Hermann Linch. Leena H.

Hermann Linch - Leena H.


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y las paredes también blancas mostraban alternativamente (por insistencia materna) algún cuadro de pintores que ni siquiera el propio Hermann conocía.

      El armario que su madre había empezado a ocupar cuando era pequeño estaba ahora casi repleto de zapatos y él guardaba su ropa en una cómoda cerca del escritorio. En fin, tampoco necesitaba mucha ropa.

      En el colegio, antes de que fuera interno, nunca fue a ninguna fiesta, no porque no le invitaran ni tampoco porque sus padres no le dejaran ir, simplemente no le apetecía asistir. Creía que aquella gente tan insulsa no le iba a aportar nada nuevo ni nada de su interés. Era gente a la que podía ver durante las clases, gente que siempre hablaba de lo mismo: de chicos, de chicas, de fiestas, ropa… en fin, la mayoría de las cosas ya las sabía y las que no, no le interesaban.

      De hecho, y esta vez por insistencia paterna, un día se presentó en una de esas fiestas, pero no le agradó nada de lo que vió y ya no volvió a asistir a ninguna más, ni siquiera durante la universidad, donde todo el mundo parecía que en vez de ir a clase se dedicara a asistir a todo tipo de eventos sociales.

      Los padres de Hermann estaban bastante preocupados por el hecho de que Hermann no quisiera tener amigos ni asistir a ninguna fiesta. No asistía siquiera a los cumpleaños de sus compañeros. La preocupación paternal cesó cuando ambos cónyuges empezaron a aceptar las rarezas de su hijo, ya que, al fin y al cabo, no era un mal muchacho.

      Osborn era de la idea de que Hermann algún día podría ocuparse del negocio familiar.

      La familia Linch poseía desde tiempos inmemorables grandes extensiones de tierras en las que se cultivaban todo tipo de variedades de uva con las que se elaboraban los más exquisitos vinos del país. Pero a Hermann no le entusiasmaba mucho la idea de dirigir el negocio, de estar al mando de la gran empresa familiar. Sin bien es cierto que hubiera hecho cualquier cosa para contentar a su padre no era lo que él tenía pensado hacer en su vida. De hecho, estudió en la facultad lo que realmente le gustaba: medicina. Sin embargo, en sus ratos libres tuvo que realizar varios cursos de empresariales para poder seguir con el negocio familiar. Lo único que no quería Hermann era acabar trabajando de cara al público como comercial de la firma familiar. Hermann acabó su carrera de medicina con honores y, aún así, tuvo que rechazar varias ofertas de trabajo para incorporarse por fin a la oficina central de su padre como vicepresidente de la empresa familiar. Qué casualidad, no encontraron ningún otro candidato que pudiera realizar con tino las funciones de vicepresidencia. Al menos, pensaba que era un mal menor, ya que su trabajo se realizaba de puertas para adentro. Sus padres estaban seguros de que si hubiera ejercido de médico habría sido como forense o recluido en un laboratorio de investigación con células madre. No era un hombre corriente, eso lo sabía, sabía que no había nacido para su cometido actual. Y, lo que más le preocupaba en esos momentos, era que no sabía cuál era su destino o función en la vida. Es más, creía no tenerlo.

      Cierto día, sentado a la mesa que tenía frente a la ventana, decidió que su destino no se escribiría con el pasar de las horas en la empresa, con el pasar de los días en su apartamento, con el pasar de los años en su ciudad ni con el pasar de la vida en su vida.

      Estaba tomando una copa. A Hermann no le gustaba emborracharse, pero le gustaba ese pequeño vaivén que sentía cuando tomaba un trago, sólo uno, porque era comedido. Creía en la moderación por encima de todo. Creía en los placeres moderados o quizá era la propia moderación y el control lo que le daba placer.

      Hermann estaba bebiendo whisky de la mejor calidad. ¡Qué podía beber si no creyendo tanto como creía en la superioridad y supremacía de las clases sociales! ¡Él, que era defensor de la separación de clases, de la elegancia y de lo banal! Terminó su copa. No la apuró hasta el extremo, el hielo seguía indemne mirando el cristal que a su alrededor se mostraba como una jaula que se mofaba de él, pensando que aún le quedaban minutos, tal vez horas para dejar de ser él mismo y fundirse inevitablemente con el cristal y más tarde con el propio aire, y después, la nada.

      Se fue a la cama y se durmió enseguida, tan pronto que ni siquiera oyó las campanadas del reloj lejano que marcaba ya la una de la madrugada. No es que le gustara trasnochar, pero no era consciente de la hora. Qué le importaba a él la hora si había días que sólo podía dormir dos horas y otros en los que multiplicaba por diez esa cifra.

      Así pues, descansó, pero no plácidamente como sus conciudadanos, y soñó, como tantos otros días, con una realidad mejor.

      Al día siguiente, se levantó, se vistió sin ánimo de ostentar, pero sí con la convicción del que se cree elegante, y después desayunó lo de siempre. A Hermann no le gustaba ir a comprar alimentos, se los traían a casa. Lo hacía tan sólo una vez por semana por obligación, por supervivencia. Porque él era un superviviente.

      Recordó su sueño a lo largo del día, el hilo argumental completo llegaría luego, por el momento eran solo imágenes.

      El café estaba frío, no recordaba siquiera haberlo vertido en la taza desde la extraña cafetera que lo miraba todavía aullando y resoplando pequeñas nubes de humo. Él sonrió para sus adentros, parecía que alguien allá dentro del recipiente metálico pedía ayuda. Todo eran señales, señales de humo de un hombrecillo imaginario. El humo, al final, también se extinguió y el mensaje quedó incompleto. Dejó de sonreír, no era propio de él, y salió de casa para enfrentarse con el día a día laboral.

      -Buenos días señor Hermann, tengo preparados aquellos documentos encima de su escritorio. Aquellos de los que hablamos por teléfono.

      - ¡Qué alegría verlo por aquí Claus! ¡No sabía que vendría!

      Claus no era sólo el abogado del padre de Hermann, sino también su hombre de confianza, el que le había criado desde pequeño y que a la muerte de su mentor no podía hacer otra cosa que seguir en el puesto. Así que, pese a su edad, se mantenía como abogado personal del joven empresario, aunque la empresa tuviera sus propios letrados.

      Cuando llegó a su despacho, sintió un vacío, pero no se debía al gabinete, sino a que él sufría la penosa ausencia de su padre; y el vacío que dejaba su rápido ascenso en la jerarquía de la empresa. No quería dejarse arrastrar por los recuerdos y más pronto que tarde se sentiría como un niño perdido sin recuerdos. Cuando se hizo mayor, se siguió protegiendo como el niño que fue y se distanció de su entorno y de la realidad. Lynch pensaba que todo vínculo humano y afecto finalmente conducían al dolor.

      Sin pensarlo, salió del despacho corriendo y alcanzó a Claus.

      -¿Tendría la bondad de comer hoy conmigo, señor Claus?

      -Claro, Hermann.

      -No quería importunarle, si tiene que volver a casa y estar con su familia yo…

      -No, me quedaré, no me conlleva ningún esfuerzo, además no hemos vuelto a hablar desde…

      -Ya, no quiero hablar de eso ahora, Claus. En otra ocasión. Le aviso cuando acabe de trabajar.

      - Bien, señor Linch, por supuesto, estaré esperando su llamada.

      ¿Cuántas horas habían pasado? ¿Se habían eternizado los minutos desde la pérdida? ¿Querría alguna vez recordarlo? No, no ahora, tal vez luego.

      Se sentó de nuevo en su asiento de presidente de la empresa y volvió al trabajo que detestaba, pero que por desgracia otros deseaban, y, sintiéndose culpable por ello, pero sólo a medias. emprendió, ahora sí, su jornada laboral.

      No repetiría el error de su padre, se lo decía constantemente. Algún día llegaria a tener una familia por la que volver a casa, alguien que se preocupara por él y deseara su llegada al apartamento, alguien al que poder alimentar, cuidar y que siempre le guardara fidelidad. Los hijos, a veces, son desagradecidos, y eso Hermann lo sabía porque era un claro ejemplo de humillación familiar. No sentía apego por todo aquello que sus padres habían logrado para él, de hecho no sentía nada.

      Atendió todas las llamadas de condolencia, habló sereno, pero en su corazón, o cualquiera otra cosa u órgano que tuviera dentro, lloraba.

      -Sentimos


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