Las mujeres de Sara. Eley Grey

Las mujeres de Sara - Eley Grey


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pasan coches.

      –De acuerdo –el guardia anotaba con movimientos casi mecánicos la información que iba recibiendo–. ¿Le comentó si esperaba la visita de alguien o dijo algo que se saliera de lo normal?

      –No, estaba como siempre, quejándose del calor y abanicándose todo el tiempo. Bueno, un momento, Jesús –dijo Silvia mirando a su marido–, ¿te acuerdas que habló de su hijo? Sí, es verdad, habló sobre su hijo, el de Portugal. No dijo que vendría a verle ni nada de eso, pero habló sobre él. No hablaba mucho sobre él. Estuvo en la cárcel, ¿sabe usted? Y no se sentía muy cómoda cuando hablaba de él.

      –Vale. ¿Recuerda su nombre?

      –Mmmm… Rafa, Salva… No, Ramón. Se llama Ramón. Pero del apellido no tengo ni idea porque solo conozco el apellido de la señora Victoria, desconozco el de su difunto marido. Lo siento.

      –Es suficiente, señora. Muchas gracias por todo y le acompaño en el sentimiento.

      –Gracias, señor guardia –y hundió de nuevo su rostro en el pañuelo.

      –Por cierto –se giró cuando estaba más cerca de la puerta de la calle que de la habitación donde se encontraba Silvia abrazada a Jesús–. ¿De dónde ha sacado el pañuelo que lleva en las manos?

      Entonces Silvia fue consciente de sus propias manos y apartó una de ellas de su rostro. La mano portadora del pañuelo.

      –¡Oh, dios mío! Estaba en el suelo. Lo encontré en el recibidor cuando entré en la casa –se notaba la ansiedad en sus palabras. Probablemente había visto muchas películas de crímenes en las que sacan huellas dactilares de todos los objetos que aparecen en el escenario de un crimen–. ¡Estará lleno de mis huellas, señor guardia! Lo siento…

      –No se preocupe –respondió el guardia al tiempo que abría una bolsa de plástico y se acercaba a Silvia–. Déjelo aquí dentro. Eso es. Gracias.

      Sara, ajena a todos estos acontecimientos, se había instalado en su nueva habitación y había desenfundado su portátil. Ahora ya no sabía vivir sin él o sin Internet. “¡Cómo habían cambiado los tiempos!”, pensaba mientras encendía su móvil última generación y colocaba la ropa en el armario. Porque ahora necesitaba tanto uno como el otro en todo momento, se habían convertido en algo esencial en su día a día. Cuando salió de la segunda reconfortante ducha de ese caluroso día, fue a comprobar las llamadas en su móvil y, para su sorpresa, no había cobertura. Por suerte, tenía Internet gracias al wifi de la casa, pero no había manera de poder utilizar su móvil para llamar. En fin, tendría que conformarse con el WhatsApp. Poco después, las llamadas a la puerta y la terrible noticia.

      22:30 PM. Estaban cenando alrededor de la mesa, donde horas antes habían disfrutado de una deliciosa comida de bienvenida sin preocupaciones y mucho menos sin imaginar que en la casa de al lado, pared con pared, yacía el cuerpo sin vida de la señora Victoria. Ahora todo eran caras serias y silencio. Habían suspendido la disco móvil y no estaba claro si seguirían con el resto de actos programados para las fiestas patronales. Seguramente anularían todos los que quedaban. Nadie osaba hablar. Silvia había preparado todo para el entierro del día siguiente y aquella era noche de velar. Cuando acabaran la cena, iría a relevar a la señora Valeria y las demás para que pudiesen ir a sus respectivas casas a cenar. Más tarde, volverían a la casa a llorar la muerte durante toda la noche. En los pueblos todavía se hacen estas cosas.

      23:00 PM. Empezaba a soplar un cálido pero agradable viento nocturno regado con el perfume del galán de noche que estaba plantado frente a la puerta de la casa. Todos en la sala lo agradecieron. La puerta de entrada estaba abierta y la puerta que daba al corral también. De esta manera, la poca corriente de aire que hiciera se disfrutaría en el salón. Era el lugar donde habían instalado algunas fotos de la señora Victoria y todas las sillas alrededor para los invitados que quisieran darle el adiós en esa noche extraña de velatorio. Extraña porque el cuerpo de la señora Victoria no estaba presente. Al tratarse de un crimen, se hacía necesario realizar una autopsia y, por tanto, la ambulancia se había llevado el cadáver.

      Susana estaba preparando la cafetera grande. Había decidido ponerse manos a la obra porque veía que Silvia estaba cada vez más cansada y hundida. Ya casi no podía abrir los ojos. Sara decidió ayudar a Susana. La cocina de Silvia y Jesús no era muy amplia. En la reforma de la casa de pueblo de los padres de Silvia habían decidido sacrificar un trozo del comedor para hacer una cocina, pues en las casas antiguas las cocinas estaban en el corral y no en el interior. Ellos querían poder hacer vida dentro y por eso procedieron de esta forma. Sin embargo, no querían quitar mucho sitio al salón, pues esperaban poder llenar la casa de huéspedes en un futuro y, para las noches de frío invierno, tenían pensadas sesiones de cine y palomitas en los sofás del salón, frente a la gran pantalla de televisión. Por ello, la cocina quedó lo suficientemente amplia para una persona, pero no tan espaciosa para dos. En ese momento, ni Sara ni Susana pensaban en si la cocina era ancha o no para ellas. Se centraban en lo que estaban haciendo y comentaban los sucesos de la tarde.

      –Es horrible, ¿no crees? ¿Quién querría hacer algo así a la señora Victoria?

      –Sí que lo es. No tengo ni idea de quién podría querer hacer daño a una mujer como la señora Victoria. Pero tengo la sospecha de que la Guardia Civil nos oculta algo.

      –¿Algo como qué? ¿Qué quieres decir? –preguntó Sara horrorizada.

      –No sé… es una sospecha. No me hagas mucho caso, deformación profesional.

      ¡Ajá! Entonces, ¿sí que era militar? ¿O Guardia Civil? Estaba claro que no se dedicaba a vender flores en el Retiro. Aprovechando su comentario, Sara se envalentonó y preguntó:

      –¿A qué te dedicas, Susana?

      –Estoy preparando oposiciones.

      –Ah, ¿oposiciones? ¿Y para qué?

      –Para las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad Interior.

      –Guau. Suena muy importante y hasta da un poco de miedo –murmuró Sara–. ¿Es como la policía?

      –Bueno, sí, es algo así –Susana sonrió ante la conclusión a la que había llegado Sara–. Pero no te quiero aburrir con el temario, que además lo llevo fatal–. Era la primera vez que la veía reírse. Alrededor de sus bonitos ojos se formaron unas sutiles arrugas que hacían juego con las que se formaron en las comisuras de sus labios, dibujando de esta manera una sonrisa realmente sexy.

      –Y, ¿has venido a prepararte aquí por la montaña? –quiso intervenir Sara.

      –Bueno, en parte sí. La parte práctica es bastante dura y aquí siempre hay tiempo para hacer los ejercicios que me pueden pedir en el examen –contestó Susana haciendo una mueca al final de la frase. Se le notaba preocupada por ese examen–. Ya está listo el café, ¿vamos?

      –Sí, claro –Sara salió de golpe de su ensimismamiento para dirigirse con Susana a la casa de al lado.

      Susana cargaba con la pesada cafetera y ella llevaba las tazas, las cucharillas y el azúcar. En la casa vecina reinaba el silencio, únicamente interrumpido por algún rezo susurrado por alguna vecina amiga sentada en una silla. Sara y Susana entraron por la puerta principal intentando hacer el menor ruido posible. ¡Dios, cómo echaba de menos a Alex en este momento! Su sonrisa y su humor andaluz seguro que le hubieran hecho reír a pesar de la situación. Cuando volviera a la habitación le escribiría un correo. No le había dicho aún que había llegado bien y que estaba instalada. Seguramente estaría preocupado.

      Cuando llegaron al interior de la casa, habilitaron la mesa camilla del salón para la cafetera y las tazas. Tras comprobar que Silvia no necesitaba nada más, marcharon a la calle. Una vez en la acera, Susana encendió un cigarro.

      –Tengo que dejarlo. Cuando acabe este paquete lo dejo –murmuró para sí misma–. ¿Fumas? –preguntó mirando a los ojos a Sara.

      Ante la inmensidad de esa mirada, Sara quedo sin habla, paralizada.

      –No,


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