Las mujeres de Sara. Eley Grey
estúpidas que solo Claudia preguntaba.
–No, cariño, la verdad es que nunca me lo había planteado –contestaba Sara observándola por encima de las páginas del libro que estaba leyendo.
Y Claudia sonreía como si hubiera hecho un gran descubrimiento. Su mirada frente al espejo reflejaba su pensamiento: “¿Cómo había podido vivir el mundo entero sin hacerse todas esas preguntas? Claro. ¡Así nos va!”.
Sara la conocía tan bien que el gesto de su mirada y el movimiento de hombros le indicaban cuál era el pensamiento exacto de Claudia en cada momento. O eso había creído ella siempre.
–Pero no era así, Sarita –ahora se hablaba a sí misma frente a ese mismo espejo. Soltó sobre la cama el sujetador negro y siguió con su monólogo–. Ella te engañaba… y tú no te diste ni cuenta. ¿Pero en qué puto mundo vives? Eres increíble… increíble –Y entonces rompía en sollozos otra vez.
Lloraba y lloraba hasta que se dormía rendida. Ya no diferenciaba la noche del día. No comía, no bebía. No le hubiera importado dejar de respirar. Así todo terminaría, todo. Ya no tendría que soportar ese terrible vació en el pecho, en el estómago, a lo largo y ancho de todo su ser. Todo terminaría.
–¿Terminar qué, Sarita? –otra vez aparecía Claudia–. Tú no tienes que terminar nada, cariño, todo está over desde hace mucho, Sarita. Te lo he puesto más que fácil. Pero tú ahí, inamovible, poniéndomelo más difícil cada día. Ya ni discutías conmigo. Me sacas de quicio, eres imposible, de verdad, imposible –y después desaparecía.
Dios mío, el ayuno prolongado en los días le estaba haciendo perder el juicio. No solo oía a Claudia, ahora también la veía… No podía seguir así. Pero, ¿qué día era? ¿Cuánto tiempo llevaba allí tirada sobre el colchón?
–¡Santo cielo! –dijo en voz alta cuando abrió su ordenador para comprobar la fecha–. Diez de agosto de 2013, sábado. No puede ser. ¡Llevo casi diez días aquí tirada!–. Eran las cuatro de la madrugada, el sol todavía no iluminaba lo suficiente y el hueco que había en la persiana no dejaba entrar apenas luz. Tuvo que encender la luz de la mesita y ponerse las gafas, las que solo utilizaba para casa. Se levantó lentamente, se sentía espesa, densa, pesada. Caminó como un zombi a lo largo del pasillo dirigiéndose a la cocina, sujetándose con las manos apoyadas sobre ambas paredes. Cuando por fin llegó a la cocina y abrió la nevera, una arcada le sobrevino a la boca del estómago. Tenía que ser fuerte, se dijo, un poco de zumo y todo iría mejor.
CAPÍTULO II. ÉXODO
A finales de los años 90 todo era muy diferente, y no solo en Madrid, sino en general. En el país, en la gente, en ella misma… En junio del año 2004, Sara terminaba la carrera de Filología hispánica con unas notas excelentes. Obvio, se había dedicado noche y día a sus estudios desde que tenía uso de razón. En el momento en que puso punto final a su último examen, el diecisiete de junio de 2004, ya sabía que era el fin de una larga etapa y el principio de otra, no tan brillante, o sí. Lo que era seguro es que no iba a ser tan predecible. Estudiar era lo único que había hecho durante toda su vida. Eso sin contar las prácticas en aquella biblioteca del pueblo y el trabajo más que precario en la librería de su tío.
Eran las circunstancias, decían todos, el trabajo basura renacía de sus cenizas después de años de intentar enterrarlo. El sector de la construcción estaba en auge y casi todos los alumnos de su generación de la escuela primaria a la que había acudido de niña tenían trabajos relacionados con el boom inmobiliario: pintores, albañiles, piseros o escayolistas. Todos sus compañeros estaban casados, tenían piso, con todos los muebles de diseño, coche último modelo y disfrutaban de una nómina de 2.000 euros limpios mensuales, sin contar el dinero negro que se embolsaban para no declarar a Hacienda. Todo el mundo vivía así. Por supuesto habían estado trabajando desde que acabaron la secundaria, muchos incluso antes. “Es lo normal, Sara”, eran las eternas palabras de sus padres cada vez que ella sacaba el tema de la precariedad laboral para los recién titulados universitarios con formación en idiomas y excelente expediente académico, cosas que en aquel entonces no se valoraban. Aunque tampoco parecía ser algo que importara ahora.
Ante el constante rechazo de su currículum en todos los trabajos basura a los que podía optar y la imperante necesidad de hacer su vida e independizarse, en septiembre de 2004 Sara optó por marcharse del pueblo que le había visto crecer y donde había visto tantos amaneceres en la playa, para empezar a vivir realmente su nueva vida. Buscó un trabajo de media jornada en Madrid, una cafetería tranquila por Chueca, donde la aceptaron con los brazos abiertos. También alquiló una habitación en un piso compartido de estudiantes. Necesitaba únicamente poder pagar la habitación a final de mes, tener un poco extra para comida y disfrutar de las mañanas libres para seguir buscando un trabajo acorde a sus expectativas.
Su sueño siempre había sido poder trabajar en el mundo de la información, prensa a ser posible. Era consciente de su talento como redactora y tenía algo de experiencia. Bueno, fue la redactora jefe de la revista de su instituto durante cinco años. Eso le dio algo de práctica. Necesitaba poder demostrar que era capaz de aprender y que era buena, muy buena. El problema era encontrar a alguien que quisiera darle esa oportunidad.
Tras año y medio en la capital, y cada vez con menos esperanzas, una tarde de trabajo en la cafetería llegó la suerte que tanto ansiaba encontrar.
–Buenas tardes señora, ¿qué le pongo?
–Querría un café solo en taza grande con una tostada de tomate adobada con sal y pimienta, gracias.
No levantó la mirada del periódico en ningún momento y Sara anotó rápidamente el pedido para marchar a la barra y prepararlo con la mayor eficiencia posible, cosa que le caracterizaba en su trabajo. Cuando alcanzó de nuevo la mesa de la elegante señora con el periódico en la mano le pidió disculpas para anunciar que traía su café y su tostada, al tiempo que depositaba la bebida y el plato frente a ella. Fue en ese preciso momento cuando la señora (señorita, más bien) apartó sus ojos verde claro de su lectura para observar atentamente las manos de Sara. Al segundo levantó la cabeza y su mirada se encontró con el deslumbrante rostro pálido y angelical de Sara. Tras ese día, todas las tardes a la misma hora (17:20) la señorita de ojos verdes y pestañas interminables entraba en la cafetería y hacía el mismo pedido a la camarera.
Una tarde del mes de abril, después de haber estado visitando la cafetería cada día durante el último mes y medio, se atrevió a preguntarle cómo se llamaba y por qué trabajaba allí.
–Me llamo Sara López, señora, y trabajo aquí porque me gusta la cafetería, el barrio, la gente y necesito pagar el alquiler.
–No tienes manos de haber trabajado mucho en este sector, si me lo permites. Y tampoco es que la agilidad con la que sirves las mesas denote demasiada experiencia. ¿Me equivoco? Ah, y llámame Sofía, por favor.
Sara sintió una ligera vergüenza y una punzada de rabia al mismo tiempo, se sonrojó ligeramente y asintió. Seguidamente confesó que dedicaba las mañanas a buscar trabajo en editoriales y redacciones de prensa, incluso en las más pequeñas. Le confesó a aquella casi completa desconocida que su sueño era poder escribir y estar siempre rodeada de papeles y textos. Las pupilas de aquellos ojos verdes se dilataron y su boca se abrió levemente en señal de sorpresa para, seguidamente, unir los labios y formar una media sonrisa.
–¿Cuánto ganas aquí, Sara?
–¿Cómo? ¿Por qué me pregunta eso? –miró a su alrededor rezando para que nadie escuchara la conversación y menos la jefa de personal.
–Vamos, dime cuánto te pagan en este bar, y tutéame, por favor, tenemos casi la misma edad –insistió ella.
No era verdad que tuvieran la misma edad. Aquella chica verdaderamente guapa no era mucho mayor que Sara pero le llevaba unos cuantos años. Estaba segura de que rondaba la treintena.