Hermann Linch. Leena H.
dolor será inmenso en estos momentos, pero no queremos que por ello deje de reconsiderar nuestro acuerdo con su padre.
-Está bien, miraré la carpeta más adelante.
-Hermann, nosotros estamos contigo, avísanos cuando quieras hablar, ya sabemos cómo eres, lo que necesitas, necesitas estar solo, pero queremos que sepas que cuando lo requieras, puedes hablar con nosotros.
Esto último, en realidad, no era una conversación telefónica como tal, sino un mensaje de voz en el impersonal correo del móvil del compungido hijo del antiguo presidente de la empresa, esto es, en su propio teléfono.
Eran, si Hermann aun llegaba a reconocerlos, dos antiguos amigos suyos que, en alguna ocasión y solo del modo que Hermann permitió, pudieron llegar a conocer a este peculiar individuo. Sus nombres eran Cloe y Set.
PRIMERA PARTE
Hermann Linch era un hombre bastante insignificante. Desde pequeño había sido quizá el niño más insignificante de la guardería, del colegio y, posteriormente, de la universidad. No tenía nada que le hiciera especial, no tenía ningún rasgo significativo, nada de marcas, nada de cicatrices, nada que pudiera identificarle como el ser único que era. Y por tanto, en el estado insustancial en el que se encontraba, tampoco era una persona que fuera a llevar piercings o tatuajes, cambiar su color de pelo o cambiar cualquier otro rasgo de su anatomía.
Nunca le había gustado relacionarse con sus semejantes y sin saber por qué empezó a pasar desapercibido.
Todos los días efectuaba los mismos rituales. Se levantaba temprano, desayunaba mirando en la televisión los noticieros de la mañana, después se duchaba, elegía cuál de sus trajes se iba a poner aquel día y se marchaba a la oficina caminando. Hermann adoraba caminar y perderse por las calles. Y no lo hacía por hacer ningún tipo de deporte ni por otra cuestión de salud, que era inmejorable. Solo tenía un fin en sus largos paseos: deseaba el contacto humano, observaba a la gente, la analizaba, podía saber cómo era cualquier persona solo con mirarla unos segundos a los ojos. Se convirtio en el eterno observador, él lo prefería así. De ese modo no tenía implicaciones con nadie. A veces incluso pasaba rozando el hombro de un viandante y podía sentir el calor, la energía humana que se desprendía y que le erizaba el vello.
Salía de su casa media hora antes de lo que sería estrictamente necesario para acudir a su puesto de trabajo, sólo para poder dar esos largos paseos.
Distinguía muy bien todos los tipos de persona que podía encontrarse por la mañana y también los que encontraría horas después al salir del trabajo por la tarde.
Todo el mundo en verdad le parecía interesante, porque pensaba que todos albergaban una historia personal. La estudiante que pasaba rápido, volando sobre las aceras porque llegaba tarde a clase; el trabajador que no deseaba llegar nunca a su trabajo; el abuelito que empezaba su jornada diurna en el bar de la esquina, el que llegaba a casa desde la noche anterior que había salido de fiesta. En fin, y tantos otros muchos. Tenía demasiados nombres ficticios para tantos rostros diferentes, él mismo los había bautizado. No llevaba ningún tipo de recuento acerca de lo que veía porque no lo deseaba, solo quería observarlos en el instante en el que permanecían con él, luego ya no importaban.
Por las tardes, ocurría la metamorfosis: las personas eran diferentes, la gente estaba cansada por lo general. Otros, más relajados y contentos, iban de compras, paseaban cogidos de la mano disfrutando un amor mutuo, un amor.
Hermann nunca había estado enamorado, pero, ¡en fin!, quien no sabe lo que es tampoco puede saber lo que se pierde. Le inquietaban los enamorados porque no parecían ser ellos mismos. Era más difícil de lo habitual analizarlos. Hermann siempre creyó que esta tara se debía a que no pensaban del todo por sí mismos, sino que pensaban en común.
Cuando llegaba a la oficina las cosas transcurrían de forma rutinaria, sus funciones se desarrollaban una tras otra día tras día. Él no iba a las reuniones porque había pedido específicamente no ir nunca, no le gustaba tener que relacionarse de forma tan directa con alguien, tener que interactuar de esa forma con gente que no conocía, simulando que le importaba aquello que le decían.
-Vamos a tomar algo después del trabajo, Hermann?
-No, gracias.
Siempre educado, siempre correcto. Ni siquiera era sombrío, solo solitario. Caía bien a todo el mundo. En realidad le consideraban casi un genio y, claro, los genios suelen ser solitarios, así que Hermann podía hacer todo aquello que quisiera casi sin que nadie le molestara.
No era nada maniático, no era un obsesivo compulsivo, simplemente no le gustaba demasiado hablar con la gente. No, eso no era para él. Sin embargo, estaba intrigado por la naturaleza humana.
I. CLOE
A Cloe la conoció en primer lugar. Era verano, hacía calor, demasiada.
Ambos tuvieron un encuentro casual en una piscina de un club para familias adineradas, para hijos de familias pudientes a los que no les importaba veranear, año tras año, en el mismo lugar con las mismas gentes y contarse los unos a los otros las mismas cosas de época estival.
Él había estado nadando en esa piscina desde que llegó, ella no. Cloe llegó, se quitó su vestido blanco y expuso su pequeño bikini también blanco, y luego de un largo silencio general todas las miradas se tradujeron en comentarios en una voz no tan baja como la conveniencia sugería.
-Esa, ¿a qué viene aquí?
-La familia de ella está arruinada, no sé qué pinta en el club.
-Querrán resurgir de sus cenizas mandando aquí al ave fénix a ver si logra embrujar a alguno de nuestros jóvenes.
-Es una cualquiera, una paria.
Y tantos y tantos comentarios que Hermann se reía internamente (y no de otra forma, porque su naturaleza se lo impedía). A la vez que la sonrisa crecía en su interior, la curiosidad por aquel ser le devolvió momentáneamente a la vida. El hastío del verano había acabado.
No es que la deseara como mujer, porque Hermann aún con dieciocho años no deseaba nada, ni mujer ni hombre, sólo sentía una inmensa curiosidad que le pasmaba ante aquel ser maravilloso. Un ser tan perfecto, tan lleno de curvas, de baches, de montañas y valles, de inmenso mar en su mirada y más mar en su ondulado pelo castaño. Perfecta, y perfecta más aún por ser detestada. Rebosante curiosidad, solo curiosidad al diseccionar por partes a ese nuevo ser humano y ver que todas ellas estaban donde deben estar y encajaban como perfectas piezas en esos puzles corporales que somos las personas y después un pensamiento truncado por el sonido de su voz:
-Hola
Tan directa, tan perfecta.
-Hola, soy Linch, bueno, Hermann para los amigos.
-¿Soy tu amiga?
-Ahora sí.
-¿Por qué debería ser tu amiga?
-Porque te he conocido y eres perfecta para ello.
-¿De qué me conoces tú si se puede saber?
-De mirarte.
-Me parece que eres un conquistador.
-Nada más lejos de mi intención, mi interés es académico.
-¿Académico? ¿Por qué?
-Me gusta descubrir de qué están hechas las cosas.
-¿De qué estoy hecha yo?
- No tú exactamente, sino lo que representas.
- Oye, de verdad que no me interesa este juego, hace calor en casa y pensé darme un baño, nada más. No me gusta el cariz que está tomando esta conversación y no quiero nada contigo.
- No lo estás entendiendo, no me interesas más de lo que me podrían interesar los componentes de la idea del