Las mujeres de Sara. Eley Grey
noche en que Sara se topó con Alex era una noche terroríficamente fría y a las cinco de la mañana no quedaba mucha gente dentro del local. Solo ese chico de mirada triste y su vaso delante. Fue visto y no visto. Sara llevaba un rato observándole y notó el penoso estado en que se encontraba porque le costaba mantener el vaso en alto. Sin saber por qué, inmediatamente sintió una fuerte conexión con él y no dejó de observarle desde la otra parte de la barra hasta el momento en que aquella delgada figura se desplomó sobre el suelo. No respondía ante ningún estímulo y Sara pidió al camarero que llamara al 112.
Una hora después, Sara se encontraba en la sala de espera de urgencias del centro de salud Espronceda mordiéndose las uñas. No pensó ni por una décima de segundo en dejar a ese chico abandonado allí. Dio su nombre y se registró como familiar más cercano. Tras dos horas de espera interminables, el altavoz de la sala se manifestó:
–Familiares de Alejandro Pérez acudan a la sala de urgencias, familiares de Alejandro Pérez –Le llamaban a ella. Le había dado tiempo de consultar su cartera y ver su nombre y dirección, Avd. Andalucía, 145, Granada. Inmediatamente, sintió una calidez en el pecho que siempre sentiría cuando pensara en Alex.
Tenía ojeras y empezaba a poder centrar la mirada en un punto fijo. Intoxicación etílica moderada. “Moderada” inducía a pensar en positivo. “Haga un uso moderado del alcohol”, podría haber sido el eslogan de una de aquellas campañas de prevención de alcoholemia del gobierno. Sin embargo, “moderado” no era tan bueno como se podría pensar. Una intoxicación moderada había dejado inconsciente y en el suelo a Alex aquella noche. Aun así, tuvo bastante suerte, y no solo porque se encontró con Sara en su camino, sino porque estaba dentro de un bar y no en mitad de la calle. Hacía un frío invernal previo a Navidad, seco y helado, que anunciaba nieve en la sierra. Hubiera podido morir congelado.
Muchas veces, cuando le miraba leyendo en el sofá o cocinando la cena lo pensaba. Alex muerto, congelado en un callejón, entonces sacudía discretamente la cabeza para alejar esa horrorosa idea de su mente. No había sido así, estaba allí y sonreía cuando le sorprendía observándole.
–¿Qué miras? –le preguntaba con ese acento granadino que alegraba tanto a Sara.
–Al chico más bueno del mundo –le contestaba al tiempo que le abrazaba por la espalda mientras él cocinaba pasta para los dos.
Aquella madrugada víspera de Navidad, tras salir de urgencias, Sara se lo llevó a su piso compartido. Dormiría en el sofá. El resto de sus compañeros estaban en sus respectivas casas pasando la Navidad en familia. Sara no había podido volver a su pueblo. Tenía trabajo en el bar y necesitaba el dinero. El destino quería que conociera a Alex. Su ángel guardián en aquella enorme ciudad donde no había conseguido encontrar ningún amigo, algo que tampoco había buscado. Y donde, sin buscarlo, lo había encontrado.
En todo esto estaba pensando cuando Alex apareció por la puerta del bar. Ahora no hacía frío, la primavera estaba brotando por cada esquina y se respiraba calidez y movimiento por las calles. Viernes noche, el mejor momento de la semana.
–Buenas noches, Sara. ¿O debería decir, señorita proyecto de periodista?
–Oh, Alex, ¡no exageres! Es verdad que es un lujo de trabajo, que es el primer trabajo donde voy a poder demostrar mis aptitudes y que, vamos, es un sueño. Pero es solo un contrato de prácticas y ni siquiera sé las condiciones ni el tiempo por el que me contratan. Hasta dentro de una semana no estaré oficialmente contratada.
Cerveza tras cerveza, Sara fue contando todos los detalles del puesto: la oficina, la señora Martínez, bueno, Sofía, las tareas… hasta que a las nueve y media decidieron que tenían que pedir algo para comer o acabarían borrachos perdidos. Les gustaba ese bar. Era el único en todo Madrid donde preparaban vegi burgers, hamburguesas vegetarianas. Estaban hechas a base de lentejas y eran la perdición de Sara. A Alex le encantaban las alitas de pollo fritas que servían en aquella cesta de mimbre y los dos disfrutaban con su cerveza fría. Era su rincón secreto.
CAPÍTULO III. ¿ALGO O ALGUIEN?
20:00 PM. Ahora, desde la cama de aquella casa de pueblo contando las vigas del techo, le parecía que había pasado una eternidad desde aquel abril. Habían pasado tantas cosas, tantos momentos. Le parecía increíble que Claudia ya no estuviera. Mientras había estado recordando sus primeras peripecias en la capital no había pensado ni un solo segundo en ella. Bueno, era pronto todavía.
–Solo ha pasado semana y media desde que se fue –pensó en voz alta Sara.
El golpe contra la puerta y los gritos desde la calle, todo a una, la despertaron de su ensoñación.
–¡Sara! –un golpe más fuerte contra la puerta–. ¡Sara, por el amor de Dios! ¿Estás ahí?
–¡Sí, sí! –contestó al tiempo que, de un salto, se plantaba en la puerta y la abría– ¿Qué pasa? ¿Qué son esos gritos?
–¡La señora Victoria! La vecina de aquí al lado. Es horrible. ¡La han matado en su casa! ¡En su propia casa!–. Susana hablaba a trompicones desde el quicio de la puerta. Estaba bastante nerviosa y le temblaba el pulso.
–Susana, tranquilízate, ¿sabes si han llamado a la policía?
Por supuesto que habían llamado a la policía, también a la Guardia Civil y al señor Agustín, el médico del pueblo. Él era quien había confirmado que el cuerpo llevaba sin vida casi veinticuatro horas. ¡Qué horror! Mientras habían estado comiendo tranquilamente todos juntos alrededor de la mesa, se había instalado en la casa y se había dado una relajante ducha, alguien podría haber estado matando a la pobre señora Victoria. No, no podía ser cierto. Además, no coincidían las horas. Habría pasado antes. Antes incluso de que Sara llegara al pueblo. Exacto, durante la pasada noche.
La señora Victoria era la típica mujer de pueblo, con su luto perenne, su pañuelo del mismo color en la cabeza y un delantal de cuadros grises y negros atado a la cintura. Siempre estaba dispuesta a ayudar a Silvia en la casa. Había sido como una madre para ella.
Silvia no paraba de llorar y ni los abrazos de Jesús ni los comentarios de la Guardia Civil conseguían serenarla. Había sido como una madre. Silvia perdió a su madre biológica muy pronto y se había criado como hija única con el único referente adulto de su padre, el señor Antonio. Un hombre recio, de campo. De lligona y espardenyes. De pocas palabras y menos caricias. Desde bien pronto, Silvia tuvo que hacerse cargo de la casa, de la comida, la compra, etc. pero la señora Victoria estuvo siempre allí para enseñarle todo lo que ahora sabía y ayudarle en todo, absolutamente todo. Silvia tenía más recuerdos de la señora Victoria que de su propia madre. Estaba destrozada.
21:30 PM. La noche era calurosa, y los vecinos y curiosos empezaban a desaparecer poco a poco de la calle. Se había formado una aglomeración frente a la puerta de la casa de la señora Victoria, cuando la policía había llegado haciendo notar su presencia con el cántico de sus sirenas. Como Ulises hechizado por el canto de aquellos seres mitológicos, los vecinos fueron atraídos por ese sonido y, poco a poco, fueron agolpándose en medio de la calle. Al poco había llegado la Guardia Civil y dentro de la casa estaban el señor Agustín, Silvia y Jesús.
–Ya se lo he dicho a su compañero hace un rato, agente. He tocado a la puerta porque me he quedado sin sal para la cena y quería pedirle un poco. Ella siempre tiene de todo. ¡Oh, Dios! –y Silvia rompía de nuevo en llantos.
–Señora tranquilícese, necesitamos saber con exactitud los hechos. ¿A qué hora ha sucedido esto que cuenta?
–A las 19:30 o así.
–¿Ha venido usted sola? –preguntaba el guardia.
–Claro, vivo en la casa de al lado. Toqué a la puerta y saludé dando las buenas tardes. Pero nadie contestó… ¡Ay, pobre Victoria! –y ahogaba su llanto en un pañuelo de tela con las iniciales