectar con otros. Reporta que los seres humanos no fueron siempre tan temerosos unos de otros, y se nutre, para construir su argumento, de la concepción del antropólogo William Ury de las etapas de la historia humana. Durante la primera etapa, nuestros antepasados cazadores y recolectores coexistieron de manera relativamente pacífica. La conexión triunfó sobre la desconexión. Había alimentos suficientes para todos, y no era necesaria la competencia por recursos. Esa etapa constituyó aproximadamente el 95 por ciento de la historia humana.12
Un importante cambio se dio hace aproximadamente diez mil años cuando la población