Hermann Linch. Leena H.
la perfección, pero no le importaba, porque, de ser cierto, valdría la pena. Si había encontrado la bondad absoluta, no iba a dejarla pasar así sin más.
III.CLAUS
La noche en la que Hermann perdió a Cloe, una sombra gris se cernió sobre la ciudad. Él no lloró, el cielo sí. Vagó unos minutos con el coche, algo desconcertado hasta que al fin descubrió donde estaba su casa y logró aparcar su vehículo.
Su madre ya estaba dormida y su padre estaba reunido con el abogado familiar en el despacho.
Dejó su paraguas en la bañera del cuarto de baño de debajo de casa, no había podido aparcar justo enfrente de la puerta y la lluvia arreciaba en aquellos momentos.
Al dirigirse hacia su habitación, oyó cómo su padre emitía un sonido raro. El sonido no era extraño, aunque Hermann no lo entendiera. Volvió a bajar presto las escaleras. La puerta del despacho estaba entreabierta. El escritorio estaba lleno de papeles, las estanterías llenas de libros, los ojos de su padre, llenos de lágrimas.
¿Por qué lloraba su padre?
Claus miraba a su cliente y no sabía cómo darle consuelo. Todo lo que le dijera, no serviría de nada, Osborn seguiría llorando un poco más.
Hermann no osaba mover ni un músculo y desde el umbral de la puerta, todo le parecía igual que otras veces que habían estado reunidos en el despacho su padre y Claus. Por el resquicio de la puerta entreabierta observó que todos los libros estaban en su lugar, no faltaba ninguno. La silla y la mesa de madera tallada también parecían en perfectas condiciones, la tela de la cortina no estaba desgarrada sino que se posaba majestuosamente sobre la ventana y acariciaba el suelo que se rendía a sus pies. El papeleo que había encima del escritorio era el de siempre, la desorganización era la organización que su padre necesitaba para trabajar. También la silla auxiliar forrada que albergaba el cuerpo de Claus permanecía en buen estado, y la alfombra que permanecía tranquila bajo todo aquello, seguía estándolo. Así pues: ¿Por qué lloraba su padre?
Entonces Hermann sufrió una conexión nerviosa y le asaltó un pensamiento inesperado en él. ¿Y si era su madre la que estaba mal? ¿Y si le había pasado algo a ella? Así que salió como una exhalación, aunque sigilosamente, hacia el piso superior, hacia el dormitorio de sus padres.
Abrió la puerta lo más despacio que pudo. Se quitó los zapatos, los dejó apoyados en la cómoda de la entrada y se acercó al borde de la cama para asegurarse de que su madre estaba allí. En efecto, lo estaba. Acercó la mano a su nariz y comprobó que respiraba. Su sigilo fue tal que su madre ni se movió ante la inesperada visita.
Así pues volvió a la puerta con la misma precaución de no hacer ruido y ya no volvió a ponerse los zapatos para ir a su cuarto.
Se tumbó en la cama y casi al instante se durmió. Dicen que cuando has sufrido cierta tensión, cierto nerviosismo, una vez pasado el trago, cuando vuelves a un estado de normalidad, el sueño se hace mucho más fácil.
Lo que Hermann no llegó a comprender, no llegó a advertir porque no posee una visión prodigiosa, es que había unos papeles que no estaban en su lugar aquella noche en aquel despacho. Se trataba de unos análisis clínicos que su padre y Claus no paraban de revisar una y otra vez desesperadamente.
***
En lo que se presuponía como mitad de su vida, Herman esperaba que todo en ella fuera agradable. No tenía la experiencia del sabio, para eso aún le quedaban algunos años más. Tampoco tenía la lozanía que ya había perdido hacía años. Añorando la juventud y la senectud, creía, sin embargo, que se encontraba en la mitad de su vida. Tal vez, aquel era su punto álgido, el espacio temporal donde existía un promedio entre todas las virtudes y entre todos los defectos posibles a alcanzar en una trayectoria vital.
A su vez, pensaba en el significado del intermedio, ya en su casa después de un largo día de trabajo. Y con este pensamiento se plantó en la cocina para preparar la verdura.
Volviendo la vista un poco atrás mientras ejercía presión hacia la tabla con un cuchillo largo y afilado podía recordar alguno de sus últimos pasos.
Sabía en lo que había estado trabajando en su oficina. Sí, un nuevo negocio que llevaría a cabo dentro de unos meses. Había planificado la campaña publicitaria y ahora sólo le restaba arreglar unos documentos legales. En realidad, se pasaba la mayor parte del día entre papeles. Su piel se había acostumbrado al suave roce del papel blanco de impresora de buen gramaje. Herman odiaba el papel fino que en ocasiones la empresa había comprado al por mayor. Este último, aunque barato, era del todo inservible, de mala calidad y no provocaba en él ningún placer al pasar sus dedos por la superficie blanca. No, definitivamente no podría simular el tacto aterciopelado que él apreciaba en su papel preferido de alta gama. En fin, lo dicho, demasiadas horas entre papeles.
Con este pensamiento se entretuvo y casi llega a cortarse pasando cerca con el filo de su falange distal anular. Otra vez, sin darse cuenta, había cortado ya toda la verdura y ahora ponía agua a hervir en un recipiente.
Quería seguir describiendo sus pasos. Así pues, al finalizar un día de trabajo como otro cualquiera se había dirigido a casa. Hoy había ido con coche, eso lo sabía. Así que bajó a su plaza de garaje por el ascensor. Allí se encontró con gente de la oficina que salía como él de sus puestos de trabajo y se dirigían a su hogar.
Le llamó la atención una joven con aspecto cansado. Se notaba que había trabajado duro aquel día o, pensó Hermann, quizá el trabajo no le gustaba y por ello tenía ese aspecto. ¿Tendrá familia? ¿Estará pensando en ella? ¿Cómo será su vida fuera de esta caja acristalada que llamamos trabajo? Sí, sin duda debería dejarlo, no tiene buena cara. No le gusta.
Y así, mirando a la chica, salió del ascensor y llegó a su plaza de garaje. Ya en el coche, seguía pensando en el trabajo, en la necesidad que parecía innata en el ser humano de ocuparse en alguna actividad. ¿Sería posible un mundo en el que a todo el mundo le gustara su trabajo? ¿A cuántas personas les gustaba actualmente su trabajo? Hermann veía de forma continua por la calle, por la televisión, en los pocos círculos de gente que regentaba, a gente que hablaba de la situación laboral actual. No todos los comentarios que oía le resultaban acertados, de hecho, casi ninguno lo era. En resumidas cuentas, parecía que la gente que estaba trabajando, que tenía un trabajo y que podía sobrevivir con ello no se encontraba a gusto en su situación actual. La otra parte, la gente que no estaba trabajando, se quejaba de que no tenía trabajo. Si bien es cierto que muchos no aceptaban variados puestos de trabajo que se les proponían. Algunos, obligados por la necesidad, acababan por aceptar trabajos que detestaban y que, con el paso de no mucho tiempo, acababan por abandonar. El subsidio del Estado es algo bastante apetecible. Claro que él no había tenido que trabajar en nada que no le gustara, ¿o sí? Nunca se lo había planteado.
Una vez aclarado que abandonaría su sueño profesional, siempre había trabajado de lo mismo y casi en el mismo puesto. Ahora, por su situación personal y familiar, lo tenía todo en el plano laboral: dinero, carisma y poder. Claro, también tenía responsabilidades que otros no habrían deseado y menos a su edad, pero él las consideraba también parte de su trabajo y parte de un acuerdo tácito. No podía concebir un mundo en el cual él no fuera lo más productivo posible. Sin embargo, a menudo pensaba en los demás, en la sociedad en general y se apenaba. Deseaba que las cosas fueran mejor. Lo deseaba de verdad para la gente que, aun habiendo estudiado, no tenía oportunidades. Sabía que esa gente se sentiría vacía en sus casas. Él se sentiría así. Sabía que después de tantas entrevistas con un no por respuesta se perdería la esperanza y se acabaría la ilusión. Hermann esperaba realmente que los tiempos se arreglaran aunque no tomara parte activa en ello. No, él no era de esos, no sabía cómo implicarse, no sabía cómo ayudar, se veía incapaz de cualquier acción humanitaria. Aún así, como era un gran analista, sabía que las cosas estaban mal, sabía que en unos años se hablaría de una generación perdida.
Pues bien, entretenido con esos pensamientos Hermann se dio cuenta de que había llegado ya a su casa, había cerrado el