Las mujeres de Sara. Eley Grey

Las mujeres de Sara - Eley Grey


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      –Igualmente Simón –contestó Sara, a quien costó bastante, durante los primeros minutos, dejar de mirar aquella extraña ropa y prestar atención a lo demás.

      Acto seguido, se encontraba saludando a la mujer sentada entre Simón y Gloria, la hija de Silvia y Jesús. La mujer a la que sonreía al tiempo que saludaba era una chica guapísima de ojos pardos y pelo corto. Sara pensó que era tan corto como el pelo de un militar. Seguramente trabajaba para el ejército y había ido a entrenarse en la montaña.

      –Encantada Susana –dijo Sara.

      –El gusto es mío.

      Y en esta última palabra, notó Sara un alargamiento innecesario de la “o”, acompañado de un alargamiento innecesario igualmente del apretón cordial de manos efectuado en el saludo. No le importó. Su mano era suave, fresca, sin asperezas. “Quizás no trabaje para el ejército a pesar de todo”, pensó Sara.

      El último invitado era un niño de la edad de Gloria. Había venido a saludar a su amiga y se había encontrado de golpe con la invitación a comer:

      –Claro. Usted cocina de maravilla. Muchas gracias.

      Y así estaban todos disfrutando de la comida alrededor de la mesa. Sara se visualizaba a sí misma en aquel comedor sentada frente a la mesa, junto a unas personas que hablaban del tiempo, del sofocante calor veraniego, de la crisis y del paro, viviendo su primer día sin Claudia, el primero de muchos, muchísimos días sin ella. ¿Cómo se habían podido precipitar así todos los acontecimientos recientes?

      Ese verano todo había empezado como de costumbre:

      Había empezado a desconectar del teléfono, del fax, del ordenador. Empezado, solo eso. Porque el teléfono seguía sonando. Mierda, había olvidado apagarlo al salir de la oficina, tendría que descolgar ahora.

      –¿Sí, dígame? No, el horario de oficina es de 8h a 15h de lunes a viernes. Pero cerramos en agosto, lo siento. Sí, no se preocupe, tomo nota de todo y en septiembre le informaremos de todos los detalles. Gracias a usted, disfrute del verano. Hasta luego.

      “Lo apago ya”, pensó. Y así lo hizo. Solo conectaría para lo imprescindible el otro móvil, el personal. Hacía tiempo que había tomado la acertada decisión de separar su vida personal de la profesional, y fue una de las más brillantes ideas que había tenido en mucho tiempo. Así que solo lo enchufaba cuando estaba de vacaciones o los fines de semana si quería hacer alguna llamada urgente o recibirla. El resto del tiempo, desconexión total. Sara dejó volar sus pensamientos y la voz de Claudia le llegó desde el quicio de la puerta.

      –Bueno, Sarita –cuando tenía algo importante que decir y no quería que resultase demasiado serio o doloroso para ella la llamaba Sarita–. Ha llegado el momento de hacer la maleta. Visita a mamá.

      –¿Pero, ya? ¿Tan pronto? ¿Por qué te vas tan pronto? Siempre dejas pasar los primeros días de vacaciones para estar conmigo. ¿A qué viene tanta prisa ahora?

      –Anoche hablé con mamá y la noté triste. No sé, espero que sea mi imaginación, pero entiende que estoy preocupada y no puedo estar aquí pensando en que algo le puede estar preocupando. ¿Lo entiendes, verdad?

      –Sí, claro, pero ¿por qué no me lo has dicho antes? No tenía ni idea de que habías hablado con ella. Me lo podías haber dicho y me hubiera ido preparando para la noticia, en vez de decírmelo así, como quien tira un cubo de agua fría.

      –Lo siento, cariño. He estado dándole muchas vueltas y es lo mejor.

      –De acuerdo, márchate. Al fin y al cabo es tu madre. Tampoco hubieras estado aquí conmigo mucho más tiempo, siempre te marchas en agosto. No me importan ya unos días antes o después.

      Silencio.

      –¿Hola? –murmuró Sara esperando escuchar una respuesta. Pero Claudia ya no estaba allí.

      Cómo odiaba que hiciera eso. La dejaba con la palabra en la boca siempre que se trataba de conversaciones serias. ¿Acaso no era lo suficientemente seria para ella? Antes, al principio, se burlaba de Sara: “No seas así. Te pones muy fea cuando te enfadas” o “Eres demasiado seria. Alegra esa cara”.

      Ya no le decía cosas así, simplemente se daba la vuelta y

       desaparecía sin abrir la boca. “¡Ahhhh! ¡Qué desagradable, maleducada y poco considerada! ¿Pero qué hago yo con ella?”. Y en esa pregunta se quedaba, porque al minuto solía olvidarla y se había puesto con otra cosa.

      Pero aquel día, no sabía muy bien por qué, se había encendido el mecanismo de la rabia, esa rabia contenida de años y años de desplantes, de inseguridad, de baja autoestima… Se acabó. Sara se levantó de la silla donde se estaba preparando el desayuno, se dirigió a la habitación y vio a Claudia allí, haciendo la maleta. Una maleta enorme, demasiado grande.

      –¿Por qué te llevas tanta ropa?

      –Mujer precavida vale por dos, Sarita, parece mentira –cerró la maleta, le plantó un beso en la mejilla y le susurró un rápido te llamo cuando llegue al aeropuerto de Londres.

      Y allí se quedó Sara, sin imaginarse que todo lo que le quería decir a Claudia ya nunca más se lo podría decir, pues la llamada desde el aeropuerto nunca llegó. Al día siguiente recibió un correo electrónico suyo diciéndole adiós. Sin muchas más explicaciones. Le confesó que había otra persona desde hacía tiempo y que no se había atrevido a dar el paso hasta entonces. Que no la llamara nunca más y que no la visitara. “… Cuídate mucho y ojalá encuentres a alguien que te trate como te mereces. Un abrazo. Claudia”.

      Buscó una silla para sentarse. No, ya estaba sentada. Pero, no podía ser, era una pesadilla. Quién era esa Claudia que le escribía todas esas cosas por Internet. No podía ser la misma Claudia, tenía que ser un error. Cogió su teléfono, el que solo encendía en vacaciones para cosas realmente urgentes. Esto era realmente urgente. “El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura. Bip, bip, bip…” Se frotó los ojos, bebió agua directamente de la botella, algo que exasperaba a Claudia. Se lavó la cara con agua muy fría. Se miró al espejo y se dijo sin hablar que sí, que era real, que no era un sueño ni una pesadilla. Claudia le había dicho que la dejaba mediante un correo electrónico.

      Cinco años, su casa, los muebles, la hipoteca… Toda una vida en común que había sido una farsa. Una mentira. Claudia le había dicho que había otra persona desde hacía un tiempo. ¿Un tiempo? ¿Qué quiere decir un tiempo? ¿Un año, dos, quizá tres? Cuando alguien se plantea una ruptura de este tipo es porque esa otra persona existe desde hace tiempo.

      –¡Vamos, Claudia, no me jodas! –le hubiera gustado decírselo a la cara en ese momento. Pero era al reflejo de ella misma a quien hablaba. Era su propio rostro mojado por el agua en el espejo.

      Quizás, después de todo, no era ella la única que odiaba discutir. A lo mejor Claudia había tomado la alternativa más sana para las dos, evitando el enfrentamiento cara a cara.

      –Pero, ¿por correo electrónico? ¡Es que es increíble, vamos! –hablaba consigo misma mientras caminaba sin rumbo por el piso.

      Algunos momentos de sensata lucidez le llenaban de pensamientos esperanzadores su mente: “Había llegado el momento del cambio”, “Era algo que se veía venir desde hacía tiempo”, “La situación con Claudia llevaba años en estado de descomposición”, etc. Sin embargo, al segundo todo un alud de pensamientos negativos, de venganza y de odio ocupaban sus entrañas hasta hacerla explotar en un grito sordo, ronco, que venía desde lo más profundo de su ser.

      Y así habían empezado esas vacaciones de agosto de 2013 para Sara, entre llantos y rencor, recordando a Claudia en cada rincón de la casa, respirando su olor en las pocas prendas que no había cogido al hacer su maleta, muchas de ellas regalos suyos. Inhalaba el olor de las camisas y los sujetadores, aspiraba tan profundamente que a los pocos minutos los dejaba sin olor.

      –El pecho de la mujer es algo que siempre huele bien, ¿verdad Sara?


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